9 de junio de 2008

AUGE Y CAIDA DEL CAPITALISMO DE ESTADO

Por: Juan Carlos Espinal




INTRODUCCION


EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS




Es bien conocido que los Estados Unidos siempre que fraguó un plan de acción contra Republica Dominicana, en los días del terrorismo de estado, 1966-1978, o mas adelante, para perpetrar la interminable cadena de sedición, actos subversivos y desembarco de invasión, organizados y dirigidos por la CIA, en cada ocasión, ocultaría siempre sus actividades criminales bajo el manto de determinadas organizaciones empresariales, eclesiásticas, culturales, militares y políticas bajo consignas contrarrevolucionarias, 1963. La cantidad de nombres y siglas que la embajada norteamericana en Santo Domingo ha creado sólo basta para fundamentar nuestra denuncia, ¿Quién sino la CIA, al amparo de las condiciones de sometimiento militar imperialista, en el Hemisferio Occidental, puede dar golpes de estado, asesinar disidentes ideológicos y financiar los partidos políticos dominicanos? Grupos nacionales, e instituciones no gubernamentales de la llamada sociedad civil reciben fondos a través de un vasto programa de financiación cuyos cabecillas principales están estrechamente vinculados a las actividades de los norteamericanos contra los intereses de la República Dominicana. US-AID. Muchas veces el trabajo sucio se realiza por otros medios, y la opinión pública creada sirve para que la oligarquía se atribuya la paternidad de los hechos. Como se puede apreciar, desde 1907, en el siglo 20, fueron organizados sabotajes político-electorales de extraordinaria gravedad contra la soberanía del estado-nación, 1930. Los dominicanos de libre pensamiento, y los intelectuales revolucionarios han de discutir con los gobiernos nacionales, cual fuese, una solución a los problemas. Pero tiene que ser, de ahora en adelante, sobre la base del cese definitivo de la monstruosidad capitalista. El imperialismo, el neoliberalismo, el neocolonialismo, la xenofobia y la brutal explotación de los recursos naturales nos acercan cada día más hacia una irreversible conmoción social. Las ideas por las cuales otros ciudadanos lucharon sirven como ejemplo del mundo al que se aspira porque nuestra lucha es universal.






Capitulo I


EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS



Tanto la descolonización como las revoluciones transfor­maron drásticamente el sistema político. Así pues la or­ganización social indígena fue destruida, al menos en su generalidad. De manera que pasaríamos a ser un pueblo de corte occidental. España nos transmitiría su lengua, religión, formas de ves­tir y comer, ganados e instituciones jurídicas y civiles, aún cuando ca­recían de capacidad como Estado para ser un imperio convirtiéndose pues, en una profunda contradicción que nosotros heredaríamos y por supuesto transmitiríamos de generación en generación, hasta llegar a ser lo que somos hoy, incluso en América donde la temprana descolo­nización añadiría una docena más. Sin embargo, lo importante de esto no era su número sino el enorme y creciente peso y presión demográfica que representaba en conjunto.

Desde la primera revolución industrial, y es posible que desde el Siglo XVI este equilibrio se había inclinado a favor del mundo "desarrollado". Esta explosión demográfica en los países pobres como en República Dominicana despertó por primera vez una grave preocupación internacional a finales del siglo XIX. Nuestra población ha crecido desordenadamente y cada día los go­biernos son más deficitarios provocando subsidios irresponsables y peor aún con más bocas que alimentar y con menos capacidad de producción. La explosión demográfica del mundo pobre es elevada porque los índices básicos de natalidad suelen ser mucho más altos que los del mismo período histórico en los países desarrollados y porque los ele­vados índices de mortalidad que antes frenaban el crecimiento de la población cayeron a partir de los años setenta a un ritmo cuatro o cin­co veces más rápido que el de la caída que se produjo en Europa del siglo XDC. Y es que, mientras en Europa éste descenso tuvo que espe­rar hasta que se produjo una mejora gradual en la calidad de vida y del entorno, la nueva tecnología barrió con los países pobres en forma de medicinas y la revolución del transporte. Así a partir de los años cincuenta las innovaciones médicas y farma­cológicas estuvieron disponibles para salvar las vidas a gran escala, de­bido a la aparición de los antibióticos y algo que antes era imposible conseguir, salvo tal vez de las enfermedades como la viruela, diarrea, etc. Así, mientras los dominicanos vivían más y mejor que décadas pa­sadas, las tasas de mortalidad se reducían verticalmente a tal punto, que la población se dispararía aún cuando la economía y las institucio­nes fueran inestables. De manera que la explosión demográfica es el hecho fundamental de nuestra existencia. Al tratar de estabilizar nuestra población con na­talidad y mortalidad bajas con algún tipo de planificación familiar es­tamos creando mayores problemas de población y es improbable que podamos resolver nuestros índices de pobreza. Sin embargo, nuestras preocupaciones no sólo radican en el fondo, sino en la forma.

Así mis­mo, nuestra sociedad se ha visto obligada a adoptar sistemas políticos derivados de nuestros conquistadores o amos imperiales. Así que, una minoría de los que surgieron de las evoluciones sociales siguió el mo­delo de la Revolución Soviética. En teoría, el mundo dominicano estaba lleno de los que pretendían ser repúblicas parlamentarias con elecciones libres y de una minoría de repúblicas democráticas populares de partido único. En particular es­tas etiquetas indicaban como máximo en que lugar de la escena inter­nacional querían situarse como solían serlo nuestras propias constitu­ciones y por los mismos motivos en la mayoría de los casos, carecería de las condiciones materiales y políticas necesarias para hacer viables nuestro sistema. Esto sucedía incluso con los comunistas, aunque su estructura au­toritaria y el recurso a un "partido único dirigente" hacía que resulta­se menos inadecuado en un entorno no occidental que en las repúbli­cas liberales. Así, uno de los pocos ideales comunistas era la suprema­cía del partido sobre el ejército. De paso, los mecanismos de control se fueron perdiendo y las fuer­zas armadas tendrían protagonismo semejante o incluso superior al poder civil. Además, la intervención en aspectos administrativos pro­vocaría el enriquecimiento asombroso de generales y oficiales medios. Estos recibirían cuantiosos subsidios y suministros a través de las intendencias y en algunos de los casos, existió mayores posibilidades po­líticas que nunca. A los militares se les mantendría alejados del poder civil, gracias a la presunción de la supremacía civil a través del partido.


Las perspectivas fueron pocas y así la transacción hacia la democra­cia liberal se negociaría con poco éxito bajo la égida de la intervención y las constantes intentonas golpistas de unos oficiales recalcitrantes durante los periodos de ciertos aires democráticos. La democracia sería abortada y nuevamente la pobreza se expandi­ría notablemente. Así, la amenaza se mantendría aunque en los años se­tenta se producirían manejos todavía por explicar en las obscuridades de la filtración de la CÍA, y los paramilitares supuestos del servicio se­creto y del terrorismo de Estado. Quizás solo en los traumas de la des­colonización, los dominicanos llegaríamos a ser intolerantes y la ten­tación de retener el poder de parte de los políticos fue inútil al hun­dirse la economía y pronto caeríamos bajo el escenario de la confron­tación social. La guerra civil será el legado de la miseria dejando re­cuerdos en toda la sociedad, recuerdos y cicatrices que aún no se han borrado. Los regímenes autoritarios sintieron afición por torturar a sus oponentes, dejando muchas madres solteras y padres sin trabajo, hun­diéndonos de cabo a rabo bajo el peso de nuestra propia estupidez. La situación era más favorable a una intervención militar, sobre todo en la República Dominicana donde un grupo de comerciantes era capaz de manejar la economía, introduciendo conceptos ideológicos pareci­dos a épocas medievales. El dominicano aspira a esforzarse y vivir en orden con la esperanza (a menudo vana) de que un Mesías asumiese la redención de sus propósi­tos. De todos modos el más leve indicio de que los gobiernos del país cayeran en manos de los comunistas garantizaba el apoyo de los nortea­mericanos y como consecuencia no sólo se minó el sentimiento de au­toestima, sino que el vacío se produciría influiría en la voluntad domi­nicana de adherir otros valores extraños anteponiéndolos a los suyos. Si la espectacular aceleración del crecimiento poblacional que he­mos experimentado en este siglo continuase, la catástrofe sería inevi­table. La invención de la agricultura fue realmente toda una revolu­ción con consecuencias determinantes para el desarrollo posterior de la República Dominicana.


La transición a la agricultura, no obstante, no fue una invención inmediata que se propagó rápidamente. Más bien, fue un proceso evolutivo durante el cual cazadores y re­colectores se fueron dando cuenta de que por un lado los animales es­taban desapareciendo y por el otro lado era posible domesticar ciertas plantas alimenticias. De manera que la vida de los dominicanos, específicamente del campesinado, comenzó a depender cada vez más de los alimentos plantados. Llegaría la recolección y de paso los asentamientos a gran escala, produciéndose un crecimiento poblacional sin ningún tipo de ordena­miento urbano. De manera que la población aumentó, en el mismo período de la recolección con mayor intensidad que la producción provocando desde entonces los primeros niveles de desigualdad. Estos pequeños asentamientos pasaron de nómadas a sedentarios, aunque este fue un proceso lento que comenzó en pocos lugares y que desde la llegada de Cristóbal Colón a la isla, se iría expandiendo, in­cluso, hasta nuestros días. Luego en los primeros centros urbanos se inventa la vivienda, crea­da de baño y piedra y así sucesivamente. Cabe resaltar que desde nuestros orígenes fuimos depredadores y el salto de nuestra economía hacia niveles productivos deberá represen­tar el gran reto de nuestra nación. De hecho, nuestro paso desde la Edad de Piedra hasta la Edad de los metales, pinta de cuerpo entero lo difícil que nos cuesta avanzar si­quiera paulatinamente. Esto prolongaría nuestro retroceso cultural y de este sistema fue surgiendo una población sin estímulos más que vi­vir primitivamente. Este proceso sería el patrón seguido cotidiana­mente y reproducido durante siglos.


Nuestra decadencia se hizo paten­te antes, mucho antes del descubrimiento y se puede advertir en los ni­veles de vida de nuestros indígenas. Así se tendrá, que pagar un precio muy alto para avanzar, sin ningún tipo de técnicas de producción, me­dios de comunicación y sin mercados donde comprar. De manera que las luchas de las potencias europeas influenciaron a Santo Domingo y por consiguiente a la población, la cual heredaría una inestable voluntad para enfrentar los fenómenos y virtudes de nuestras limitaciones. Vale la pena advertir que sólo en los traumas de la descolonización, en la derrota a manos de los insurrectos de las colinas, los dominicanos llegaríamos a conocer la intolerancia y así estudiando nuestro pasado podríamos comprender el papel de la oligarquía, quienes desde enton­ces han sentido una tentación enorme de subyugar al pueblo, ya sea por golpes militares, evasión fiscal, corrupción administrativa y desmanes ideológicos que nos hundirían de una manera singularmente absurda. De modo que la situación era más favorable a una intervención del poder imperial sobre todo en un Estado de reciente creación, débil y diminuto donde apenas un centenar de hombres descalzos y armados con armas infuncionales podrían resultar decisivos para lograr la inde­pendencia nacional. Lo cierto es que curiosamente, esta separación (llamada irónicamente independencia) en lugar de acentuar la estabi­lidad política y económica de la nación dominicana, lleno un vacío profundo provocando estados recurrentes de caos y donde la inexpe­riencia o la incompetencia de los gobiernos era fácil que se produjera la confusión. Nuestros típicos gobernantes fueron hombres comunes del pueblo, con más arrojo que heroísmo, quienes eran aspirantes a dictadores o en el mejor de los casos, se esforzaban para no fracasar y poner en or­den la situación por lo que muy pocos duraban en el cargo. Nuestro sistema político no era una forma especial de crear estabi­lidad, sino inseguridad del entorno. Esto iría adueñándose cada vez más de los sentimientos colectivos de nuestros ciudadanos. La prácti­ca totalidad de nuestro territorio era dependiente del exterior y sus lí­deres no se fueron comprometiendo en políticas que requerían justa­mente la clase de Estado estable, eficaz y con un adecuado nivel de funcionamiento del que muy pocos disfrutaban. Estaban comprome­tidos en ser económicamente dependientes y subdesarrollados. Después de la descolonización parecía que ya no había futuro para los viejos programas de desarrollo basados en el suministro de mate­rias primas al mercado nacional dominado por los países imperialistas. En todo caso, esto había dejado de parecer factible a partir de la gran depresión.


Además, como veremos más adelante, tanto el nacionalis­mo como el antiimperialismo pedían políticas de menor dependencia respecto a los antiguos imperios y el ejemplo de la URSS constituía un modelo alternativo de "desarrollo", un ejemplo que nunca había pare­cido tan impresionante como en los años posteriores a 1945. Es por ello que los estados más ambiciosos decidieron acabar con su atraso agrícola, mediante una industrialización sistemática, bien fuese según el modelo soviético de planificación central, bien mediante la sustitu­ción de importaciones, basados ambos, aunque de forma diferente, en la intervención y el predominio del Estado. Hasta nosotros, los dominicanos, quienes éramos menos ambicio­sos, quienes soñábamos con un futuro de grandes complejos hidroe­léctricos a la sombra de presas colosales, queríamos controlar y desa­rrollar por nuestra propia cuenta nuestros recursos. Así, los gobiernos o mejor escrito, Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961) siguiendo el ejemplo de México en 1938, comenzó a nacionalizar las empresas y gestionarlas como empresas estatales. En definitiva nuestros gobiernos aún en el proceso de descolonización cultural no les importaban en absoluto depender de capitalistas a la antigua y pretendieron el marco de una economía dirigida. Seguramente el Estado de este tipo se man­tuvo viviendo a expensas de déficits constantes. Es por ello que los dominicanos que vivían en zonas alejadas y atra­sadas se dieron cuenta de la ventaja de tener estudios superiores, aun­que no pudieran compartirlos, o tal vez porque no podían obtenerlos. Así, conocimiento equivalía literalmente, a poder, algo especialmente visible en nuestro país, donde el Estado es a los ojos de los ciudadanos una máquina que absorbía sus recursos y los repartía entre los emplea­dos públicos. Tener estudios era tener un empleo, a menudo un em­pleo asegurado, como funcionario y con suerte, hacer carrera, lo que le permitía al ciudadano obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos. Un pueblo como el dominicano, que invierte en los estudios de uno de sus jóvenes esperaba recibir a cambio ingresos y protección pa­ra toda la comunidad, gracias al cargo de la administración que estos estudios aseguraban. En cualquier caso, los funcionarios que tenían éxito eran los mejores pagados en toda la población.


República Domi­nicana fue tan pobre, que los servidores públicos se enriquecieron bru­talmente. Incluso, sus habitantes perderían la capacidad del ahorro y salario real. Donde parecía que la gente pobre del campo podía bene­ficiarse de las ventajas de la educación u ofrecérselas sus hijos, el deseo de aprender era prácticamente universal y cerca del colonialismo. Es­tas ansias de conocimiento explican en gran medida la enorme migra­ción del campo a la ciudad que despobló el agro y la capacidad pro­ductiva del país a partir de los años cincuenta. Y es que la ciudad re­sulta atractiva y ante todo ofrecía oportunidades de educación, y for­mación de los hijos. La mentalidad vigente era la que en la ciudad se podía "llegar a ser alguien". La escolarización abrió perspectivas más halagüeñas, pero en nuestro atrasado país, el mero hecho de conducir un vehículo moderno y poseer una piel clara podía ser la clave de una vida mejor. Lo primero que un campesino le enseñaba a sus hijos y so­brinos era la esperanza de abrir el camino a un nuevo mundo moder­no como "la capital", ya sea conduciendo un vehículo de transporte público o por el contrarío creando un tarantín debajo de los edificios más modernos de la ciudad. Sin embargo, había sido y resultaba atrac­tivo, ya que afectaba a la tres quintas partes o más de los campesinos que vivían en la agricultura; la reforma agraria, era la consigna general de los gobiernos dominicanos, aun cuando no significó la gran cosa, desde la división y el reparto de los latifundios entre el campesinado y los jornaleros sin tierra, hasta la abolición de los regímenes de propie­dad y las servidumbres de tipo feudal desde la rebaja en los arrenda­mientos y sus reformas hasta la nacionalización y colectivización revo­lucionaria de la tierra. El agricultor dominicano apenas comenzaría a abandonar las cosechas y depredar los conucos. Es probable que jamás se hallan producido tantas reformas agrarias como en la década de los setenta, donde casi la mitad del género humano se estaba dando cuen­ta que se hacían más pobres. No obstante, a pesar de la proliferación de las declaraciones políticas, la República Dominicana tuvo demasia­das revoluciones, descolonizaciones o derrotas militares como para que hubiese una reforma agraria exitosa. Los argumentos a favor de la reforma agraria eran básicamente po­líticos, para ganar demagógicamente el apoyo del campesino de una manera ideológica y en algunas ocasiones económicamente, aunque no era mucho de lo que los reformadores "reformistas" esperaban re­cibir con el simple reparto de tierras a los campesinos tradicionales y a los peones que tenían poca o ninguna tierra. De hecho, la producción agrícola cayo drásticamente luego de los repartos, aunque la prepara­ción del campesinado mejoró.


Los argumentos favorables a los mantenimientos de un campesi­nado numeroso eran y son antieconómicos ya que en la historia del mundo moderno el gran aumento de la producción agrícola ha ido en paralelo con el declive de la media de la proporción de agriculto­res, en especial luego de la guerra civil de 1965. La reforma agraria, sin embargo, podía demostrar que el cultivo podía ser más eficiente y flexible que el latifundio practicado en tierras despojadas por mili­tares, políticos y empresarios y ciertamente cualquier intento se con­sideró una explotación que hizo que los productos llegaran más caros y con menos calidad a la población, debido pues, a los interme­diarios. Mientras la disparidad de los ingresos de los dominicanos aumentaba el desarrollo económico se estancaba. La igualdad de la productividad se asemejaba a una distribución de pobreza.


Verdaderamente la desigualdad social de la República Dominicana no puede dejar de guardar relación con la ausencia de reforma agraria en tanto esta fue­ra acogida por el campesinado, por lo menos hasta que pasó de la colectivización de las tierras a la constitución de cooperativas, como fue norma de los países comunistas. Sin embargo, lo que los modernizadores vieron en esta reforma no era lo que representaba para los campesinos a quienes no interesaban los asuntos macroeconómicos sino que veían la política nacional desde un punto de vista paralelo de los pensadores de las ciudades y cuyas demandas de tierras no se basaban en los principios generales sino en exigencias concretas. Así la reforma agraria instituida por sectores del Gobierno del doctor Joaquín Balaguer fracasó debido a que las comunidades campesinos han vivido en difícil coexistencia con las grandes haciendas ganaderas del país, a las que proporcionaran mano de obra, y la repartición de tierras fue vista simplemente como la devolución al campesino de las tierras despojadas por generales, políticos y terratenientes cuyos límites había conservado en sus recuerdos durante siglos y cuya pérdida no habían aceptado. A los campesinos dominicanos no les importaba ni el mantenimiento de las viejas empresas como unidades de producción ni los experimentos cooperativistas, ni otras prácticas agrícolas innovadoras, sino la asistencia mutua tradicional en el seno de las comunidades que distaban mucho de ser igualitarias. Después de la reforma las comunidades volvieron a "ocupar" las tierras de las haciendas convertidas en cooperativas como si nada hubiese cambiado en el conflicto entre haciendas y comunidades. Para ellos había cambiado realmente. La reforma agraria sería pues un éxito político de los Gobiernos de Joaquín Balaguer, pero sin consecuencias económicas de cara al desarrollo posterior agrícola de República Dominicana.

No ha de sorprender que un estado poscolonial como el nuestro fuera una región dependiente del viejo mundo imperial e industriali­zado. Lo que básicamente ocurría era que para otras sociedades desa­rrolladas era factible tratar con sociedades pobres en comparación con el mundo desarrollado e incluso resultaba posible reconocernos como dependientes. De manera, que se iría formando un pensamiento obtuso en mate­ria económica donde se llegó a pensar que el mercado mundial del ca­pitalismo o la libre iniciativa de la empresa privada doméstica no pro­porcionaría el desarrollo. Además, durante la guerra fría todos pensa­rían que era inevitable aliarse a los Estados Unidos o la Unión Sovié­tica. Nuestros pensadores en su mayoría no eran más que inspiradores radicales o ex-revolucionarios anticolonialistas quienes se oponían a todo vestigio de crecimiento. Todos ellos, al igual que otros regímenes decían ser socialistas a su manera. Simpatizaron con la Unión Soviética o por lo menos estaban dis­puestos a recibir su asistencia económica y militar, lo cual no resulta sorprendente ya que los Estados Unidos habían abandonado su tradi­ción anticolonialista de la noche a la mañana, después de que el mun­do quedase dividido y buscaban ostensiblemente aliados entre los ele­mentos más conservadores del tercer mundo. No obstante, la diferen­cia de los simpatizantes de los Estados Unidos en República Domini­cana era la intención de unirse antes que verse en conflictos potencia­les y en crisis políticas. Aún así buena parte de nuestro país se mantuvo alejado de conflic­tos tanto globales como regionales hasta después de la Revolución Cu­bana. Cultural y lingüísticamente nuestra población era occidental, ya que la gran masa de los habitantes pobres eran católicos. Si bien nues­tro país había heredado de sus conquistadores ibéricos una egoísta je­rarquía racial, también heredamos de los españoles, en su inmensa ma­yoría de sexo masculino una tradición de mestizaje en gran escala. Había poca gente que fuese totalmente blanca, salvo en los asentamien­tos montañosos como en Jarabacoa y Constanza y parte de la región sur del país (Baní) quienes fueron pobladas por inmigrantes europeos y con muy pocos indígenas criollos. En ambos casos el éxito y la posición social borraron las distinciones raciales y ya para 1898 en República Dominicana había como presiden­te un negro de descendencia haitiana, Ulises Heureaux.

Hasta el día de hoy nuestro país se ha mantenido al margen del círculo vicioso de polí­tica y nacionalismo étnicos que hace ola en los demás continentes. Además, la mayor parte de la sociedad reconocía ser lo que ahora se denomina una dependencia "neo colonial" de una potencia impe­rial única, los Estados Unidos. Es por ello, por esta idea, que los go­biernos dominicanos están conscientes de lo inteligente que es, estar de lado de Washington. Si no lo conocen perfectamente, al menos nuestros políticos lo interpretan instintivamente sólo viéndose en el espejo de Cuba, quien hizo su revolución y estaba dispuesta a discre­par de los norteamericanos y la OEA la expulsó. Y sin embargo, justo en el momento en que la República Dominicana y las ideologías basa­das en el apogeo y el libre mercado comenzaron a eficientizar la eco­nomía, tan pronto, como sucedió empezó a desmoronarse.

En los años setenta se hizo cada vez más evidente que un sistema en declive no podía abarcar adecuadamente a unos ciudadanos cada vez más diferentes. El sistema político sería útil para unos cuantos y nos hicieron pen­sar que el país estaba dividido entre ricos y pobres. Desde entonces nos designaron los roles que se iban incrementan­do a los ojos de todos y el destino estaba plenamente justificado. La diferencia de PNB per cápita entre los ricos y pobres pasaría de colec­tivo a individual, es decir había dos países en uno sólo. Así nuestra so­ciedad, es evidente que ha dejado de ser una entidad única. A nuestros estados pobres situados en la dependencia casi absoluta y donde el creciente peso demográfico con baja productividad econó­mica, sencillamente no nos iba tan bien, pero a pesar de todo, resulta­ría evidente que por más desventajas que existiera para convertirnos en ricos, de esa misma manera casi invariablemente estábamos tentados a tirarlo todo por la ventana. Al llegar los años ochenta nos llenaríamos de deudas. En segundo lugar, parte de nuestro país superaría su entor­no tercermundista, algunos se industrializaban particularmente y os­tensiblemente hasta unirse a ciudadanos del primer mundo, aunque continuasen mucho más pobres. Nuestras diferencias cuantitativas eran patentes. La República Do­minicana del 1970 no es la misma de hoy, sin embargo sigue siendo tan pobre como ayer. Y esa es la realidad. Así que no existe ninguna definición exacta de las justificaciones de algunos teóricos sobre el tó­pico de que hemos avanzado. De hecho, en la categoría de países en vías de desarrollo seguimos siendo una economía de servicios, dependiendo incluso de las mate­rias primas y remesas en dólares. Si estuviéramos dependiendo más allá de los límites de los países pobres nuestro sentido estricto hubiera sido la de una economía de mercado, o sea, de una sociedad capitalista. Una serie de países, emergieron o serían sumergidos en la pobreza. República Dominicana no escaparía a situarse en la cola de los países atrasados y aceptaría tácticamente el eufemismo de ser un país "en vías de desarrollo". Alguien tuvo la "delicadeza" de crear un subgrupo de países de rentas bajas en vías para clasificar a los tres millones de seres humanos cuyo PNB per cápita habría alcanzado un promedio de $330.00 dólares hasta 1989, distinguiéndolos de los quinientos millo­nes de habitantes más afortunados de países menos pobres, como la República Dominicana, Ecuador y Guatemala, cuyo PNB medio era más bajo que el de los privilegiados del tercer mundo (Brasil, México, y Malasia) con un promedio ocho veces mayor. Los aproximadamente ochocientos millones del grupo más próspe­ro disfrutaban en teoría de un PNB por persona de $18,260.00 dóla­res, es decir, cincuenta y cinco veces más que las tres quintas partes de la humanidad, incluyendo obviamente nuestro país. En la práctica, a medida que la economía mundial se fue globalizando, en serio, sobre todo tras la caída de la Unión Soviética, se fue convirtiendo en más puramente capitalización y dominada por el mundo de los negocios. Los inversionistas y empresarios descubrieron que gran parte del no poseía ningún interés económico para ellos, a menos, qui-que pudiesen sobornar a sus políticos y funcionarios, para que el proyecto de prestigio, y el dinero, nos lo sacarían del a costa de las "consideraciones de los jefes de Estado".


En nuestro país la cantidad desproporcionada de ciudadanos se encuentra en los mismos niveles de vida que países africanos. De manera, que la guerra fría nos privó de ayudas económicas. Además, con el aumento de la división entre los pobres, la globalización de la economía produjo movimientos, en especial de personas, que cruzaban las y regiones. Turistas de países ricos nos invaden como jamás habían hecho. A mediados de los años ochenta, miles de turistas procedentes de motivarían la economía con una enorme mano de obra proce­de sectores pobres siempre que las barreras políticas no lo frena-Por desgracia, en los decadentes años setenta y ochenta, los movimientos migratorios no se dirigían directamente a la capital. El número de campesinos en las grandes urbes rurales creció y se dispararía en apenas 20 años (1965-1985). La mayoría emigraba después de abandonar los conucos y las siembras, pero una parte importante venía de la frontera escapando de la miseria y se convertirían en ciudadanos cada vez más difíciles de separar de los torrentes de hombres, mujeres y niños que huían desespera­dos hacia un mundo moderno. Así que, desarraigados de su entorno y enfrentando a ciudadanos más capacitados se convertirían en virtuales refugiados en la capital sin ordenamiento urbano con excepción de algunos sectores privilegiados cuyos habitantes no fomentaban, ni permitían, la entrada ­de "inmigrantes", de otros barrios o pueblos a quienes consideraban menos. Aun cuando los teóricos no se refieran a este tópico, este rechazo podría considerarse como un nuevo síndrome social en la comunidad la xenofobia local. De manera, que el asombroso salto de la economía del mundo capitalista y su creciente globalización provo­caría la división del concepto de nación de República Dominicana, puesto que, el concepto de tercer mundo sería asimilado por aquellos que se situaron conscientemente en la práctica totalidad de los habi­tantes pobres del país y quienes viven en la actualidad en el mundo moderno. En realidad, muchos de los movimientos tradicionales y nominalmente conservadores ganarían terreno en un país con mentalidad oli­gárquica del tercer mundo, sobre todo, pero no exclusivamente, en la clase baja, que son masas irredentas que se resisten o los han empuja­do contra la modernidad y a los cuales se les ha aplicado esta vaga de­nominación. La gente sabe ahora que forma parte de un mundo que no era como el de nuestros abuelos. Los alimentos nos llegaban por autobús a través de avenidas polvorientas, en forma de radio de pilas, quizás, hasta a los analfabetos, en su propia lengua, o dialecto, no es­critos, aunque suele ser un privilegio de las comunidades campesinas. Pero en un país donde la gente de campo emigra a Santo Domin­go por millones, e incluso en ciudades como Santiago y Puerto Plata donde las poblaciones urbanas superiores a un tercio eran habituales, casi todos habían trabajado en la capital o tienen un pariente que vive allí. Desde entonces, pueblo y ciudad están unidos. Hasta los campos y regiones más despobladas, quienes viven en chozas sin electricidad, ni agua potable, se pueden observar botellas de Coca Cola vacías y productos de consumo nacional a gran escala, e incluso relojes de mar­ca donde además se comercializan. Los gobiernos dominicanos tuvieron menos éxito y probablemen­te subestimaron las limitaciones de nuestro atraso, falta de técnicos, administradores y cuadros económicos cualificados y con experiencia, analfabetismo, desconocimiento y desconfianza hacia los programas de modernización económica, sobre todo cuando nuestros presidentes sin excepción, se imponían objetivos difíciles de cumplir. El resultado fue un desastre que empeoró todavía más con el hundimiento del pre­cio del azúcar en los años setenta. Para 1976 los grandes proyectos ha­bían fracasado, la industria de nuestro pequeño país solo se podía proteger detrás de altísimos aranceles, controles de precios y permisos de importación, lo cual provocó el florecimiento de economía sumergida y de una corrupción general que se ha convertido en inerradicable. Tres cuartas partes de todos los asalariados eran empleados públicos, mientras la agricultura de subsistencia quedó abandonada. Tras el derrocamiento de Juan Bosch mediante el consabido Golpe Militar (1963) el país prosiguió su desilusionada andanza entre una se­rie de gobiernos en ocasiones civiles, aunque generalmente de milita­res desilusionados. El funesto balance de nuestro país, no debería in­ducirnos a subestimar los importantes logros décadas después en el afianzamiento de una democracia "maquillada". Así pues, el desarrollo económico fue decepcionante y dependía de las condiciones de los errores humanos y del sistema imperialista norteamericano. Nuestro "desarrollo", dirigido o no por el estado, no resulta del in­terés inmediato para la gran mayoría de los dominicanos que vivía del cultivo de sus propios alimentos, pues, nuestras fuentes de ingresos principales eran una o dos cultivos de importación, café, plátanos o ca­cao, productos que suelen concentrarse en áreas muy determinadas. Así pues, emularíamos a los chinos pobres de la parte Sur y a los indi­gentes africanos, quienes continuaban viviendo de la agricultura. De manera que la visión occidental del campesino dominicano, es­taba apenas iniciando una copia en calco de las migraciones en todo el continente del área rural a las urbes, volcando sobre nuestras ciudades olas de desempleo y que apenas dos décadas cambiarían la estructura de Santo Domingo y Santiago. En algunas regiones fértiles y con una densidad poblacional no excesiva, como buena parte del Cibao, la Ro­mana y Baní la mayoría de las gentes se las había ingeniado para man­tener un nivel de vida adecuado. La mayoría de las ciudades con baja densidad y empleo aún precario, no necesitaba del Estado dominica­no por general demasiado débil, y los habitantes de esta zona prescin­dieron de los políticos y el poder, refugiándose en la autosuficiencia de la vida rural. Cuidadosamente, pocos países en procesos revolucionarios inicia­ron la era de la independencia con mayores ventajas que los dominicanos, aunque nosotros muy pronto desperdiciaremos la capacidad geopolítica del entorno. La mayoría de nuestros campesinos era mu­cho más pobre que los del resto del continente, y para colmo, estaba mucho peor alimentado, y la presión demográfica sobre una cantidad limitada de tierra, era más grave para la economía que nunca antes. No obstante, nuestros gobiernos entendieron conjuntamente con sus habitantes que la mayor de sus problemas no era mezclarse con los que decían que el desarrollo económico les proporcionaba las riquezas y prosperidad sin ningún tipo de bulto, sino mantenerles pobres. La experiencia de décadas, tanto colectiva como individual era que nuestros antepasados nos inculcaron que nada bueno provenía de lo extraño. Generaciones de planificadores hicieron cálculos donde nos pretendieron asimilar que era mejor minimizar los riesgos antes que maximizar los beneficios. Esto nos mantendría al margen de la Revo­lución Económica Global, que solo llegaría hasta los más asimilados en forma de camiones viejos, sandalias de goma y despachos llenos de papeles, sino que además esta revolución, tendió a dividir a la pobla­ción de estas zonas entre los que actuaban dentro o a través del mun­do de la escritura y de los despachos de los demás.

En la mayor parte del tercer mundo dominicano y rural la distin­ción básica era entre la costa y el interior, o entre la ciudad y los pue­blos. El problema radicaba en como los ciudadanos y el gobierno mar­chaban juntos hacia la modernidad en un país lleno de cultos y anal­fabetos, modernidad y primitivismo y un montón de estereotipos fo­ráneos. Nuestras asambleas legislativas en un principio representaban a comerciantes que defendían con sumo celo los intereses del capital de la familia en lugar de la soberanía dominicana o los intereses pa­trios. Apenas, habían Licenciados, incluyendo pocos doctores, si es que existieron y muy pocos habían cursado estudios secundarios o su­periores. Por aquella época nuestro territorio poseía una población analfabeta, mas aún, toda persona que deseaba ejercer alguna actividad dentro del centro del gobierno "nacional" en un estado pobre y asimi­lado como el nuestro, tenia que saber leer y escribir, no por obligación, sino por la carencia de este elemental principio básico del ser humano. Pocos hablaban ingles, francés y esto se convertía en un privilegio del que muy pocos disfrutaban. Podrían tentarles a vender sus excedentes antes que comérselos y bebérselos en los pueblos. Este hecho sería la soga que acabaría estrangulando la democracia. Cuarenta años después, circunstancias similares pone en juego el Esta­do de Derecho en nuestro país, desestabilizando la productividad. Hoy, aún cuando no es nuestra intención analizar el proceso actual, los obreros deben estar preguntándose por qué deben aumentar su salario real si de todas maneras la economía dominicana no les produce artí­culos de consumo para comprar con esos aumentos salariales. Este sencillo dato ilustra la posible desintegración de la democracia domi­nicana. Pero ¿Cómo podían producirse esos artículos de consumo a menos que los trabajadores criollos aumentasen la productividad? Por consiguiente, no resulta muy probable que nuestra democracia logre un crecimiento económico equilibrado, basado en una economía agrícola de mercado dirigida desde arriba por el Estado. Para unos re­gímenes comprometidos con el clientelísmo, en todo caso, los argu­mentos en contra son contundentes. Las escasas fuerzas dedicadas a la construcción de la sociedad quedaron a merced de la producción de mercancías en pequeña escala y de la pequeña empresa, que acabaron regresando al capitalismo, que la revolución acababa de "derrocar", y sin embargo, lo que hizo vacilar a los partidos políticos tradicionales era el costo previsible de la alternativa. De manera que la industriali­zación forzosa implicaba una segunda revolución, pero esta vez no des­de abajo, sino impuesto por el poder del Estado desde arriba. Balaguer, quien presidió la era del "boato" y la lisonja, fue una au­tócrata feroz, con aptitud hacia la manipulación excepcional o, a decir de muchos, únicas. Pocos hombres han sumido la personalidad domi­nicana en tal escala. No cabe dudas de que bajo su liderazgo de algu­na manera los sufrimientos del pueblo dominicano aumentaron. No obstante, cualquier político de modernización acelerada de Santo Do­mingo, en las circunstancias de la época, había resultado correcta, aún despiadada con sus opositores ideológicos, imponiendo en contra de la mayoría de la población, a la que condenaba a grandes sacrificios, impuestos en buena medida por la coacción. En cualquier esquina de la capital podemos observar a ciudadanos dominicanos pobres vendiendo con el mismo nivel de habilidad de ciudadanos del primer mundo. La capital se ha convertido en el espe­jo del cambio aunque la verdad es que los capitaleños no son moder­nos por definición, es decir, son atrasados. Aún así, la idea de un jo­ven estudiante de uno de los barrios de la ciudad con niveles de marginalidad es inscribirse en una universidad privada, debido a que, sus padres o al menos el instinto, les dice que donde hay roce social hay progreso. Por más que los pobres dominicanos utilizasen las herramientas de la sociedad tradicional moderna para construir su propia existencia ur­bana, creando y habitando nuevos barrios "pujantes" en la capital y Santiago resulta demasiado, para, lo que, habían de superar y los há­bitos propios de los inmigrantes de los campos entran en conflicto con los tradicionales. Por eso un cibaeño confrontará a un capitaleño y vi­ceversa. Los estilos de vida son diferentes y las costumbres del hombre de la ciudad con mayores perspectivas, es natural, al rechazo regional. En ninguna otra faceta resultaba todo ello más visible en el com­portamiento de las jóvenes adolescentes de cuya ruptura con las tradi­ciones de sus abuelos comentan con nostalgia sus madres. La idea de la modernidad en nuestro país pasó de la ciudad al campo, incluso donde todavía hoy, se vive del cultivo, de variedades de cereales dise­ñados científicamente y que apenas hoy se comienza difundir, aún cuando tarde, a través del cultivo de exportación de frutas y vegetales para los mercados mundiales, gracias al transporte por vía aérea de productos perecederos y a las nuevas modas entre consumidores del mundo desarrollado.

Los dominicanos no deben subestimar las consecuencias de estos cambios en el mundo rural. En ninguna otra parte, el choque ha sido tan frontalmente brusco como en los campos agrícolas y ganaderos, donde los hombres abandonan los cultivos y las mujeres se convierten en mercado. Además, uno de los caos más llamativos es el aumento del consumo de drogas narcóticas en la población rural. Ni hablar de los críos, quienes hoy como moda consumen cocaína. La globalización ha desvirtuado el mercado y nos golpea despiadadamente colisionando, incluso, las estructuras más débiles de nuestra nación a través del turismo, la niñez. Además, llegaría la proliferación de cultivos de marihuana. ¿Cómo puede un agricultor de yuca y batata competir con un cultivo de marihuana? El modo de vida de la población rural, ha comenzado a desarticularse. Es inestable, fruto de la pobreza casi clonada y donde los bares y burdeles.


El campo dominicano se ha transformado, pero esto ha dependido de la civilización urbana y las industrias, pues nuestra economía depende a menudo de las remesas de los inmigrantes como los denomi­naos peyorativamente "York dominicans" y en el mejor de los casos “dominicanos ausentes" a quienes le debemos todavía hoy, que somos al menos una nación. Paradójicamente en República Dominicana al igual que los Estados Unidos, la ciudad puede convertirse en la salvación de la economía rural que de no ser por el impacto de aquella, podría haber quedado abandonada por unos ciudadanos que habían aprendido de la experiencia de la emigración, propia de nuestros campesinos, donde hombres mujeres no tienen alternativas. Los dominicanos han descubierto que no es inevitable que tuvieran que trabajar como esclavos toda sembrando en la tierra, defecando en letrinas, y sudando la gota gorda, sin ninguna fortuna como lo hicieron sus antepasados. Numerosas poblaciones rurales de todo el país, en las impresionantes montañas dominicanas, desdeñan la agricultura y la hermosura de sus paisajes y han abandonado sus lugares de origen a partir de que se cuenta que en la capital hay un mundo mejor. Olvidaron sus raíces, sus tradiciones y prefirieron poner un puesto de frutas que cultivar, aún cuando en sus mentes poseían un carácter agrícola. y saben que con el paso del tiempo a través de los ingresos procedentes de sus puestos de ventas tendrán otra procedencia social.


1 comentario:

Edward Luis Paez Ventura dijo...

Yo he pensado,en cierta medida,comparando mi situación con mi primo en la capital,que talvez yo(del cibao) podría tener un bonito carro deportivo como El,o llegar a tener,aunque yo sea un artísta plástico o un casi estudiante graduado de psicología a la aventura,sin tener una ayuda,a enriquecerme mas,tanto cultural como economicamente.Es dificíl en todos los aspectos pero estimulánte y temeroso a la vez.