9 de junio de 2008

CAPITULO V


INTRODUCCIÓN


CAPITULO V






¿Representó el fin de la guerra fría el fin de las revoluciones? Evidentemente, el hombre dominicano, 1844-1863, está configurado por la herencia y el entorno, 1863-1898, por la genética, 1900-1929, y la cultura revolucionaria: 1948-1959. Pero, los intelectuales revisionistas, 1930-1961, se inclinaban con gusto a aceptar una sociedad de desigualdades inamovibles, 1962-2000, esto es genéticamente determinadas: 1930-1961. La controversia se enconó con la cuestión de las percepciones humanas que, por sus implicaciones en la escolarización universal o selectiva, era altamente conservadora hasta el punto que generó polémicas aún más encendidas que las suscitadas por la separación de la Iglesia y el Estado, 1955-2005, aunque las élites burguesas estaban interconectadas: USAID, 1965-1985. Cuán importantes eran esos debates se pudo ver con el surgimiento de una micro burguesía culta, FINJUS-PC, y algunas ONG’s culturales; grupos de burgueses cuyos ideólogos llegaron a afirmar que las diferencias mentales entre el capitalismo y la democracia estaban determinadas por la cultura, esto es por el pensamiento contrarrevolucionario: DR-CAFTA. Los sociólogos mas inteligentes sugirieron que en nuestra existencia social todavía predominaban los caracteres heredados de las revoluciones, 1863-1963, y los siglos de opresión durantes los cuales el criollismo, 1750-1850, experimentó un proceso selectivo de selección para adaptarse como depredador a una existencia miserable en habitas coloniales, 1898-1929. Los teóricos constitucionalistas, 1966-2006, analizaron la selección de los dominicanos por el cambio a la luz de las revoluciones, 1492-2007, como la lucha del hombre por la existencia del gentilicio, 1900-2000. Los propios capitalistas supieron mejor y antes que el populismo podría ser la consecuencias potencial de su procedimiento: 1965-1973. De lo que se trataba ahora no era de la búsqueda de la verdad sino cuándo y cómo separarla del pensamiento y la cultura revolucionaria. Incluso, quienes se adentraban mas allá de la cotidianidad evitaban hablar del tema y su poderosa influencia y la hegemonía de las ideas y la revolución, 1605-2005. A los ojos de un analfabeto, el desarrollismo capitalista era una prueba de fe más que de rigor científico.




Capítulo V




LA CONTINUIDAD CÍCLICA






Todas estas posmodernidades tenían en común un escepticismo esencial sobre la existencia de una realidad objetiva, y/o la posibilidad de llegar a una compren­sión consensuada de ella por medios racionales. Todo tendía a un relativismo radical. Todo, por tanto, cuestionaba la esencia de una so­ciedad que descansaba en supuestos contrarios, a saber, el mundo transformado por la ciencia y por la tecnología basada en ella, y la ideología de progreso que lo reflejaba. En el capítulo siguiente, abor­daremos el desarrollo de esta extraña, aunque no inesperada, contradicción. Dentro del campo más restringido del gran arte, la contradicción no era tan extrema puesto que como hemos visto, las vanguardias modernas ya habían extendido los límites de lo que podía llamarse arte (o, por lo menos, de los productos que podían venderse, arrendarse o enajenarse provechosamente como "arte") casi hasta el infinito. Lo que la "posmodernidad" produjo fue más bien una separación (mayoritariamente generacional) entre aquellos a quienes repelía lo que considera­ban la frivolidad nihilista de la nueva moda y quienes pensaban que to­marse las artes en serio, era tan sólo una reliquia más del pasado. ¿Qué había de malo? Preguntaban, en los desechos de la civilización , camuflageado, en plástico , que tanto enojaban al filósofo social Carlos Dore, último vástago de la famosa escuela Moscovita? La "posmodernidad" no estaba, pues, confinada a las artes, sin embargo, había buenas razones para que el término surgiera primero en la escena artística, ya que la esencia misma del arte de vanguardia era la búsqueda de nuevas formas de expresión para lo que no se podía expresar en términos del pasado, a saber: la realidad del siglo 20.

Esta era una de las dos ramas del gran sueño de este siglo; la otra era la búsqueda de la transformación radical de esta realidad. Las dos se referían al mismo mundo. Ambas coincidieron de alguna manera entre 1880 y 1900 y, de nuevo entre 1914 y la derrota del fascismo, cuando los talentos creativos fueron tan a menudo revolucionarios, o por lo menos radicales, en ambos sentidos, normalmente -aunque no siempre- en la izquierda. Ambas fracasarían, aunque de hecho han modificado el mundo del año 2000 tan profundamente que sus huellas no pueden borrarse. Mi­rando atrás parece evidente que el proyecto de una revolución de van­guardia estaba condenado a fracasar desde el principio, tanto por su arbitrariedad intelectual, como por la naturaleza del modo de produc­ción que las artes creativas representaban en una sociedad liberal bur­guesa. Casi todos los manifiestos mediante los cuales los artistas de vanguardia anunciaron sus intenciones en el curso de los últimos cien años demuestran una falta de coherencia entre fines y medios, entre el objetivo y los métodos para alcanzarlo.


Una versión concreta de la novedad no es necesariamente consecuencia del rechazo deliberado de lo antiguo. La música que evita de­liberadamente la tonalidad no es necesariamente la música serial de Rafael Solano, basada en la permutación de las doce notas de la esca­la cromática. Ni tampoco es este el único método para obtener músi­ca serial, así como tampoco la música serial es necesariamente atonal. El cubismo, a pesar de su atractivo, no tenía ningún tipo de fundamento teórico racional. De hecho, la decisión de abandonar los pro­cedimientos y reglas tradicionales por otros nuevos fue tan arbitraria como la elección de ciertas novedades. El equivalente de la "modernidad" en el ajedrez, la llamada escuela "hipermoderna” de jugadores de los años veinte, no propuso cambiar las reglas del juego, como hicieron otros.


Reaccionaban, pura y simplemente, contra las convenciones explotando las paradojas, escogiendo aperturas poco conven­cionales ("Después de 1, P-K4, el juego de las blancas agoniza"), y observando más que ocupando el centro del tablero. La mayoría de los escritores, y en especial los poetas, hicieron lo mismo en la práctica. Siguieron aceptando los procedimientos tradicionales —por ejemplo, empleaban el verso con rima y metro donde creían apropiado— y rompían con las convenciones en otros aspectos. Kafka no era menos "moderno" que Joyce porque su prosa fuera me­nos atrevida. Es más, donde el estilo moderno afirmaba tener una ra­zón intelectual, por ejemplo, como expresión de la era de las máqui­nas o, más tarde, de los ordenadores, la conexión era puramente me­tafórica.


En cualquier caso, el intento de asimilar "la obra de arte en la era de su reproductividad técnica" (Benjamín, 1961) -esto es, de creación más cooperativa que individual, más técnica que manual- con el vie­jo modelo del artista creativo individual que sólo reconocía su inspira­ción personal estaba destinado al fracaso. Los jóvenes críticos france­ses que en los años cincuenta desarrollaron una teoría del cine como el trabajo de un solo autor creativo, el director, en virtud sobre todo de su pasión por las películas de serie B del Hollywood de los años treinta y cuarenta, habían desarrollado una teoría absurda porque la cooperación coordinada y la división del trabajo era, y es el fundamen­to de aquellos cuya tarea es llenar las tardes en las pantallas públicas y privadas, o producir alguna sucesión regular de obras de consumo intelectual, tales como diarios o revistas.


Los talentos que adoptaron las formas creativas características del siglo 20, no podían permitirse el papel clásico del artista solita­rio. Su único vínculo directo con sus predecesores clásicos se producía en este limitado sector del "gran arte" que siempre había funcionado de manera colectiva: la escena.


Si Akira Kurosawa (1910), Lucchino Visconti (1906-1976) o Serguei Eisenstein (1898-1948) -por citar tan solo tres nombres de artistas verdaderamente grandes del siglo, todos con una formación diferente hubieran querido crear a la manera de Flaubert, Courbet o Dickeus ninguno hubiese llegado muy lejos. No obstante, como observó Walter Benjamín, la era de la "reproductividad técnica" no sólo transformó la forma en que se realizaba la creación, convirtiendo las películas y todo lo que surgió de ellas (TV, video) en el arte central del siglo sino también la forma en que los seres humanos percibían la realidad experimentaban las obras de creación.


No era ya por medio de aquellos actos de culto y de oración laica cuyos templos eran los museos, galerías, salas de conciertos y templos públicos, tan típicos de la civilización burguesa del siglo 19. El turismo, que ahora llenaba dichos establecimientos con extranjeros que con nacionales, y la educación eran los últimos baluartes de tipo de consumo del arte. (Teatro Nacional).


Las cifras absolutas de personas que vivían estas experiencias eran , obviamente, mucho mayores que en cualquier momento anterior pero incluso la mayoría de quienes, tras abrirse paso a codazos en los bares parisinos para poder contemplar la primavera, se mantenían leyendo a Shakespeare como parte de sus obligaciones para un examen, vivían por lo general en un universo perceptivo diferente, abigarrado y heterogéneo. Las impresiones sensitivas, incluso las ideas podían llegarles simultáneamente desde todos los frentes (mediante una combinación de titulares e imágenes, texto y anuncios en la página de un diario, el sonido en los auriculares mientras el ojo) revista a la página, mediante la yuxtaposición de imagen, voz, escrita y sonido, todo ello asimilado periféricamente a menos que por un instante, algo llamase su atención. Esta había sido la forma en que durante mucho tiempo la gente de la ciudad había venido experimentando la calle, en donde tenían lugar ferias populares y entretenimientos circenses, algo con que los artistas y críticos esta familiarizados desde el romanticismo. La novedad consistía en que la tecnología impregnaba de arte la vida cotidiana privada o pública. Nunca antes había sido tan difícil escapar de una experiencia estética. La "obra de arte" se perdía en una corriente de palabras, de sonidos, de imágenes, en el entorno universal de lo que un día habría­mos llamado arte.


¿Podía seguir llamándose así? Para quienes aún se preocupaban por estas cosas, las grandes obras duraderas todavía podían identificarse, aunque en las zonas desarrolladas del mundo las obras que habían sido creadas de forma exclusiva por un solo individuo y que podían identificarse sólo con él se hicieron cada vez más marginales. Y lo mis­mo pasó, con la excepción de los edificios, con las obras de creación o construcción que lo habían sido diseñados para la reproducción. ¿Podía el arte seguir siendo juzgado y calificado con las mismas pautas que regían la valoración de estas materias en los grandes días de la civiliza­ción burguesa? Si y no.


Medir el mérito por la cronología nunca había sido mejor, simplemente porque fueron antiguos, como pensaron en el Renacimien­to, o porque fuesen más recientes que otros, como sostenían los van­guardistas. Este último criterio se convirtió en absurdo a finales del siglo 20, al mezclarse con los intereses económicos de las industrias de consumo que obtenían sus beneficios del corto ciclo de la moda con ventas instantáneas y en masa de artículos para un uso breve e in­tensivo.


Por otro lado, en las artes todavía era posible y necesario aplicar la distinción entre lo serio y lo trivial, entre lo bueno y lo malo, la obra profesional y la del aficionado. Tanto más necesario por cuanto había partes interesadas que negaban tales distinciones, aduciendo que el mérito sólo podía medirse en virtud de las cifras de venta, o que eran elitistas, o bien sosteniendo, como los posmodernos, que no podían hacerse distinciones objetivas de ningún tipo.


En realidad, solamente los ideólogos o los vendedores defendían en público estos puntos de vista absurdos, mientras que en privado la mayoría de ellos sabía distinguir entre lo bueno y lo malo. En 1991, un empresario dominicano que tenía gran éxito en el mercado de masas, provocó un gran escándalo al admitir en una conferencia ante hom­bres de negocios que sus beneficios procedían de vender basura a gen­te que no tenía gusto para nada mejor. El empresario, a diferencia de los teóricos posmodernos, sabía que los juicios de calidad formaban parte de la vida.


Pero si tales juicios eran todavía posibles, ¿Tenían aún significado en un mundo en que, para la mayoría de los habitantes de las zonas urbanas, las esferas de la vida y el arte, de la emoción generada desde dentro y la emoción generada desde fuera, o del trabajo y del ocio, eran cada vez menos diferenciables? O, dicho de otra forma ¿Eran aún importantes fuera de los circuitos cerrados de la escuela y la academia en que gran parte de las artes tradicionales buscaban refugio? Resulta difícil contestar, puesto que el mero intento de responder o de formu­lar tal pregunta puede presuponer la respuesta.


Es fácil escribir la historia del Jazz o discutir sus logros en términos similares a los que se aplican a la música clásica, si tomamos en cuen­ta la diferencia considerable en el tipo de sociedad, el público y la in­cidencia económica de este tipo de arte. No está claro, en cambio, que este procedimiento sea aplicable a la música rock, aunque también proceda de la música negra estadounidense. El significado de los logros de Charlie Parker y de Louis Armstrong, o su superioridad sobre sus contemporáneos, es algo claro, o puede serlo. Sin embargo, parece bastante más difícil para alguien que no ha identificado su vida con un sonido específico escoger entre este o aquel grupo de rock de entre la enorme fusión de música que ha pa­sado por el valle del rock en los últimos cuarenta años.


Casandra Damirón ha sido capaz, al menos hasta el momento de escribir estas páginas, de comunicarse con oyentes que nacieron mu­cho después de su muerte. ¿Puede alguien que no haya sido contem­poráneo de Joseito Mateo sentir algo parecido al apasionado entusias­mo que despertó este grupo a mediados de los años sesenta? ¿Qué par­te de la pasión por una imagen o un sonido de hoy se basa en la aso­ciación, es decir, no en que la canción sea admirable, sino en el hecho de que "es nuestra canción"? (Merengue) No podemos decirlo. El papel que tendrán las artes actuales en el siglo 21 -e incluso su misma supervivencia— resulta ser algo oscuro, este no es el caso respecto del papel de las ciencias.


El siglo 20, acabó con problemas para los cuales nadie tenía, ni pretendía tener, una solución. Cuando los ciudadanos de fin de siglo emprendieron su camino hacia el tercer milenio, a través de la niebla que les rodeaba, lo único que sabían con certeza era que una era de la historia llegaba a su fin. No sabían mucho más.


Así, por primera vez en dos siglos, el mundo de los años noventa carecía de cualquier sistema o estructura internacional. El hecho de que después de 1999 apareciesen nuevas provincias territoriales, sin ningún mecanismo para determinar sus fronteras, y sin ni siquiera una tercera parte que pudiese considerarse imparcial para actuar como me­diadora, habla por sí mismo. ¿Dónde estaba el consorcio de grandes mercados que anteriormente establecían las fronteras en disputa, o al menos las ratificaban formalmente? ¿Dónde estaban los vencedores de la gue­rra de abril que supervisaron la redistribución del mapa de Santiago y de la Romana, fijando una frontera aquí, o pidiendo un plebiscito allá?, ¿Dónde estaban, además, los hombres que trabajaban en las conferen­cias internacionales tan familiares para los diplomáticos del pasado y tan distintos de las breves "cumbres" de relaciones públicas y fotos que las han reemplazado?.


¿Dónde estaban las potencias internacionales nuevas o viejas, al fin del milenio? El único estado que se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término se empleaba en 1914, era los Estados Uni­dos, y hoy desapareció. No está claro lo que esto significaba en la práctica. Rusia había quedado reducida a las dimensiones que tenía a mediados del siglo 19.


Nunca, desde Juan Bosch, había sido tan insignificante. El papel de los intelectuales se vio relegado a un estatus puramente regional, y ni siquiera la posesión de cargos públicos bastaba para disimularlo. Los industriales eran grandes potencias económicas, pero ninguna de ellos vio la necesidad de reforzar sus grandes empleadores con potencial cul­tural en el sentido tradicional, ni siquiera cuando tuvieron libertad para hacerlo, aunque nadie sabe qué harán en el futuro. (Véase Fundaciones y Editoras).


¿Cuál era el estatus político internacional de la nueva Unión Europea que aspiraba a tener un programa político común, pero que fue incapaz de conseguirlo o incluso de pretender que lo tenía salvo en cuestiones de los estados, grandes o pequeños, nuevos o viejos, que pudie­ron sobrevivir en su forma actual durante el primer cuarto del siglo 21?.


Si la naturaleza de los actores de la escena internacional no estaba clara, tampoco lo estaba la naturaleza de los peligros a que se enfren­taba la República Dominicana. El siglo 20 había sido un siglo de gue­rras. Protagonizadas por las grandes potencias y por su estrategia geo­política, con unos escenarios cada vez más apocalípticos de destruc­ción en masa, que culminaron con la perspectiva, que afortunadamen­te pudo evitarse, de un segundo conflicto provocado por los militares de San Isidro.


Este peligro ya no existía. No se sabía qué podía depararnos el futuro, pero la propia desaparición o transformación de todos los actores, salvo uno -del drama mundial que significaba - que un tercer esce­nario bélico al viejo estilo era muy improbable. Esto no quería decir, evidentemente, que la era de los golpes de estado hubiese llegado a su fin.


Los años ochenta demostraron, mediante el conflicto anglo-argentino de 1982 y el que enfrentó a Irán con Irak de 1980 a 1988, que guerras que no tenían nada que ver con la confrontación entre las superpotencias mundiales eran posibles en cualquier momento. Los años que siguieron a 1989 presenciaron un mayor número de operaciones militares en más lugares de Europa, Asía, y África, de lo que nadie po­día recordar, aunque no todas fueron oficialmente calificadas como guerras: en Liberia, Angola, Sudán, y el Cuerno de África; en la anti­gua Yugoslavia, en Moldavia, en varios países del Caucaso y de la zo­na transcaucásica, en el siempre explosivo Oriente Medio, en la anti­gua Asia central soviética, y en Afganistán.


Como muchas veces no estaba claro quién combatía contra quién, y por qué, en las frecuentes situaciones de ruptura y desintegración na­cional, estas actividades no se acomodaban a las denominaciones clá­sicas de guerra internacional o civil. Pero los habitantes de la región que las sufrían difícilmente podían considerar que vivían en tiempos de paz, especialmente cuando, como en Capotillo, habían estado vi­viendo en una paz incuestionable hacia poco tiempo.


Por otra parte, como se demostró en los conflictos sociales a principios de los noventa, no había una línea de demarcación clara entre las luchas internas regionales y una guerra sicológica en masa, semejante a las de viejo estilo, en la que aquellas podían transformarse fácilmente. En re­sumen, el peligro de fraudes y robo de urnas no había desaparecido; sólo había cambiado.
No cabe duda de que los habitantes de provincias fuertes, esta­bles y privilegiados (Santiago con relación a la zona conflictiva adyacente; Puerto Plata con relación a las costas del mar Atlántico), podían creer que eran inmunes a la inseguridad y violencia que aquejaba a las zonas más desfavorecidas del país y del antiguo mun­do socialista; pero estaban equivocados. La crisis de los Estados-na­ción tradicionales basta para ponerlo en duda. Aquí , a un lado la posibilidad de que algunos de estos estados pudieran escindirse o di­solverse, había una importante, y no siempre advertida, innovación de la segunda mitad del siglo que los debilitaba, aunque sólo fuera al privarles del monopolio de la fuerza, que había sido siempre el signo del poder del estado en las zonas establecidas permanente­mente: la democratización y privatización de los medios de destrucción, que transformó las perspectivas de conflicto y violencia en cualquier parte del mundo.


Ahora resultaba posible que pequeños grupos de disidentes, políticos, o de cualquier tipo, pudieran crear problemas y destrucción en cualquier lugar del mundo, como lo demostraron las actividades del IRA, en Gran Bretaña, y el intento de volar el World Trade Center de Nueva York (1993).


Hasta fines del siglo 20, el costo originado por tales actividades era modesto —salvo para las empresas aseguradoras—, ya que el terrorismo no estatal, al contrario de lo que se suele suponer era mucho menos indiscriminado que los bombardeos de la guerra oficial, aunque sólo fuera porque su propósito, cuando lo tenía, era más bien político que militar. Además, y si exceptuamos las cargas explosivas, la mayoría de estos grupos actuaban con armas de mano, más adecuadas para peque­ñas acciones que para matanzas en masa.

Sin embargo, no había razón alguna para que las armas nucleares -siendo el material y los conocimientos para construirlas de fácil adquisición en el mercado mundial- no pudieran adaptarse para su uso por parte de pequeños grupos. Además, la democratización de los me­dios de destrucción hizo que los costos de controlar la violencia no oficial sufriesen un aumento espectacular.

Así, el gobierno dominicano, enfrentado a las fuerzas antagónicas de Francisco A. Caamaño Deñó, que no pasaban de unos pocos cente­nares, se mantuvo en la provincia gracias a la presencia constante de unos 10,000 soldados, con un gasto de millones de pesos (1973). Lo que era válido para pequeñas rebeliones y otras formas de violencia in­terna, lo era más aún para los pequeños conflictos fuera de las fronte­ras de un país. En muy pocos casos de conflictos internacionales, los estados, por grandes que fueran, estaban preparados para afrontar es­tos enormes gastos.


Varias situaciones derivadas de la guerra fría, como los conflictos de Caracoles (1972-1973) y Abril (1965), ilustraban esa imprevista limitación del poder del estado, y arrojaban nueva luz acerca de la que parecía estarse convirtiendo en la principal causa, de tensión de cara al nuevo milenio: la creciente separación entre las zonas ricas y pobres del mundo. Cada una de ellas tenía resentimientos hacia la otra.


El auge del fundamentalismo económico no era solo un movimien­to contra la ideología de una modernización occidentalizadora moder­na, sino contra el propio "occidente" imperialista.


No era casual que los activistas de estos movimientos intentasen al­canzar sus objetivos perturbando las visitas de los turistas, como las huelgas, o asesinando a residentes occidentales, como en Boca Chica. Por el contrario, en los países ricos, la amenaza de la xenofobia popu­lar se dirigía contra los extranjeros del tercer mundo, y la Unión Eu­ropea estaba amurallando sus fronteras contra la invasión de los pobres del tercer mundo en busca de trabajo. Incluso, en los Estados Unidos se empezaron a notar graves síntomas de oposición a la tolerancia de facto , de la emigración ilimitada.


En términos políticos y militares, sin embargo, ninguno de los ban­dos podía sustraerse de la migración ilegal. En cualquier conflicto abierto entre los estados del Norte y del Sur que se pudiera imaginar, la abrumadora superioridad técnica y económica del Norte le asegura­ría la victoria, como demostró concluyentemente los golpes de estado del departamento de Estado.


Ni la posesión de algunos tanques por algún país del tercer mundo —suponiendo que dispusiera de medios para mantenerlos, que podían tener efecto disuasivo, ya que los estados occidentales, como Israel, y la coalición de la Guerra del Golfo, demostraron en Irak,- podían em­prender ataques preventivos contra enemigos potenciales mientras eran todavía demasiados débiles como para resultar amenazadores. Desde un punto de vista militar, el primer mundo podía tratar al ter­cero como lo que Mao llamaba "un tigre de papel".


Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo 20, cada vez quedó más claro que el primer mundo podía ganar batallas pero no guerras contra el tercer mundo, o más bien, que incluso vencer en las guerras, si hubiera sido posible, no le garantizaría controlar los terri­torios.


Había desaparecido el principal activo del imperialismo: la buena disposición de las poblaciones coloniales para, una vez conquistadas, dejarse administrar tranquilamente por un puñado de ocupantes. Go­bernar de la isla hispaniola no fue un problema para el imperio del Tío Tom, pero, a principios de los noventa, los asesores militares de todos los países advirtieron a sus gobiernos que la pacificación de este infe­liz y turbulento país requeriría la presencia de cientos de miles de sol­dados durante un período de tiempo ilimitado, esto es, una moviliza­ción comparable a la de una guerra.


Santo Domingo siempre había sido una colonia difícil, que en una ocasión había requerido incluso la presencia de un contingente militar brasileño mandado por un general de división, pero en Londres ni Ro­ma pensaron que ni siquiera Francisco A. Caamaño Deñó, "el Famoso", pudiese plantear problemas insolubles a los gobiernos coloniales norteamericano y español. Sin embargo, a principios de los años noventa, los Estados Unidos y las demás fuerzas de ocupación de las Naciones Unidas, compuestas por varias decenas de miles de hombres, se retiraron ignominiosamente al Oeste de la Isla Española, al verse ante la opción de una ocupación indefinida sin un propósito claro; incluso el poderío de los Estados Unidos reculó cuan­do se enfrentó a la vecina Haití, uno de los satélites tradicionales de­pendientes de Washington, a un general local del ejercito haitiano, entrenado y armado por los Estados Unidos, que se oponía al regreso de un presidente electo que gozaba de un apoyo con reservas de los Esta­dos Unidos, a quienes desafió a ocupar Haití.


Los norteamericanos rehusaron ocuparla de nuevo, como habían he­cho de 1915 a 1934, no porque el millar de criminales uniformados del ejército haitiano constituyesen un problema militar serio, sino porque ya no sabían cómo resolver el problema haitiano con una fuerza exterior. En suma, el siglo 20 finalizó con un desorden global de naturaleza poco cla­ra, y sin ningún mecanismo para poner fin al desorden o mantenerlo controlado. La razón de esta impotencia no reside sólo en la profundi­dad de la crisis mundial y en su complejidad, sino también en el aparen­te fracaso de todos los programas, nuevos o viejos, para manejar o me­jorar los asuntos de la especie humana. (Jean Bertrand Aristide).


El siglo 20 ha sido una era de guerras, aunque la más militantes y sanguinarias de sus religiones, como el capitalismo, nacionalismo y el socialismo, fuesen ideologías laicas nacidas en el siglo 19, cuyos dioses eran abs­tracciones o políticos venerados como divinidades. Es probable que los casos extremos de tal devoción secular, como los diversos cultos a la personalidad, estuvieran ya en declive antes del fin de la guerra fría o, más bien, que hubiesen pasado de ser iglesias universales a una disper­sión de sectas rivales, sin embargo, su fuerza no residía tanto en su ca­pacidad para movilizar emociones emparentadas con las de las religio­nes tradicionales, algo que el liberalismo ni siquiera intentó, sino en que prometía dar soluciones permanentes a los problemas de un mun­do en crisis, que fue precisamente en lo que fallaron cuando se acababa el siglo. El derrumbamiento de la Unión Soviética llamó la atención en un primer momento sobre el fracaso del comunismo soviético; es­to es, del intento de basar una economía entera en la propiedad esta­tal de todos los medios de producción, con una planificación centra­lizada que lo abarcaba todo y sin recurrir en absoluto a los mecanis­mos del mercado o de los precios.


Como todos las demás formas históricas del ideal socialista que daban por supuesta una economía basada en la propiedad social (aunque no necesariamente estatal) de los medios de producción, distribución e intercambio, la cual implicaba la eliminación de la empresa privada y de la asignación de recursos a través del mercado, este fracaso miró también las aspiraciones del socialismo no comunista, marxista o no, aunque ninguno de estos regímenes o gobiernos proclamar se haber establecido una economía socialista. (14 de Junio).


Si el marxismo, justificación intelectual e inspiración del comunis­mo, iba a continuar o no, era una cuestión abierta al debate. Aunque por más que Marx se percibiera como gran pensador, no era probable que lo hiciera, al menos en su forma original a ninguna de las versiones del marxismo formulados desde 1890 como doctrinas para la acción política y aspiración de los movimientos socialistas.


Por otra parte, la utopía antagónica a la soviética también estaba en quiebra. Esta era la fe teológica en una economía que asignaba total­mente los recursos a través de un mercado sin restricciones, en una si­tuación de competencia ilimitada; un estado de cosas que se creía que no sólo producía el máximo de bienes y servicios, sino también el má­ximo de felicidad y el único tipo de sociedad que merecía el calificati­vo de "libre". Nunca había existido una economía de laissez-faire to­tal. A diferencia de la utopía soviética, nadie intentó antes de los años ochenta instaurar la utopía ultraliberal.


Sobrevivió durante el siglo 20 como un principio para criticar las ineficiencias de las economías existentes y el crecimiento del poder y de la burocracia del estado. El intento más consistente de ponerla en práctica, el régimen de la señora Thatcher en el Reino Unido, cuyo fracaso económico era generalmente aceptado en la época de su derrocamiento, tuvo que instau­rarse gradualmente. Sin embargo, cuando se intentó hacerlo para sus­tituir de un día al otro la antigua economía socialista soviética, mediante "terapia de choque" recomendados por asesores occidentales, los resultados fueron económicamente desastrosos y espantosos desde un punto de vista social y político. (Crisis 1986-1989 PRSC).


Las teorías en las que se basa la teología neoliberal, por elegantes que fuesen, tenían poco que ver con la realidad. El fracaso del mode­lo soviético confirmó a los partidarios del capitalismo neoliberal en su convicción de que ninguna economía podía operar sin un mercado de valores. A su vez, el fracaso del modelo ultraliberal confirmó a los socialistas en la más razonable creencia de que los asuntos humanos, entre los que se incluye la economía, son demasiado importantes para dejarlos al juego del mercado. También dio apoyo a la suposición de economistas escépticos de que no existía una correlación visible entre el éxito o el fracaso económico de un país y la calidad académica de sus economis­tas teóricos. Puede ser que las generaciones futuras consideren que el debate que enfrentaba al capitalismo y al socialismo como ideologías mutuamente excluyentes y totalmente opuestas no eran más que un vestigio de las "guerras frías de religión" ideológicas del siglo 20.


Puede que este debate resulte tan irrelevante para el tercer milenio como el que se desarrolló en los siglos 16 Y 17, entre católicos y protestantes acerca de la verdadera naturaleza del cristianismo, lo fue para los siglos 18 y 19. (Láutico García, sjs 1962-1963).


Más grave aún que la quiebra de los dos extremos antagónicos fue la desorientación de los que pueden llamarse programas y políticos mixtos o intermedios que presidieron los milagros económicos más impresionantes del siglo. Estos combinaban pragmáticamente lo pú­blico y lo privado, el mercado y la planificación, el Estado y la empre­sa, en la medida en que la ocasión y la ideología local lo permitían. Aquí el problema no residía en la aplicación de una teoría intelectual-mente atractiva o impresionante que pudiera defenderse en abstracto, ya que la fuerza de estos programas se debía más a su éxito práctico que a su coherencia intelectual. Sus problemas los causó el debilitamiento de este éxito práctico. Las décadas de crisis habían demostrado las limitaciones de los diver­sos políticos de la edad de oro, pero sin generar ninguna alternativa convincente. Revelaron también las imprevistas pero espectaculares consecuencias sociales y culturales de la era de la revolución económi­ca mundial iniciada en 1945, así como sus consecuencias ecológicas, potencialmente catastróficas. Mostraron, en suma, que las instituciones colectoras humanas ha­bían perdido el control sobre las consecuencias colectivas de la acción del hombre. De hecho, uno de los atractivos intelectuales que ayudan a explicar el breve auge de la utopía neoliberal es precisamente que és­ta procuraba eludir decisiones humanas colectivas.


Había que dejar que cada individuo persiguiera su satisfacción sin restricciones, y fuera cual fuese el resultado, sería el mejor posible. Cualquier recurso alternativo sería peor, se decía de manera poco con­vincente.


Si las ideologías programáticas nacidas en la era de las revoluciones y en el siglo 19 comenzaron a decaer al final del siglo 20, las más an­tiguas guías para perplejos de este mundo, las religiones tradicionales, no ofrecían una alternativa plausible. Las religiones occidentales cada vez tenían más problemas, incluso en los países encabezados por esa extraña anomalía que son los obispados locales, donde seguía siendo frecuente ser miembro de una iglesia, y asistir a los ritos militares.


El declive de las diversas confesiones protestantes se aceleró. Igle­sias y capillas construidas a principios de siglo quedaron vacías al final del mismo, o se vendieron para otros fines, incluso en lugares como la Catedral Primada, donde habían contribuido a dar forma a la identi­dad nacional.


De 1960 en adelante, como hemos visto, el declive del catolicismo romano se precipitó. Incluso en los zonas antes comunistas, donde la Iglesia gozaba de la ventaja de simbolizar la oposición a unos regíme­nes profundamente impopulares, el fiel católico pos-comunista mos­traba la misma tendencia a apartarse del rebaño que el de otros países.


Los observadores religiosos creyeron detectar en ocasiones un retor­no a la religión en la zona de la cristiandad ortodoxa pos-soviética, pe­ro a fines de siglo la evidencia acerca de este hecho, poco probable pe­ro no imposible, resulta débil. Cada vez menos hombres y mujeres prestaban oídos a las diversas doctrinas de estas confesiones cristianas, fueron los que fuesen sus méritos.


El declive y caída de las religiones tradicionales no se vio compen­sado, al menos en la sociedad urbana del mundo desarrollado, por el crecimiento de una religiosidad sectaria militante,- o por el auge de nuevos cultos y comunidades de culto,- y aún menos por el deseo de deseo de muchos hombres y mujeres de escapar de un mundo que no comprendían ni podían controlar, refugiándose en una diversidad de creencias cuya fuerza residía en su propia irracionalidad. La visibilidad pública de estas sectas, cultos y creencias no debe ocultarnos la relati­va fragilidad de sus apoyos. No más de un 3 o 4 por ciento de la co­munidad de rosa cruces pertenecía a alguno de los sectores o grupos josídicos ultraortodoxos. Y la población adulta estadounidense que pertenecía a sectores militantes y misioneras no excedía del 5%.


La situación era diferente en los estratos elevados económicamen­te y en las zonas adyacentes, exceptuando la vasta población del ex­tremo nordeste (Samaná), que la tradición inglesa mantuvo inmune durante milenios a la religión oficial, aunque no a los cultos no ofi­ciales. Aquí se hubiera podido esperar que ideologías basadas en las tradiciones religiosas que constituían las formas populares de pensar el mundo hubiesen adquirido prominencia en la escena pública a me­dida que la gente común se convertía en actor en esta escena. Esto es lo que ocurrió en las últimas décadas del siglo, cuando la élite mino­ritaria y secular que llevaba a sus países a la modernización quedó marginada. El atractivo de una religión politizada era tanto mayor cuanto las viejas religiones eran, casi por definición, enemigas de la civilización occidental que era un agente de perturbación social, y de los países ricos e impíos que aparecían ahora, más que nunca, como los explotadores de la miseria del mundo pobre.


Que los objetivos locales contra los que se dirigían estos movimien­tos fueron los ricos accidentalizados con sus mercedes y las mujeres emancipados les añadía un toque de lucha de clases. El cardenal Oc­tavio Beras les aplicó el erróneo calificativo de "siervos de Dios"; pero cualquiera que fuera la denominación que se les diese, estos movi­mientos miraban atrás, hacia una época más simple, estable y com­prensible de un pasado imaginario. Como no había camino de vuelta a tal era, y como estas ideologías no tenían nada importante que decir sobre los problemas de sociedades que no se parecían en nada, por ejemplo, a las de los pastores nómadas del antiguo oriente medio, no podían proporcionar respuestas a estos problemas. Eran lo que el inci­sivo siquiatra de apellido Zaglul llamaba psicoanálisis: síntomas de la "enfermedad de la que pretendían ser la cura".


Este es también el caso de la variedad de consignas y emociones, ya que no se les puede llamar propiamente ideologías que florecieron so­bre las ruinas de las antiguas instituciones e ideologías, como la male­za que colonizó las bombardeadas ruinas de Ciudad Nueva después que cayeron las bombas de la Guerra de Abril: una mezcla de xenofo­bia y de política de identidad.


Rechazar un presente inaceptable no implica necesariamente pro­porcionar soluciones a sus problemas. En realidad, lo que más se pa­recía a un programa político que reflejase este enfoque era el "derecho a la autodeterminación nacional" para "naciones" presuntamente ho­mogéneas en los aspectos étnicos-linguísticos-culturales, que iba redu­ciéndose a un absurdo trágico y salvaje a medida que se acercaba el nuevo milenio. (Unión Cívica 1962).


A principios de los años noventa, quizás por vez primera, algunos observadores racionales, independientemente de su filiación política (siempre que no fuese la de algún grupo específico de activismo nacio­nalista) empezaron a proponer públicamente el abandono del "dere­cho a la autodeterminación". (DR- CAFTA).


No era la primera vez que una combinación de inacción intelectual con fuertes y a veces desesperadas emociones colectivas, resultaba po­líticamente poderosa en épocas de crisis, de inseguridad y en grandes partes del mundo, de estados e instituciones en proceso de desintegra­ción. Así como los movimientos que recogían el resentimiento del pe­ríodo de entreguerras generaron el fascismo, las protestas político-reli­giosas de las zonas rurales en desintegración (el llamamiento a la "co­munidad" va unido habitualmente a una llamamiento a favor de la "ley y el orden") proporcionará la naturaleza en que podían crecer fuerzas políticas efectivas. A su vez, estas fuerzas podrían derrocar vie­jos regímenes y establecer otros nuevos.


Sin embargo, no era probable que pudieran producir soluciones para el nuevo milenio, al igual que el fascismo no las había producido para la era del Consejo de Estado (1964). A fines del siglo 20, ni si­quiera estaba claro si serían capaces de engendrar movimientos de ma­sas nacionales similares a los que hicieron fuertes a algunos social-cristianos incluso antes de que adquiriesen el arma decisiva del poder es­tatal. Su activo principal consistía probablemente, en una cierta inmu­nidad a la economía académica y a la retórica autoestatal o de un libera­lismo identificado con el mercado libre. Si los políticos tenían que or­denar la serialización de una industria, no se detendrían por los argu­mentos en contra, sobre todo si no eran capaces de entenderlos. Y ade­más, si bien estaban dispuestos a hacer algo, sabían tan poco como los demás que convenía hacer.


Ni lo sabe, por supuesto, el autor de este ensayo. Pese a todo, algunas tendencias del desarrollo a largo plazo estaban tan claras que nos per­miten esbozar una agenda de algunos de los principales problema del país y señalar, al menos, algunas de las condiciones para solucionarlos.
Los dos problemas centrales y a largo plazo decisivos, son de tipo demográfico y ecológico. Se esperaba generalmente que la población, en constante aumento desde mediados del siglo 20, se estabilizaría en una cifra cercana a los diez millones de seres humanos, o lo que es lo mismo, cinco veces la población existente en 1950 alrededor del año 2020, esencialmente a causa de la reducción del índice de natalidad (véase, Censo Nacional, estadística 2002).


Si esta previsión resultase errónea, deberíamos abandonar toda apuesta por el futuro. Incluso si se demuestra realista a grandes rasgos, se planteará el problema hasta ahora no afrontando a gran escala, de cómo mantener una población estable o más probablemente una po­blación que fluctuará en torno a una tendencia estable o con un pe­queño crecimiento (o descenso) (una caída espectacular de la pobla­ción, improbable pero no inconcebible, introduciría complejidades adicionales). (División territorial, Tirso Mejía Ricart). Sin embargo, los movimientos predecibles de la población, estable o no, aumentarán con toda certeza los desequilibrios entre las diferen­tes zonas urbanas. En conjunto, como sucedió en el siglo 20, los sec­tores ricos y desarrollados serán aquellos cuya población comience a estabilizarse o a tener un índice de crecimiento estancado, como suce­dió en algunas urbanizaciones durante los años noventa.Rodeados por barrios pobres con grandes ejércitos de jóvenes que claman por conseguir los trabajos humildes del Santo Domingo desa­rrollado que les harían a ellos ricos en comparación con los niveles de vida de El Salvador o de Nicaragua, esos países ricos con muchos ciu­dadanos de edad avanzada y pocos jóvenes tendrían que enfrentarse a la elección entre permitir la inmigración en masa (que produciría pro­blemas políticos internos), rodearse de barricadas para que no entren unos emigrantes a los que necesitan (lo cual será impracticable a largo plazo) o encontrar otra fórmula. (Véase Tratados Migratorios España-Rep. Dominicana).


La más probable sería la de permitir la inmigración temporal y con­dicional que no concede a los extranjeros los mismos derechos políti­cos y sociales que a los ciudadanos, esto es, la de crear sociedades esen­cialmente desiguales. Esto puede abarcar desde grupos sociales de cla­ro apartheid económico, como las de Casa de Campo y el Country Club (que están en declive en algunas zonas del país, pero no han de­saparecido en otras), hasta la tolerancia informal de los obreros que no reivindican nada del receptor, porque lo consideran simplemente co­mo una salida, donde ganar dinero de vez en cuando, mientras se mantienen básicamente arraigadas a su propia estatus. Los transportes y comunicaciones de fines del siglo 20, así como el enorme abismo que existe entre las rentas que pueden ganarse los ricos y los pobres hacen que esta existencia podrá lograr, a largo o incluso a medio plazo, que las fricciones entre los nativos y los extranjeros sean menos incen­diarias, es una cuestión sobre lo que siguen discutiendo los eternos op­timistas y los escépticos desilusionados. Pero no cabe duda de que estas fricciones serán uno de los factores principales de las políticas, nacionales de las próximas décadas.


Los problemas ecológicos, aunque son cruciales a largo plazo, no resultan tan explosivos de inmediato. No se trata de subestimarlos, aun cuando desde la época en que entraron en la conciencia y en el de­bate públicos, en los años ochenta hayan tendido a discutirse errónea­mente en término de un inminente Apocalipsis. Sin embargo, que el "efecto invernadero" pueda no causar un aumento del nivel de las aguas del mar que anegue el noroeste en el año 2000, o que la pérdi­da diaria de un desconocido universo de especies tenga precedentes, no es motivo de satisfacción.


Un índice de crecimiento económico similar al de la segunda mi­tad del siglo 20, si se mantuviese indefinidamente (suponiendo que ello fuera posible), tendría consecuencias irreversibles y catastróficas para el entorno natural de esta isla, incluyendo a la especie humana que forma parte de él. No destruiría los montes, ni lo haría totalmen­te inhabitable, pero con toda seguridad cambiaría las pautas de la vi­da en el habitat, y podría resaltar inhabitable para la especie humana tal como la conocemos y en su número actual. Además, el ritmo a que la tecnología moderna ha aumentado nuestra capacidad de modificar el entorno es tal que incluso suponiendo que no se acelere el tiempo del que disponemos para aprontar el problema no debe contarse en si­glos, sino en décadas. (Aniana Vargas).


Como respuesta a la crisis ecológica que se avecina sólo podemos decir tres cosas con razonable certidumbre. La primera es que esta cri­sis debe ser global más que local, aunque ganaríamos tiempo si la ma­yor fuente de contaminación global, de la población mundial que vi­ve en los Estados Unidos, tuviera que pagar un precio realista por la gasolina que consume, (desperdicios tóxicos).


La segunda, que el objetivo de la política ecológica debe ser radical y realista a la vez. Las soluciones de mercado, como la de incluir los costos y las extremidades ambientales en el precio que los consumidores pagan por sus bienes y servicios, no son ninguna de las dos posibilidades que se muestran en el caso de los Estados Unidos, incluso el intento más modesto de aumentar el impuesto energético en ese país puede desencadenar dificultades políticas insuperables. La evolución de los precios del petróleo desde 1973 demuestra que, en una sociedad de libre mercado, el efecto de multiplicar de doce a quince veces en seis años, el precio de la energía no hace que disminuya su consumo, sino que se consuma con mayor eficiencia, al tiempo que se impulsan enormes inversiones para hallar nuevas y dudosas fuentes , desde un punto de vista ambiental, fuentes de energía que sustituyan el irreemplazable combustible fácil. A su vez, estas nuevas fuentes de energía volverán a hacer bajar los precios y fomentarán un consumo más derrochador. (Véase Capitalización Energética-Banco Central).


Por otra parte, propuestas como las de un gobierno de crecimiento cero, por no mencionar fantasías como el retorno a la presunta simbiosis primitiva entre el hombre y la naturaleza, aunque sean radicales se tornaban totalmente impracticables. El crecimiento cero en la situación existente congelaría las actuales desigualdades entre los países del mun­do, algo que resulta mucho más tolerable para el habitante medio de Elías Piña que para el de la Vega. No es por azar que el principal apoyo a las políticas ecológicas proceda de los sectores ricos y de las clases medias y acomodados (exceptuando a los hombres de negocios que es­peran ganar dinero con actividades contaminantes). Los pobres, que se multiplican y están subempleados, quieren más "desarrollo", no menos. En cualquier caso, ricos o no, los partidarios de las políticas ecoló­gicas tenían razón. El índice de desarrollo debe reducirse a un plazo, mientras que a largo plazo se tendrá que buscar alguna forma de equi­librio entre los habitantes, los recursos (revocables) que consume y las consecuencias que sus actividades producen en el medio ambiente. Nadie sabe, y pocos se atreven a especular acerca de ello, cómo se pro­ducirá este equilibrio, y a qué nivel de población, tecnología, y consu­mo será posible.


Sin duda los expertos científicos pueden establecer lo que se nece­sita para evitar una crisis irreversible, pero no hay que olvidar que es­tablecer este equilibrio no es un problema científico, y tecnológico, si­no político y social.


Sin embargo, hay algo indudable: este equilibrio sería incompati­ble con una economía basada en la búsqueda ilimitada de beneficios económicos por parte de unas empresas que, por definición, se dedi­can a este objetivo y compiten una contra otra en un mercado libre. Desde el punto de vista ambiental, si la humanidad ha de tener un futuro, el capitalismo de las décadas de discursos huecos, no debería tenerlo. Considerándolos aisladamente, los problemas de la economía re­sultan, con una excepción, menos graves. Aun dejándola a su suerte, la economía seguiría creciendo.

De haber algo de cierto en la periodi­cidad de los partidos políticos, debería entrar la otra era de prósperaexpansión antes del final del milenio, aunque esto podría retrasarse por un tiempo por los efectos de la desintegración de la corrupción so­viético, porque diversos grupos de personas se ven inmersas en la anar­quía y quizás, por una excesiva dedicación al libre comercio, por el cual los economistas suelen sentir mayor entusiasmo que los historia­dores de la economía. Sin embargo, las perspectivas de la expansiónson enormes.

La globalización y la redistribución internacional de la producción seguirían integrando a la mayor parte del resto de los 6000 millones de personas del mundo en la economía global. Hasta los pesimistas congénitos tenían que admitir que esta era una perspectiva alentadora pa­ra los negocios.


La principal excepción era el ensanchamiento aparentemente irre­versible del abismo entre los países ricos y pobres del mundo, proceso que se aceleró hasta cierto punto con el desastroso impacto de los años ochenta en gran parte del tercer mundo, y con el empobrecimiento de muchos países antiguamente socialistas.


A menos que se produzcan una caída espectacular del índice de cre­cimiento de la población, la brecha parece que continuará ensanchándose. La creencia, de acuerdo con la economía neoclásica, de que el co­mercio internacional sin limitaciones permitiría que los países pobres se acercaran a los ricos va contra la experiencia histórica y contra el sentido común. Una economía que se desarrolla gracias a la genera­ción de crecientes desigualdades está acumulando inevitablemente problemas para el futuro, (estallidos sociales, huelgas).


Sin embargo, en ningún caso las actividades económicas existen, ni pueden existir, desvinculadas de su contexto y sus consecuencias. Co­mo hemos visto, tres aspectos de la economía de fines del siglo 20 han dado motivo para la alarma. El primero era que la tecnología conti­nuaba expulsando el trabajo humano de la producción de bienes y ser­vicios, sin proporcionar suficientes empleos del mismo tipo para aque­llos a los que había desplazado, o garantizar un índice de crecimiento económico suficiente para absorberlos. Muy pocos observadores espe­ran un retorno, siquiera temporal, al pleno empleo de la edad de uso en occidente.


El segundo es que mientras el trabajo seguía siendo un factor prin­cipal de la producción, la globalización de la economía hizo que la in­dustria se desplazase de sus antiguos centros, con elevados costos labo­rales, a conversionistas extranjeros cuya principal ventaja siendo las otras condiciones iguales, era que disponían de cabezas y manos a buen precio. De esto puede seguirse una o dos consecuencias: la transferencia de puestos de trabajo de regiones con salarios altos a regiones con salarios bajos y (según los principios del libre mercado) la consiguiente caída de los salarios en las zonas donde son altos ante la presión de los flu­jos de una competencia. Por tanto, los viejos pueden optar por con­vertirse en economías de trabajo barato, aunque con unos resultados socialmente explosivos y con pocas probabilidades de competir, pese a todo, con los países de industrialización reciente. (Tratado de Libre Comercio).


Históricamente estas presiones se contrarrestaban mediante la ac­ción estatal, es decir, mediante el proteccionismo. Sin embargo, y este es el tercer aspecto preocupante de la economía, su triunfo y el de una ideología de mercado libre debilitó, o incluso eliminó, la mayor parte de los instrumentos para gestionar los efectos sociales del caos econó­mico. La economía era cada vez más una máquina poderosa e incon­trolable. ¿Podría controlarse? Y, en ese caso, ¿Quién la controlaría? Todo esto produce problemas económicos y sociales, aunque en al­gunos países (como en Venezuela) son más inmediatamente preocu­pantes que en otros (como en Argentina). Los milagros económicos se basaban en el aumento de las rentas reales en las "economías de mer­cado desarrolladas", porque las economías basadas en el consumo de masas de consumidores con ingresos suficientes para adquirir bienes duraderos de alta tecnología. La mayoría de estos ingresos se habían obtenido como remuneración del trabajo en mercados de trabajo con salarios elevados, que empezaron a peligrar en el mismo momento en que el mercado de masas era más esencial que nunca para la economía.


En los países ricos, este mercado se estabilizó gracias al desplaza­miento de fuerza de trabajo de la industria al sector terciario, que en general ofrecía unos empleos estables, y gracias también al crecimien­to de las transferencias de rentas (en su mayor parte derivadas de la se­guridad social y de las políticas de bienestar), que a fines de los años ochenta representaban aproximadamente un 30% del PNB, conjunto de los países occidentales desarrollados.


En cambio, en los años veinte, esta cifra apenas alcanzaba un 4 % del PNB (Bairoch, 1993. P. 174). Esto puede explicar por qué la cri­sis de la bolsa de Wall Street en 1987, la mayor desde 1929, no pro­vocó una depresión del capitalismo similar a la de los años treinta.


Sin embargo, estos dos estabilizadores estaban ahora siendo erosio­nados. Al final del siglo 20, los gobiernos nacionales y la economía ortodoxa coincidían en que el costo de la seguridad social y de las po­líticas de bienestar público era demasiado elevado y debía reducirse, mientras la constante disminución del empleo en el hasta entonces es­table sector terciario, empleo público, banca y finanzas, trabajo de ofi­cina desplazado por la tecnología, estaba a la orden del día. Nada de esto implicaba un peligro inmediato para la economía mundial, en la medida en que el relativo declive de los viejos mercados quedaba condenadores y, b) recortar los impuestos de la seguridad social (o cual­quier otro tipo de impuestos), tanto como sea posible.


Y no hay ninguna buena razón para suponer que la economía de mercado libre a escala global pueda solucionarlos. Hasta la década de los años setenta el capitalismo nacional y el mundial no habían opera­do nunca en tales condiciones o, si lo habían hecho, no se habían be­neficiado necesariamente de ello.

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