
CAPITULO VI
Juan Carlos Espinal, torrentoso, descarga en este ensayo la mayoría de los elementos que contribuyen a la continuidad de la República Dominicana como una ficción; la que, como una criatura a medio nacer, el trauma de su parto, obstruido por la suma de hechos y manipulaciones conspirativas, hurdidas contra su soberanía, los que él cita y reconocemos los rápidos que ocurren en cortos tiempos con una relación y análisis del entretejido que ha hecho los nudos que nuestra dependencia nos amarran al tipo de desarrollo asignado por las metrópolis a sus colonias anexadas y a las naciones traicionadas por los detentadores del poder. Léalo más de una vez, despierto ante sus alertas implícitas.
Diómedes Mercedes
Combatiente, Patriota, Revolucionario
Santo Domingo, Septiembre 18, Año 2007
Capítulo VI
LA ERA DEL SUICIDIO
Con respecto al siglo 20, se puede argumentar que "al contrario de lo que postula el modelo clásico, el libre comercio coincide con y probablemente es la causa principal de la depresión, y el proteccionismo es probablemente la causa principal de desarrollo para la mayor parte de los países actualmente desarrollados. Y en cuanto a los milagros económicos del siglo 20 , éstos no se alcanzaron con el laissez-faire, sino contra él.
Es probable, por tanto, que la moda de la liberación económica y que dominó la década de los ochenta y que alcanzó la cumbre de la complacencia ideológica tras el colapso del sistema soviético no dure mucho tiempo político. La combinación de la crisis mundial de comienzos de los años noventa, y del espectacular fracaso de las políticas liberales cuando se aplicaron hicieron que sus partidarios revisasen su antiguo entusiasmo.
¿Quién hubiera podido pensar que en 1993 algunos asesores económicos exclamarían, después de todo, quizás Marx tenía razón? Sin embargo, el retorno al realismo tiene que superar dos obstáculos. El primero, que el sistema no tiene ninguna amenaza política creíble, como en su momento parecían ser el comunismo y la existencia de la Unión Soviética o, de un modo distinto, la conquista nazi de Alemania. Estas amenazas, como este libro ha intentado demostrar, proporcionaron al capitalismo, el incentivo para reformarse. El hundimiento de la Unión Soviética, el declive y la fragmentación de la clase obrera y de sus movimientos, la insignificancia militar del tercer mundo en el terreno de la guerra convencional, así como la reducción de los países desarrollados de los verdaderamente pobres a una "subclase" minoritaria, fueron en su conjunto causa de que disminuyese el incentivo para la reforma.
Con todo, el auge de los movimientos ultraderechistas y el irrespetado aumento del apoyo a los herederos del antiguo régimen en los países antiguamente comunistas fueron señales de advertencia, y a principios de los años noventa, eran vistas como tales. El segundo obstáculo era el mismo proceso de globalización, reforzado por el desmantelamiento de los mecanismos nacionales para proteger a las víctimas de la economía de libre mercado global frente a los costos sociales de lo que orgullosamente se describía como el sistema de creación de riqueza que todo el mundo considera como el más efectivo que la humanidad ha imaginado.
Porque, como el mismo editorial del Financial Times (24-XII-1993) llegó a admitir: Sigue siendo, sin embargo, una fuerza imperfecta. Casi dos tercios de la población mundial ha obtenido muy poco o ningún beneficio de este rápido crecimiento económico. En el mundo desarrollado, el cuartil más bajo de los asalariados ha experimentado más bien un aumento que un descenso.
A medida que se aproxima el milenio, se vio cada vez más claro que la tarea principal de la época no era la de recrearse contemplando el cadáver del comunismo soviético, sino más bien la de reconsiderar los efectos intrínsecos del capitalismo. ¿Qué cambios en el sistema mundial serían necesarios para eliminar estos defectos? ¿Seguiría siendo el mismo sistema después de haberlos eliminado?
La reacción inmediata de los comentaristas de televisión ante el hundimiento del sistema político fue que ratificaba el triunfo permanente del capitalismo y de la democracia liberal, dos conceptos que los observadores menos refinados acostumbran a confundir. Aunque a fines del siglo 20, no podía decirse que el capitalismo estuviera en su mejor momento, el sistema político al estilo populista estaba definitivamente muerto y con muy pocas probabilidades de revivir.
Por otra parte, a principios de los noventa ningún observador serio podía sentirse tan optimista respecto de la democracia liberal como del capitalismo. Lo máximo que podía predecirse con alguna confianza (exceptuando tal vez los regímenes fundamentalistas más inspirados por la divinidad) era que prácticamente todos los gobiernos continuarían declarando su profundo compromiso con la democracia, organizando algún tipo de elecciones, manifestando cierta tolerancia hacia la oposición nacional, y dando un matiz de significado propio a este término.
La característica más destacada de la situación política era la inestabilidad. En la mayoría de ellos, las posibilidades de supervivencia del régimen existente en los próximos diez o quince años no eran, según los cálculos más optimistas, demasiado buenas. E incluso, en provincias con sistema de gobierno relativamente estables como La Romana o Moca, su existencia como regiones unificadas podía ser insegura en el futuro, como lo era la naturaleza de los regímenes que pudieran suceder a las actuales. En definitiva, la política no es un buen campo para la futurología.
Sin embargo, algunas características del panorama político global permanecieron inalterables. Como ya hemos señalado, la primera de estas características era el debilitamiento del Estado-nación, la institución política central desde la era de las revoluciones, tanto en virtud de su monopolio del poder público y de la ley, como porque constituía el campo de acción política más adecuado para muchos fines. El Estado-nación fue erosionado en dos sentidos, desde arriba y desde abajo.
Por una parte, perdió poder y atributos al transferirlos a diversas entidades supranacionales, y también los perdió, absolutamente, en la medida en que la desintegración de grandes estados e imperios produjo una multiplicidad de pequeños estados, demasiados débiles para defenderse en una era de anarquía internacional. También, como hemos visto, estaba perdiendo el monopolio de la fuerza y de sus privilegios históricos dentro del marco de sus fronteras, como lo demuestran el auge de los servicios de seguridad y protección privados y el de las empresas privadas de mensajería que compiten con los servicios postales del país, que hasta el momento eran controlados en todas partes por un ministerio.
Estos cambios no hicieron al estado innecesario ni ineficaz. En algunos aspectos, su capacidad de supervisar y controlar los asuntos de sus ciudadanos se vio reforzada por la tecnología, ya que prácticamente todas las transacciones financieras y administrativas (exceptuando los pequeños pagos al contado) quedaban registrados en la memoria de algún ordenador; y todas las comunicaciones (excepto las conversaciones cara a cara en un espacio abierto) podían ser intervenidas y grabadas.
Sin embargo, su situación había cambiado. Desde el siglo 18 hasta la segunda mitad del siglo 20 , el estado-nación había extendido su alcance, sus poderes y funciones casi ininterrumpidamente. Este era un aspecto esencial de la "modernización". Tanto si los gobiernos eran liberales, como conservadores o socialdemócratas, en el momento de su apogeo, los parámetros de las vidas de los ciudadanos en las ciudades "modernas" estaban casi exclusivamente determinados (excepto en las épocas de conflictos) por las acciones o inacciones de este estado. Incluso, el impacto de fuerzas globales, como las depresiones de la economía, llegaban al ciudadano filtradas por la política y las instituciones de su estado.
A finales de siglo, el estado-nación estaba a la defensiva contra una economía mundial que no podía controlar; contra las instituciones que construyó para remediar su propia debilidad, como la Policía Nacional creada contra su aparente incapacidad financiera para mantener los servicios a sus ciudadanos que había puesto en marcha confiadamente algunas décadas atrás; contra su incapacidad real para mantener la que, según su propio criterio, era su función principal: la conservación de la ley y el orden público. El propio hecho de que, durante la época de su apogeo, el estado asumiese y centralizase tantas funciones, y se fijase unas metas tan ambiciosas en materia de control y orden público, hacía su incapacidad para sostenerla doblemente dolorosa. Y sin embargo, el Estado, o cualquier otra forma de autoridad pública que representase el interés público, resultaba ahora más indispensable que nunca, si habían de remediarse las injusticias sociales y ambientales causadas por la economía de mercado, o incluso como mostró la reforma del capitalismo en los años cuarenta, si el sistema económico tenía que operar a plena satisfacción.
Si el estado no realiza cierta asignación y redistribución de la renta nacional ¿Qué sucederá, por ejemplo, con las poblaciones cuya economía se fundamenta en una base relativamente menguante de asalariados, atrapada entre el creciente número de personas marginadas por la economía de alta tecnología, y el creciente porcentaje de viejos sin ningún ingreso?
Pero éstos no podían existir sin el estado. Supongamos sin que este sea un ejemplo fantástico que persisten las actuales tendencias, y que se llega a unas economías en que un cuarto de la población tiene un trabajo remunerado y los tres cuartos restantes no, pero que al cabo de veinte años esta economía produce una renta nacional per cápita dos veces mayor que antes. ¿Quién de no ser la autoridad pública, podría y querría asegurar un mínimo de renta y de bienestar para todo el mundo, contrarrestando la tendencia hacia la desigualdad tan visible en las décadas de crisis?
A juzgar por la experiencia de los años setenta y ochenta, ese alguien no sería el mercado. Si estas décadas demostraron algo, fue que el principal problema del sistema, y por supuesto de los ricos, no era como multiplicar la riqueza, sino cómo distribuirla en beneficio de sus habitantes. Esto fue así, incluso en los países pobres "en desarrollo", que necesitaban un mayor crecimiento económico.
La distribución social y no el crecimiento es lo que denominará las políticas de los gobiernos. Para detener la inminente crisis ecológica es imprescindible que el mercado no se ocupe de asignar los recursos o, al menos, que se limiten tajantemente las asignaciones del mercado. De una manera o de otra, el destino de la sociedad dominicana en el nuevo milenio dependerá de la restauración de las autoridades públicas. Esto nos plantea un doble problema. ¿Cuáles serían la naturaleza y las competencias de las autoridades que tomen las decisiones supranacionales, nacionales, subnacionales, y globales, solas o conjuntamente? ¿Cuál sería su relación con la gente a que estas decisiones se refieren?
El primero es, en cierto sentido, una cuestión técnica, puesto que las autoridades ya existen y, en principio aunque no en la práctica, existen también modelos de la relación entre ellas.
La Unión Europea ofrece mucho material digno de tenerse en cuenta, más cuando cada propuesta específica para dividir el trabajo entre las autoridades globales, supranacionales, nacionales y subnacionales, puede provocar amargos resentimientos en alguna de ellas.
Sin duda las autoridades locales existentes estaban muy especializadas en sus funciones, aunque intentaban extender su ámbito mediante la imposición de directrices políticas y económicas a los ciudadanos que necesitaban pedir créditos.
La Unión Europea era un caso único, y dado que era el resultado de una coyuntura histórica específica y probablemente irrepetible, es probable que siga sola en su género, a menos que se construya algo similar a partir de los fragmentos de la antigua Unión Soviética. No se puede predecir la velocidad a que avanzará la toma de decisiones de ámbito internacional; sin embargo, es seguro que avanzará y se puede ver cómo operará.
De hecho, ya funciona a través de los gestores bancarios locales a través de las grandes agencias internacionales de crédito; las cuales representan el conjunto de los recursos de la oligarquía del país, que también incluyen a los más poderosos. A medida que aumentaba el abismo entre los ricos y los pobres, parecía aumentar a su vez el campo sobre el que ejercer este poder. El problema era que, desde principio de los setenta, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, se han establecido con el respaldo político de los Estados Unidos.
Siguieron una política que favorecía sistemáticamente la ortodoxia del libre mercado, de la empresa privada y del comercio libre mundial, lo cual convenía a la economía estadounidense de fines del siglo 20 como había convenido a la británica de mediados del 19, pero no necesariamente al mundo en general. Si la toma de decisiones debe realizar todo su potencial, estas políticas deberían modificarse, pero no parece que esta sea una perspectiva inmediata.
El segundo problema no era técnico en absoluto. Surgió del dilema de una clase dirigente comprometida, al final del siglo, con un tipo concreto de democracia política, pero que también tenía que hacer frente a problemas de gestión pública, para cuya solución no tenía importancia alguna la elección de presidentes y de asambleas pluripartidistas, aún cuando tampoco complicase las soluciones.
Era el dilema de una época en que el gobierno podía, debía, decían algunos ser gobierno "del pueblo" y "para el pueblo", pero que en ningún sentido operativo podía ser un gobierno "por el pueblo", ni siquiera por asambleas representativas elegidas entre quienes competían por el voto.
El dilema no era nuevo. Las dificultades de las políticas democráticas eran familiares a los científicos sociales y a los escritores satíricos desde que el sufragio universal dejó de ser una peculiaridad.
Ahora los apuros por los que pasaba la democracia eran más acusadas porque, por una parte, ya no era posible prescindir de la opinión pública, pulsada mediante encuestas y magnificada por los medios de comunicación; mientras que, por otra, las autoridades tenían que tomar muchas decisiones para las que la opinión pública no servía de guía.
Muchas veces podía tratarse de decisiones que la mayoría del electorado habría rechazado, puesto que a cada votante le desagradaban los efectos que podían tener para sus asuntos personales, aún cuando creyese que eran deseables en términos al interés general. Así, a fines de siglo, los políticos llegaron a la conclusión de que cualquier propuesta para aumentar los impuestos equivalía a un suicidio electoral. Las elecciones se convirtieron entonces en concursos de perjurio fiscal.
Al mismo tiempo, los votantes y los parlamentos se encontraban constantemente ante la disyuntiva de tomar decisiones, como el futuro de la energía, sobre las cuales los no expertos (es decir, la amplia mayoría de los electores y elegidos) no tenían una opinión clara porque carecían de la formación suficiente para ello. Hubo momentos, en que la ciudadanía estaba tan identificada con los objetivos de un gobierno que gozaba de legitimidad y de confianza pública, que el interés común prevaleció. Hubo también otras situaciones que hicieron posible un consenso básico entre los principales rivales políticos, dejando a los gobiernos las manos libres para seguir objetivos políticos sobre los cuales no había ningún desacuerdo importante.
En muchas ocasiones, los gobiernos fueron capaces de confiar en el buen juicio consensuado de sus asesores técnicos y científicos, indispensable para unos administradores que no eran expertos. Cuando hablaban al unísono, o cuando el consenso sobrepasaba la disidencia, la controversia política disminuía. Cuando esto no sucedía, quienes debían tomar decisiones navegaban en la oscuridad, como jurados ante dos psicólogos rivales, que apoyan respectivamente a la acusación y a la defensa, y ninguno de los cuales se merece confianza. Pero, como hemos visto, las décadas de crisis erosionaron el consenso político y las verdades generalmente aceptadas en cuestiones intelectuales, especialmente en aquellos campos que tenían que ver con la política. En los años noventa era raro que los políticos y empresarios no estaban divididos y que se sentían firmemente identificados con sus gobiernos (o al revés). Había aún, ciertamente, ciudadanos que aceptaban la idea de un estado fuerte, activo y socialmente responsable que merecía cierta libertad de acción, porque ésta se utilizaba para el bienestar común. Pero, lamentablemente, los gobiernos respondían pocas veces a este ideal.
Entre los choferes de transporte público el gobierno como tal, estaba bajo sospecha; se encuentran aquellos modelados a imagen y semejanza del anarquismo individualista, mitigado por los pleitos y la política de subsidios locales y los mucho más numerosos en que el estado era tan débil o tan corrompido que sus ciudadanos no esperaban que produjese ningún bien público. Este era el caso de muchos sindicalistas, pero, como se pudo ver a finales de los ochenta no era un fenómeno desconocido en el primero. Así, quienes menos problemas tenían a la hora de tomar decisiones eran los que podían eludir la política democrática: las corporaciones privadas, las autoridades supranacionales y, naturalmente, los regímenes antidemocráticos.
En el sistema democrático, la toma de decisiones difícilmente podía sustraerse a los políticos, aunque en el Banco Central estaba fuera del alcance de éstos, y la opinión convencional deseaba que este ejemplo se siguiese en todas partes. Sin embargo, cada vez más, los gobiernos hacían lo posible por eludir al electorado y a sus asambleas de representantes, o cuando menos, tomaban primero las decisiones y ponían después a aquellos ante la perspectiva de revocar un 'mal menor', confiando en la volatilidad, las divisiones y la incapacidad de reacción de la opinión pública.
La política se convirtió cada vez más en un ejercicio de evasión, ya que los políticos se cuidaban mucho de decir aquello que los votantes no querían oír. Después de la Guerra Fría, no resultó tan fácil ocultar las acciones inconfesables tras el telón de acero de la "seguridad nacional". Pero es casi seguro que esta estrategia de evasión seguirá ganando terreno. Incluso, en las instituciones democráticas cada vez más, y más organismos de toma de decisiones se van sustrayendo del control electoral, excepto en el sentido indirecto de que los gobiernos que nombran esos organismos fueron elegidos en algún momento.
Los gobiernos centralistas, en los años ochenta y principios de los noventa, se sentían particularmente inclinados a multiplicar estas autoridades Ad hoc a las que se conocía con el sobrenombre de 'botellas' que no tenían que responder ante ningún electorado. Incluso, los gobiernos que no tenían una división de poderes efectiva, consideraban que esta degradación tácita de la democracia era conveniente.
En países como los Estados Unidos resultaba indispensable, ya que el conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo hacía a veces poco menos que imposible tomar decisiones en circunstancias normales, por lo menos en público.
Al final del siglo, un gran número de ciudadanos abandonó la preocupación por la política, dejando los asuntos de estado en manos de los miembros de la "clase política", que se leían los discursos y los editoriales los unos a los otros: un grupo de interés particular compuesto por políticos profesionales, periodistas, miembros de grupos de presión y otros, cuyas actividades ocupaban el último lugar de credibilidad en las encuestas sociológicas.
Para mucha gente, el proceso político era algo irrelevante, o que, sencillamente, podía afectar favorable o desfavorablemente a sus vidas personales. Por una parte, la riqueza, la privatización de la vida y de los espectáculos y el egoísmo consumista, hizo que la política fuese menos importante y atractiva. Por otra parte, muchos que pensaban que iban a sacar poco de las elecciones les volvieron la espalda. Entre 1960 y 1988, la proporción de trabajadores industriales que votaba en las elecciones presidenciales disminuyó en una tercera parte (Demos, 2001). La decadencia de los partidos de masas organizados, de clase o ideológicos o ambas cosas, eliminó el principal mecanismo social para convertir a hombres y mujeres en ciudadanos políticamente activos. Para la mayoría de la gente resultaba más fácil experimentar un sentido de identificación colectiva con su país a través de los deportes, sus equipos nacionales y otros símbolos no políticos, que a través de las instituciones del estado.
Aquí se podría suponer que la despolitización dejaría a las autoridades más libres para tomar decisiones. Sin embargo, tuvo el efecto contrario. Las minorías que hacían campaña, en ocasiones, por cuestiones específicas de interés público, pero con más frecuencia por intereses sectoriales, podían interferir en la plácida acción del gobierno con la misma eficacia o incluso más que los partidos políticos, ya que, a diferencia de ellos, cada grupo podía concentrar su energía en la consecución de un único objetivo. Además, la tendencia sistemática de los gobiernos a esquivar el proceso electoral exageró la función política de los medios de comunicación de masas, que cada día llegaban a todos los hogares y que demostraban ser, con mucho, el principal vehículo de comunicación de la esfera pública a la privada. Su capacidad de descubrir y publicar lo que las autoridades hubiesen preferido ocultar, y de expresar sentimientos públicos que ya no se articulaban o no se podían articular a través de los mecanismos formales de la democracia, hizo que los medios de comunicación se convirtieran en actores principales de la escena pública. Los políticos los usaban y los tenían a la vez. El progreso técnico hizo que cada vez fueron más difícil controlarlos, y la decadencia del poder del estado hizo difícil monopolizarlos en los no autoritarios.
A medida que acababa el siglo resultó cada vez más evidente que la importancia de los medios de comunicación en el proceso electoral, era superior incluso a la de los partidos y a la del sistema electoral, y es probable que lo siga siendo, a menos que la política deje de ser democrática. Sin embargo, aunque los medios de comunicación tengan un enorme poder para contrarrestar el secretismo del gobierno, ello no implica que sean, en modo alguno, un medio de gobierno democrático. (Véase Concentración de Medios)
Ni los medios de comunicación, ni las asambleas elegidas por sufragio universal, ni "el pueblo" mismo pueden actuar como un gobierno en ningún sentido realista del término. Por otra parte, el gobierno, o cualquier forma análoga de toma de decisiones públicas, no podría seguir gobernando contra el pueblo o sin el pueblo, de la misma manera que "el pueblo" no podría vivir contra el gobierno o sin él. Para bien o para mal, en el siglo 20 , la gente corriente entró en la historia por su propio derecho colectivo.
Todos los regímenes, excepto las teocracias, derivan ahora su autoridad del pueblo, incluso aquellos que aterrorizan y matan a sus ciudadanos. El mismo concepto de lo que una vez se dio a llamar "totalitarismo" populista, pues aunque no importaba lo que "el pueblo" pensase de quienes gobernaban en su nombre, ¿por qué se preocupaban para hacerle pensar lo que sus gobernantes creían conveniente?
Los gobiernos que derivaban su autoridad de la incuestionable obediencia a alguna divinidad, a la tradición, o a la deferencia de los que estaban en el segmento alto, estaban en vías de desaparecer, incluso, el "fundamentalismo islámico”, el retoño más floreciente de la teocracia, avanzó no por la voluntad de Alá, sino porque la gente corriente se movilizó contra unos gobiernos impopulares. Tanto si "el pueblo" tenía derecho a elegir su gobierno como si no, sus intervenciones, activas o pasivas, en los asuntos públicos fueron decisivos.
Por el hecho mismo de haber presentado multitud de ejemplos de regímenes despiadados y de otros que intentaron imponer por la fuerza el poder de las minorías sobre la mayoría. El siglo 20 demostró los límites del poder meramente coercitivo, incluso los gobernantes más inmisericordes y brutales eran conscientes de que el poder ilimitado no podía suplantar por sí solo los activos y los requisitos de la autoridad: un sentimiento público de la legitimidad del régimen, un cierto grado de apoyo popular activo, la capacidad de dividir y gobernar y, especialmente en épocas de crisis, la obediencia voluntaria de los ciudadanos. Cuando, esta obediencia les fue retirada a los regímenes, éstos tuvieron que abdicar, aunque contasen con el pleno apoyo de sus funcionarios civiles, de sus fuerzas armadas y de sus servicios de seguridad.
En resumen, y contra lo que pudiera parecer, el siglo 20 mostró que se puede gobernar contra el pueblo por algún tiempo, y contra una parte del pueblo todo el tiempo, pero no contra todo el pueblo todo el tiempo. Es verdad que esto no puede servir de consuelo para las minorías permanentemente oprimidas o para los pueblos que han sufrido, durante una generación o más, una opresión prácticamente universal.
Sin embargo, todo esto no responde a la pregunta de cómo debería ser la relación entre quienes toman las decisiones y sus pueblos. Pone simplemente de manifiesto la dificultad de la respuesta. Las políticas de las autoridades deberían tomar en cuenta que el pueblo, o al menos la mayoría de los ciudadanos, quiere o rechaza, aún en el caso de que su propósito no sea el de reflejar los deseos del pueblo. Al mismo tiempo, no pueden gobernar basándose simplemente en las consultas populares.
Por otra parte, las decisiones impopulares se pueden imponer con mayor facilidad a los grupos de poder que a las masas. Es bastante más fácil imponer normas obligatorias sobre las emisiones de gases a unos cuantos fabricantes de automóviles que persuadir a millones de motoristas para que reduzcan a la mitad su consumo de carburante. Todos los gobiernos descubrieron que el resultado de dejar el futuro al arbitrio del voto popular era desfavorable o, en el mejor de los casos, impredecible.
Todo observador serio sabe que muchas de las decisiones políticas que deberán tomarse a principios del siglo 21 serán probablemente impopulares. Quizás otra época relajante de prosperidad y mejora, suavizaría la actitud de los ciudadanos, pero no es previsible que se produzcan un retorno a los años sesenta ni la relajación de las inseguridades y tensiones sociales y culturales propias de las décadas de crisis.
Si, como es probable, el sufragio universal sigue siendo la regla general, parecen existir dos opciones principales. En los casos donde la toma de decisiones sigue siendo competencia política, se soslayará cada vez más el proceso electoral o, mejor dicho, el control constante del gobierno inseparable de él. Las autoridades que habrán de ser elegidas tenderán cada vez más, como los pulpos, a ocultarse tras nubes de ofuscación para confundir a sus electores. (Junta Central Electoral)
La otra opción sería recrear el tipo de consenso que permite a las autoridades mantener una sustancial libertad de acción, al menos mientras el grueso de los ciudadanos no tenga demasiados motivos de descontento.
Este modelo político, la "democracia plebiscitaria" mediante la cual se elige a un salvador del pueblo o a su régimen que salve la nación, se implantó ya a mediados del siglo 19 con Napoleón III.
Un régimen semejante puede llegar al poder constitucional o inconstitucionalmente pero, si es ratificado por una elección razonablemente honesta, con la posibilidad de elegir candidatos rivales y algún margen para la oposición, satisface los criterios de legitimidad democrática del fin de siglo. Pero, sin embargo, no ofrece ninguna perspectiva alentadora para el futuro de la democracia parlamentaria de tipo liberal.
Cuanto he escrito hasta aquí, no puede decirnos sí la humanidad puede resolver los problemas a los que se enfrentan al final del ni tampoco cómo puede hacerlo. Pero quizás nos ayude a cómo en qué consisten estos problemas y qué condiciones deben de solucionarlos, aunque no en qué medida estas condiciones se dan ya o están en vías de darse.
Puede decirnos también cuan poco sabemos, y qué pobre ha sido la capacidad de comprensión de los hombres y mujeres que tomaron las principales decisiones públicas. De cuan escasa ha sido su capacidad de anticipar y aún menos de prever lo que iba a suceder, especialmente en la segunda mitad del siglo.
Por último, quizás este texto confirme lo que muchas personas han sospechado siempre: que la historia entre otras muchas y más importantes cosas, es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad. Pero no ayuda a hacer profecías. Sería, por tanto, un despropósito terminar este libro con predicciones sobre qué aspecto tendrá un paisaje que ahora ha quedado irreconocible con los movimientos tectónicos que se han producido en el siglo 20 , y que quedará más irreconocible aún con los que se están produciendo actualmente. Tenemos ahora menos razones para sentirnos esperanzados por el futuro que a mediados de los noventa, cuando este autor terminaba su análisis sobre la historia del siglo 20 (1962-2000) con estas palabras: "Los indicios de que el del siglo 21 será mejor no son desdeñables. Si República Dominicana consigue no destruirse con, por ejemplo, una crisis económica, las probabilidades de ello son certeras".
Sin embargo, ni siquiera un historiador cuya edad le impide esperar que en lo que queda de vida se produzcan grandes cambios a mejor puede, razonablemente, negar la posibilidad de que dentro cuarto de siglo, o de medio siglo, la situación sea más promete cualquier caso, es muy probable que la fase actual de interrupción de la guerra fría sea temporal, aún cuando parezca ser más largo; épocas de crisis y desorganización que siguieron a las dos gran guerras. Pero debemos tener en cuenta que esperanzas o temores no son predicciones. Sabemos que, más allá de la opaca nube de nuestra ignorancia y de la incertidumbre de los resultados, las fuerzas históricas que han configurado el siglo siguen actuando.
Vivimos en un país cautivo, desarraigado y transformado por el colosal proceso económico y técnico-científico del desarrollo del capitalismo, que ha dominado los dos o tres siglos precedentes.
Sabemos, o cuando menos resulta razonable suponer, que este proceso no se prolongará hasta el infinito. El futuro no sólo no puede ser una prolongación del pasado, sino que hay síntomas externos e internos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórico.
Las fuerzas generadas por la economía técnico-científica son lo bastante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto es, el fundamento material de la vida humana. Las propias estructuras de las sociedades humanas, incluyendo algunos de los fundamentos sociales de la economía capitalista, están en situación de ser destruidas por la erosión de nuestra herencia del pasado. Nuestra república corre riesgo a la vez de explosión y de implosión, y debe cambiar.
No sabemos a dónde vamos, sino tan sólo que la historia nos ha llevado hasta este punto y si los lectores comparten el planteamiento de este libro, por qué. Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongado el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa de una sociedad transformada, es la oscuridad.
Quien crea erróneamente que la Secretaria de Industria y Comercio ha investigado las importaciones de combustible realizadas por las distribuidoras debería leer las confrontaciones sinceras de Shell, Anadegas y los funcionarios del sector supuestamente involucrados en lo que se denomina importaciones exoneradas de impuestos.
Los múltiples atributos del Banco Central se confunden en su carácter de institución política, que practica una política económica simple, excluyente y autoritaria. Su principal omisión, consistente en contribuir de manera inintencionada, a provocar el espejismo social, se debió a la naturaleza política del populismo de Estado.
Se ha establecido con toda seguridad que la creencia de la Secretaria de Interior y Policía respecto a la criminalidad predispone a las personas a creer que las acusaciones contra los demás abriga sentimientos hostiles hacia el Estado y, a tolerar el franco abuso de poder de los errores de los funcionarios a cargo de la seguridad del Estado, con respecto a la corrupción.
Lo típico es que el sistema energético no funcione o funcione a medias o sencillamente que sea anacrónico. En virtud de los cálculos políticos de quien concede la energía, generalmente suscitados de presión electoral o económica, la restitución moral de la CDEE como empresa publica es una necesidad.
Las posturas equivocadas de los estrategas de campañas suponen un prejuicio sociopolítico, económico contra alguien, la sociedad o la familia como institución. Los partidos políticos y sus estrategas adoptan posturas antidemocráticas. Ser antidemocrático es un error evidente por si mismo. Es un error el espionaje telefónico.
En palabras llanas, que por ser tan directas probablemente rechazaran los estrategas del foro social, lo que dicen, haciéndose eco de destacados estudiosos de la economía neoliberal, es que los autores del fraude político económico, se los inventaron. Esto quiere decir que no todo lo que dicen los del foro social es cierto.
MANUEL NÚÑEZ
El Ocaso de la Nación Dominicana
Segunda Edición. Editorial Letra Gráfica
Santo Domingo, República Dominicana
EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI
La Constitución de San Cristóbal.
1844-1865. Vol. I y II.
1968. Editora Santo Domingo, R. D.
BERNARD DIEDERITCH
Trujillo: La Muerte de un Dictador.
1978. Primera Edición en Español
ROBERT D. CRASSWELLER
Trujillo: La Trágica Aventura del Poder Personal.
1968. Editorial Burguesa.
Barcelona, España. 1era. Edición.
FRANK MOYA PONS
Manual de Historia Dominicana.
Editora Corripio, Santo Domingo, R. D.
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Memorias de un Cortesano en la Era de Trujillo.
1988. Talleres Gráficos de la Editora Corripio.
JOHN BARTLON MARTIN
El Destino Dominicano. 1975
Talleres Gráficos de Manuel Pajera
Barcelona, España.
MIGUEL GUERRERO
El Golpe de Estado (Historia del Derrocamiento de Juan Bosch)
1993.
RAFAEL VALERA BENITEZ
Complot Develado. (Génesis y Evaluación del Movimiento
Conspirativo – Célula “14 de Junio” contra el Gobierno Dominicano)
1960. Editora Handicap. Ciudad Trujillo, D. N
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Los Estados Unidos en el Derrocamiento de Trujillo.
Segunda Edición. 1985
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Tercera Edición, Marzo 2001.
Editora Letra Gráfica.
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Los Dueños de la República Dominicana
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Hacia dónde va la Democracia Dominicana?
Editora Búho, República Dominicana.
Febrero 2002.
REPUBLICA DOMINICANA EN CIFRAS.
Secretariado Técnico de la Presidencia
Oficina Nacional de Estadística.
1999.
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