30 de junio de 2008



A:

Felipe Armando y Anali Del Carmen, hijos míos

y Lidia Mercedes, madre mía

¡¡NUNCA SE RINDAN!!

9 de junio de 2008

AUGE Y CAIDA DEL CAPITALISMO DE ESTADO

Por: Juan Carlos Espinal




INTRODUCCION


EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS




Es bien conocido que los Estados Unidos siempre que fraguó un plan de acción contra Republica Dominicana, en los días del terrorismo de estado, 1966-1978, o mas adelante, para perpetrar la interminable cadena de sedición, actos subversivos y desembarco de invasión, organizados y dirigidos por la CIA, en cada ocasión, ocultaría siempre sus actividades criminales bajo el manto de determinadas organizaciones empresariales, eclesiásticas, culturales, militares y políticas bajo consignas contrarrevolucionarias, 1963. La cantidad de nombres y siglas que la embajada norteamericana en Santo Domingo ha creado sólo basta para fundamentar nuestra denuncia, ¿Quién sino la CIA, al amparo de las condiciones de sometimiento militar imperialista, en el Hemisferio Occidental, puede dar golpes de estado, asesinar disidentes ideológicos y financiar los partidos políticos dominicanos? Grupos nacionales, e instituciones no gubernamentales de la llamada sociedad civil reciben fondos a través de un vasto programa de financiación cuyos cabecillas principales están estrechamente vinculados a las actividades de los norteamericanos contra los intereses de la República Dominicana. US-AID. Muchas veces el trabajo sucio se realiza por otros medios, y la opinión pública creada sirve para que la oligarquía se atribuya la paternidad de los hechos. Como se puede apreciar, desde 1907, en el siglo 20, fueron organizados sabotajes político-electorales de extraordinaria gravedad contra la soberanía del estado-nación, 1930. Los dominicanos de libre pensamiento, y los intelectuales revolucionarios han de discutir con los gobiernos nacionales, cual fuese, una solución a los problemas. Pero tiene que ser, de ahora en adelante, sobre la base del cese definitivo de la monstruosidad capitalista. El imperialismo, el neoliberalismo, el neocolonialismo, la xenofobia y la brutal explotación de los recursos naturales nos acercan cada día más hacia una irreversible conmoción social. Las ideas por las cuales otros ciudadanos lucharon sirven como ejemplo del mundo al que se aspira porque nuestra lucha es universal.






Capitulo I


EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS



Tanto la descolonización como las revoluciones transfor­maron drásticamente el sistema político. Así pues la or­ganización social indígena fue destruida, al menos en su generalidad. De manera que pasaríamos a ser un pueblo de corte occidental. España nos transmitiría su lengua, religión, formas de ves­tir y comer, ganados e instituciones jurídicas y civiles, aún cuando ca­recían de capacidad como Estado para ser un imperio convirtiéndose pues, en una profunda contradicción que nosotros heredaríamos y por supuesto transmitiríamos de generación en generación, hasta llegar a ser lo que somos hoy, incluso en América donde la temprana descolo­nización añadiría una docena más. Sin embargo, lo importante de esto no era su número sino el enorme y creciente peso y presión demográfica que representaba en conjunto.

Desde la primera revolución industrial, y es posible que desde el Siglo XVI este equilibrio se había inclinado a favor del mundo "desarrollado". Esta explosión demográfica en los países pobres como en República Dominicana despertó por primera vez una grave preocupación internacional a finales del siglo XIX. Nuestra población ha crecido desordenadamente y cada día los go­biernos son más deficitarios provocando subsidios irresponsables y peor aún con más bocas que alimentar y con menos capacidad de producción. La explosión demográfica del mundo pobre es elevada porque los índices básicos de natalidad suelen ser mucho más altos que los del mismo período histórico en los países desarrollados y porque los ele­vados índices de mortalidad que antes frenaban el crecimiento de la población cayeron a partir de los años setenta a un ritmo cuatro o cin­co veces más rápido que el de la caída que se produjo en Europa del siglo XDC. Y es que, mientras en Europa éste descenso tuvo que espe­rar hasta que se produjo una mejora gradual en la calidad de vida y del entorno, la nueva tecnología barrió con los países pobres en forma de medicinas y la revolución del transporte. Así a partir de los años cincuenta las innovaciones médicas y farma­cológicas estuvieron disponibles para salvar las vidas a gran escala, de­bido a la aparición de los antibióticos y algo que antes era imposible conseguir, salvo tal vez de las enfermedades como la viruela, diarrea, etc. Así, mientras los dominicanos vivían más y mejor que décadas pa­sadas, las tasas de mortalidad se reducían verticalmente a tal punto, que la población se dispararía aún cuando la economía y las institucio­nes fueran inestables. De manera que la explosión demográfica es el hecho fundamental de nuestra existencia. Al tratar de estabilizar nuestra población con na­talidad y mortalidad bajas con algún tipo de planificación familiar es­tamos creando mayores problemas de población y es improbable que podamos resolver nuestros índices de pobreza. Sin embargo, nuestras preocupaciones no sólo radican en el fondo, sino en la forma.

Así mis­mo, nuestra sociedad se ha visto obligada a adoptar sistemas políticos derivados de nuestros conquistadores o amos imperiales. Así que, una minoría de los que surgieron de las evoluciones sociales siguió el mo­delo de la Revolución Soviética. En teoría, el mundo dominicano estaba lleno de los que pretendían ser repúblicas parlamentarias con elecciones libres y de una minoría de repúblicas democráticas populares de partido único. En particular es­tas etiquetas indicaban como máximo en que lugar de la escena inter­nacional querían situarse como solían serlo nuestras propias constitu­ciones y por los mismos motivos en la mayoría de los casos, carecería de las condiciones materiales y políticas necesarias para hacer viables nuestro sistema. Esto sucedía incluso con los comunistas, aunque su estructura au­toritaria y el recurso a un "partido único dirigente" hacía que resulta­se menos inadecuado en un entorno no occidental que en las repúbli­cas liberales. Así, uno de los pocos ideales comunistas era la suprema­cía del partido sobre el ejército. De paso, los mecanismos de control se fueron perdiendo y las fuer­zas armadas tendrían protagonismo semejante o incluso superior al poder civil. Además, la intervención en aspectos administrativos pro­vocaría el enriquecimiento asombroso de generales y oficiales medios. Estos recibirían cuantiosos subsidios y suministros a través de las intendencias y en algunos de los casos, existió mayores posibilidades po­líticas que nunca. A los militares se les mantendría alejados del poder civil, gracias a la presunción de la supremacía civil a través del partido.


Las perspectivas fueron pocas y así la transacción hacia la democra­cia liberal se negociaría con poco éxito bajo la égida de la intervención y las constantes intentonas golpistas de unos oficiales recalcitrantes durante los periodos de ciertos aires democráticos. La democracia sería abortada y nuevamente la pobreza se expandi­ría notablemente. Así, la amenaza se mantendría aunque en los años se­tenta se producirían manejos todavía por explicar en las obscuridades de la filtración de la CÍA, y los paramilitares supuestos del servicio se­creto y del terrorismo de Estado. Quizás solo en los traumas de la des­colonización, los dominicanos llegaríamos a ser intolerantes y la ten­tación de retener el poder de parte de los políticos fue inútil al hun­dirse la economía y pronto caeríamos bajo el escenario de la confron­tación social. La guerra civil será el legado de la miseria dejando re­cuerdos en toda la sociedad, recuerdos y cicatrices que aún no se han borrado. Los regímenes autoritarios sintieron afición por torturar a sus oponentes, dejando muchas madres solteras y padres sin trabajo, hun­diéndonos de cabo a rabo bajo el peso de nuestra propia estupidez. La situación era más favorable a una intervención militar, sobre todo en la República Dominicana donde un grupo de comerciantes era capaz de manejar la economía, introduciendo conceptos ideológicos pareci­dos a épocas medievales. El dominicano aspira a esforzarse y vivir en orden con la esperanza (a menudo vana) de que un Mesías asumiese la redención de sus propósi­tos. De todos modos el más leve indicio de que los gobiernos del país cayeran en manos de los comunistas garantizaba el apoyo de los nortea­mericanos y como consecuencia no sólo se minó el sentimiento de au­toestima, sino que el vacío se produciría influiría en la voluntad domi­nicana de adherir otros valores extraños anteponiéndolos a los suyos. Si la espectacular aceleración del crecimiento poblacional que he­mos experimentado en este siglo continuase, la catástrofe sería inevi­table. La invención de la agricultura fue realmente toda una revolu­ción con consecuencias determinantes para el desarrollo posterior de la República Dominicana.


La transición a la agricultura, no obstante, no fue una invención inmediata que se propagó rápidamente. Más bien, fue un proceso evolutivo durante el cual cazadores y re­colectores se fueron dando cuenta de que por un lado los animales es­taban desapareciendo y por el otro lado era posible domesticar ciertas plantas alimenticias. De manera que la vida de los dominicanos, específicamente del campesinado, comenzó a depender cada vez más de los alimentos plantados. Llegaría la recolección y de paso los asentamientos a gran escala, produciéndose un crecimiento poblacional sin ningún tipo de ordena­miento urbano. De manera que la población aumentó, en el mismo período de la recolección con mayor intensidad que la producción provocando desde entonces los primeros niveles de desigualdad. Estos pequeños asentamientos pasaron de nómadas a sedentarios, aunque este fue un proceso lento que comenzó en pocos lugares y que desde la llegada de Cristóbal Colón a la isla, se iría expandiendo, in­cluso, hasta nuestros días. Luego en los primeros centros urbanos se inventa la vivienda, crea­da de baño y piedra y así sucesivamente. Cabe resaltar que desde nuestros orígenes fuimos depredadores y el salto de nuestra economía hacia niveles productivos deberá represen­tar el gran reto de nuestra nación. De hecho, nuestro paso desde la Edad de Piedra hasta la Edad de los metales, pinta de cuerpo entero lo difícil que nos cuesta avanzar si­quiera paulatinamente. Esto prolongaría nuestro retroceso cultural y de este sistema fue surgiendo una población sin estímulos más que vi­vir primitivamente. Este proceso sería el patrón seguido cotidiana­mente y reproducido durante siglos.


Nuestra decadencia se hizo paten­te antes, mucho antes del descubrimiento y se puede advertir en los ni­veles de vida de nuestros indígenas. Así se tendrá, que pagar un precio muy alto para avanzar, sin ningún tipo de técnicas de producción, me­dios de comunicación y sin mercados donde comprar. De manera que las luchas de las potencias europeas influenciaron a Santo Domingo y por consiguiente a la población, la cual heredaría una inestable voluntad para enfrentar los fenómenos y virtudes de nuestras limitaciones. Vale la pena advertir que sólo en los traumas de la descolonización, en la derrota a manos de los insurrectos de las colinas, los dominicanos llegaríamos a conocer la intolerancia y así estudiando nuestro pasado podríamos comprender el papel de la oligarquía, quienes desde enton­ces han sentido una tentación enorme de subyugar al pueblo, ya sea por golpes militares, evasión fiscal, corrupción administrativa y desmanes ideológicos que nos hundirían de una manera singularmente absurda. De modo que la situación era más favorable a una intervención del poder imperial sobre todo en un Estado de reciente creación, débil y diminuto donde apenas un centenar de hombres descalzos y armados con armas infuncionales podrían resultar decisivos para lograr la inde­pendencia nacional. Lo cierto es que curiosamente, esta separación (llamada irónicamente independencia) en lugar de acentuar la estabi­lidad política y económica de la nación dominicana, lleno un vacío profundo provocando estados recurrentes de caos y donde la inexpe­riencia o la incompetencia de los gobiernos era fácil que se produjera la confusión. Nuestros típicos gobernantes fueron hombres comunes del pueblo, con más arrojo que heroísmo, quienes eran aspirantes a dictadores o en el mejor de los casos, se esforzaban para no fracasar y poner en or­den la situación por lo que muy pocos duraban en el cargo. Nuestro sistema político no era una forma especial de crear estabi­lidad, sino inseguridad del entorno. Esto iría adueñándose cada vez más de los sentimientos colectivos de nuestros ciudadanos. La prácti­ca totalidad de nuestro territorio era dependiente del exterior y sus lí­deres no se fueron comprometiendo en políticas que requerían justa­mente la clase de Estado estable, eficaz y con un adecuado nivel de funcionamiento del que muy pocos disfrutaban. Estaban comprome­tidos en ser económicamente dependientes y subdesarrollados. Después de la descolonización parecía que ya no había futuro para los viejos programas de desarrollo basados en el suministro de mate­rias primas al mercado nacional dominado por los países imperialistas. En todo caso, esto había dejado de parecer factible a partir de la gran depresión.


Además, como veremos más adelante, tanto el nacionalis­mo como el antiimperialismo pedían políticas de menor dependencia respecto a los antiguos imperios y el ejemplo de la URSS constituía un modelo alternativo de "desarrollo", un ejemplo que nunca había pare­cido tan impresionante como en los años posteriores a 1945. Es por ello que los estados más ambiciosos decidieron acabar con su atraso agrícola, mediante una industrialización sistemática, bien fuese según el modelo soviético de planificación central, bien mediante la sustitu­ción de importaciones, basados ambos, aunque de forma diferente, en la intervención y el predominio del Estado. Hasta nosotros, los dominicanos, quienes éramos menos ambicio­sos, quienes soñábamos con un futuro de grandes complejos hidroe­léctricos a la sombra de presas colosales, queríamos controlar y desa­rrollar por nuestra propia cuenta nuestros recursos. Así, los gobiernos o mejor escrito, Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961) siguiendo el ejemplo de México en 1938, comenzó a nacionalizar las empresas y gestionarlas como empresas estatales. En definitiva nuestros gobiernos aún en el proceso de descolonización cultural no les importaban en absoluto depender de capitalistas a la antigua y pretendieron el marco de una economía dirigida. Seguramente el Estado de este tipo se man­tuvo viviendo a expensas de déficits constantes. Es por ello que los dominicanos que vivían en zonas alejadas y atra­sadas se dieron cuenta de la ventaja de tener estudios superiores, aun­que no pudieran compartirlos, o tal vez porque no podían obtenerlos. Así, conocimiento equivalía literalmente, a poder, algo especialmente visible en nuestro país, donde el Estado es a los ojos de los ciudadanos una máquina que absorbía sus recursos y los repartía entre los emplea­dos públicos. Tener estudios era tener un empleo, a menudo un em­pleo asegurado, como funcionario y con suerte, hacer carrera, lo que le permitía al ciudadano obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos. Un pueblo como el dominicano, que invierte en los estudios de uno de sus jóvenes esperaba recibir a cambio ingresos y protección pa­ra toda la comunidad, gracias al cargo de la administración que estos estudios aseguraban. En cualquier caso, los funcionarios que tenían éxito eran los mejores pagados en toda la población.


República Domi­nicana fue tan pobre, que los servidores públicos se enriquecieron bru­talmente. Incluso, sus habitantes perderían la capacidad del ahorro y salario real. Donde parecía que la gente pobre del campo podía bene­ficiarse de las ventajas de la educación u ofrecérselas sus hijos, el deseo de aprender era prácticamente universal y cerca del colonialismo. Es­tas ansias de conocimiento explican en gran medida la enorme migra­ción del campo a la ciudad que despobló el agro y la capacidad pro­ductiva del país a partir de los años cincuenta. Y es que la ciudad re­sulta atractiva y ante todo ofrecía oportunidades de educación, y for­mación de los hijos. La mentalidad vigente era la que en la ciudad se podía "llegar a ser alguien". La escolarización abrió perspectivas más halagüeñas, pero en nuestro atrasado país, el mero hecho de conducir un vehículo moderno y poseer una piel clara podía ser la clave de una vida mejor. Lo primero que un campesino le enseñaba a sus hijos y so­brinos era la esperanza de abrir el camino a un nuevo mundo moder­no como "la capital", ya sea conduciendo un vehículo de transporte público o por el contrarío creando un tarantín debajo de los edificios más modernos de la ciudad. Sin embargo, había sido y resultaba atrac­tivo, ya que afectaba a la tres quintas partes o más de los campesinos que vivían en la agricultura; la reforma agraria, era la consigna general de los gobiernos dominicanos, aun cuando no significó la gran cosa, desde la división y el reparto de los latifundios entre el campesinado y los jornaleros sin tierra, hasta la abolición de los regímenes de propie­dad y las servidumbres de tipo feudal desde la rebaja en los arrenda­mientos y sus reformas hasta la nacionalización y colectivización revo­lucionaria de la tierra. El agricultor dominicano apenas comenzaría a abandonar las cosechas y depredar los conucos. Es probable que jamás se hallan producido tantas reformas agrarias como en la década de los setenta, donde casi la mitad del género humano se estaba dando cuen­ta que se hacían más pobres. No obstante, a pesar de la proliferación de las declaraciones políticas, la República Dominicana tuvo demasia­das revoluciones, descolonizaciones o derrotas militares como para que hubiese una reforma agraria exitosa. Los argumentos a favor de la reforma agraria eran básicamente po­líticos, para ganar demagógicamente el apoyo del campesino de una manera ideológica y en algunas ocasiones económicamente, aunque no era mucho de lo que los reformadores "reformistas" esperaban re­cibir con el simple reparto de tierras a los campesinos tradicionales y a los peones que tenían poca o ninguna tierra. De hecho, la producción agrícola cayo drásticamente luego de los repartos, aunque la prepara­ción del campesinado mejoró.


Los argumentos favorables a los mantenimientos de un campesi­nado numeroso eran y son antieconómicos ya que en la historia del mundo moderno el gran aumento de la producción agrícola ha ido en paralelo con el declive de la media de la proporción de agriculto­res, en especial luego de la guerra civil de 1965. La reforma agraria, sin embargo, podía demostrar que el cultivo podía ser más eficiente y flexible que el latifundio practicado en tierras despojadas por mili­tares, políticos y empresarios y ciertamente cualquier intento se con­sideró una explotación que hizo que los productos llegaran más caros y con menos calidad a la población, debido pues, a los interme­diarios. Mientras la disparidad de los ingresos de los dominicanos aumentaba el desarrollo económico se estancaba. La igualdad de la productividad se asemejaba a una distribución de pobreza.


Verdaderamente la desigualdad social de la República Dominicana no puede dejar de guardar relación con la ausencia de reforma agraria en tanto esta fue­ra acogida por el campesinado, por lo menos hasta que pasó de la colectivización de las tierras a la constitución de cooperativas, como fue norma de los países comunistas. Sin embargo, lo que los modernizadores vieron en esta reforma no era lo que representaba para los campesinos a quienes no interesaban los asuntos macroeconómicos sino que veían la política nacional desde un punto de vista paralelo de los pensadores de las ciudades y cuyas demandas de tierras no se basaban en los principios generales sino en exigencias concretas. Así la reforma agraria instituida por sectores del Gobierno del doctor Joaquín Balaguer fracasó debido a que las comunidades campesinos han vivido en difícil coexistencia con las grandes haciendas ganaderas del país, a las que proporcionaran mano de obra, y la repartición de tierras fue vista simplemente como la devolución al campesino de las tierras despojadas por generales, políticos y terratenientes cuyos límites había conservado en sus recuerdos durante siglos y cuya pérdida no habían aceptado. A los campesinos dominicanos no les importaba ni el mantenimiento de las viejas empresas como unidades de producción ni los experimentos cooperativistas, ni otras prácticas agrícolas innovadoras, sino la asistencia mutua tradicional en el seno de las comunidades que distaban mucho de ser igualitarias. Después de la reforma las comunidades volvieron a "ocupar" las tierras de las haciendas convertidas en cooperativas como si nada hubiese cambiado en el conflicto entre haciendas y comunidades. Para ellos había cambiado realmente. La reforma agraria sería pues un éxito político de los Gobiernos de Joaquín Balaguer, pero sin consecuencias económicas de cara al desarrollo posterior agrícola de República Dominicana.

No ha de sorprender que un estado poscolonial como el nuestro fuera una región dependiente del viejo mundo imperial e industriali­zado. Lo que básicamente ocurría era que para otras sociedades desa­rrolladas era factible tratar con sociedades pobres en comparación con el mundo desarrollado e incluso resultaba posible reconocernos como dependientes. De manera, que se iría formando un pensamiento obtuso en mate­ria económica donde se llegó a pensar que el mercado mundial del ca­pitalismo o la libre iniciativa de la empresa privada doméstica no pro­porcionaría el desarrollo. Además, durante la guerra fría todos pensa­rían que era inevitable aliarse a los Estados Unidos o la Unión Sovié­tica. Nuestros pensadores en su mayoría no eran más que inspiradores radicales o ex-revolucionarios anticolonialistas quienes se oponían a todo vestigio de crecimiento. Todos ellos, al igual que otros regímenes decían ser socialistas a su manera. Simpatizaron con la Unión Soviética o por lo menos estaban dis­puestos a recibir su asistencia económica y militar, lo cual no resulta sorprendente ya que los Estados Unidos habían abandonado su tradi­ción anticolonialista de la noche a la mañana, después de que el mun­do quedase dividido y buscaban ostensiblemente aliados entre los ele­mentos más conservadores del tercer mundo. No obstante, la diferen­cia de los simpatizantes de los Estados Unidos en República Domini­cana era la intención de unirse antes que verse en conflictos potencia­les y en crisis políticas. Aún así buena parte de nuestro país se mantuvo alejado de conflic­tos tanto globales como regionales hasta después de la Revolución Cu­bana. Cultural y lingüísticamente nuestra población era occidental, ya que la gran masa de los habitantes pobres eran católicos. Si bien nues­tro país había heredado de sus conquistadores ibéricos una egoísta je­rarquía racial, también heredamos de los españoles, en su inmensa ma­yoría de sexo masculino una tradición de mestizaje en gran escala. Había poca gente que fuese totalmente blanca, salvo en los asentamien­tos montañosos como en Jarabacoa y Constanza y parte de la región sur del país (Baní) quienes fueron pobladas por inmigrantes europeos y con muy pocos indígenas criollos. En ambos casos el éxito y la posición social borraron las distinciones raciales y ya para 1898 en República Dominicana había como presiden­te un negro de descendencia haitiana, Ulises Heureaux.

Hasta el día de hoy nuestro país se ha mantenido al margen del círculo vicioso de polí­tica y nacionalismo étnicos que hace ola en los demás continentes. Además, la mayor parte de la sociedad reconocía ser lo que ahora se denomina una dependencia "neo colonial" de una potencia impe­rial única, los Estados Unidos. Es por ello, por esta idea, que los go­biernos dominicanos están conscientes de lo inteligente que es, estar de lado de Washington. Si no lo conocen perfectamente, al menos nuestros políticos lo interpretan instintivamente sólo viéndose en el espejo de Cuba, quien hizo su revolución y estaba dispuesta a discre­par de los norteamericanos y la OEA la expulsó. Y sin embargo, justo en el momento en que la República Dominicana y las ideologías basa­das en el apogeo y el libre mercado comenzaron a eficientizar la eco­nomía, tan pronto, como sucedió empezó a desmoronarse.

En los años setenta se hizo cada vez más evidente que un sistema en declive no podía abarcar adecuadamente a unos ciudadanos cada vez más diferentes. El sistema político sería útil para unos cuantos y nos hicieron pen­sar que el país estaba dividido entre ricos y pobres. Desde entonces nos designaron los roles que se iban incrementan­do a los ojos de todos y el destino estaba plenamente justificado. La diferencia de PNB per cápita entre los ricos y pobres pasaría de colec­tivo a individual, es decir había dos países en uno sólo. Así nuestra so­ciedad, es evidente que ha dejado de ser una entidad única. A nuestros estados pobres situados en la dependencia casi absoluta y donde el creciente peso demográfico con baja productividad econó­mica, sencillamente no nos iba tan bien, pero a pesar de todo, resulta­ría evidente que por más desventajas que existiera para convertirnos en ricos, de esa misma manera casi invariablemente estábamos tentados a tirarlo todo por la ventana. Al llegar los años ochenta nos llenaríamos de deudas. En segundo lugar, parte de nuestro país superaría su entor­no tercermundista, algunos se industrializaban particularmente y os­tensiblemente hasta unirse a ciudadanos del primer mundo, aunque continuasen mucho más pobres. Nuestras diferencias cuantitativas eran patentes. La República Do­minicana del 1970 no es la misma de hoy, sin embargo sigue siendo tan pobre como ayer. Y esa es la realidad. Así que no existe ninguna definición exacta de las justificaciones de algunos teóricos sobre el tó­pico de que hemos avanzado. De hecho, en la categoría de países en vías de desarrollo seguimos siendo una economía de servicios, dependiendo incluso de las mate­rias primas y remesas en dólares. Si estuviéramos dependiendo más allá de los límites de los países pobres nuestro sentido estricto hubiera sido la de una economía de mercado, o sea, de una sociedad capitalista. Una serie de países, emergieron o serían sumergidos en la pobreza. República Dominicana no escaparía a situarse en la cola de los países atrasados y aceptaría tácticamente el eufemismo de ser un país "en vías de desarrollo". Alguien tuvo la "delicadeza" de crear un subgrupo de países de rentas bajas en vías para clasificar a los tres millones de seres humanos cuyo PNB per cápita habría alcanzado un promedio de $330.00 dólares hasta 1989, distinguiéndolos de los quinientos millo­nes de habitantes más afortunados de países menos pobres, como la República Dominicana, Ecuador y Guatemala, cuyo PNB medio era más bajo que el de los privilegiados del tercer mundo (Brasil, México, y Malasia) con un promedio ocho veces mayor. Los aproximadamente ochocientos millones del grupo más próspe­ro disfrutaban en teoría de un PNB por persona de $18,260.00 dóla­res, es decir, cincuenta y cinco veces más que las tres quintas partes de la humanidad, incluyendo obviamente nuestro país. En la práctica, a medida que la economía mundial se fue globalizando, en serio, sobre todo tras la caída de la Unión Soviética, se fue convirtiendo en más puramente capitalización y dominada por el mundo de los negocios. Los inversionistas y empresarios descubrieron que gran parte del no poseía ningún interés económico para ellos, a menos, qui-que pudiesen sobornar a sus políticos y funcionarios, para que el proyecto de prestigio, y el dinero, nos lo sacarían del a costa de las "consideraciones de los jefes de Estado".


En nuestro país la cantidad desproporcionada de ciudadanos se encuentra en los mismos niveles de vida que países africanos. De manera, que la guerra fría nos privó de ayudas económicas. Además, con el aumento de la división entre los pobres, la globalización de la economía produjo movimientos, en especial de personas, que cruzaban las y regiones. Turistas de países ricos nos invaden como jamás habían hecho. A mediados de los años ochenta, miles de turistas procedentes de motivarían la economía con una enorme mano de obra proce­de sectores pobres siempre que las barreras políticas no lo frena-Por desgracia, en los decadentes años setenta y ochenta, los movimientos migratorios no se dirigían directamente a la capital. El número de campesinos en las grandes urbes rurales creció y se dispararía en apenas 20 años (1965-1985). La mayoría emigraba después de abandonar los conucos y las siembras, pero una parte importante venía de la frontera escapando de la miseria y se convertirían en ciudadanos cada vez más difíciles de separar de los torrentes de hombres, mujeres y niños que huían desespera­dos hacia un mundo moderno. Así que, desarraigados de su entorno y enfrentando a ciudadanos más capacitados se convertirían en virtuales refugiados en la capital sin ordenamiento urbano con excepción de algunos sectores privilegiados cuyos habitantes no fomentaban, ni permitían, la entrada ­de "inmigrantes", de otros barrios o pueblos a quienes consideraban menos. Aun cuando los teóricos no se refieran a este tópico, este rechazo podría considerarse como un nuevo síndrome social en la comunidad la xenofobia local. De manera, que el asombroso salto de la economía del mundo capitalista y su creciente globalización provo­caría la división del concepto de nación de República Dominicana, puesto que, el concepto de tercer mundo sería asimilado por aquellos que se situaron conscientemente en la práctica totalidad de los habi­tantes pobres del país y quienes viven en la actualidad en el mundo moderno. En realidad, muchos de los movimientos tradicionales y nominalmente conservadores ganarían terreno en un país con mentalidad oli­gárquica del tercer mundo, sobre todo, pero no exclusivamente, en la clase baja, que son masas irredentas que se resisten o los han empuja­do contra la modernidad y a los cuales se les ha aplicado esta vaga de­nominación. La gente sabe ahora que forma parte de un mundo que no era como el de nuestros abuelos. Los alimentos nos llegaban por autobús a través de avenidas polvorientas, en forma de radio de pilas, quizás, hasta a los analfabetos, en su propia lengua, o dialecto, no es­critos, aunque suele ser un privilegio de las comunidades campesinas. Pero en un país donde la gente de campo emigra a Santo Domin­go por millones, e incluso en ciudades como Santiago y Puerto Plata donde las poblaciones urbanas superiores a un tercio eran habituales, casi todos habían trabajado en la capital o tienen un pariente que vive allí. Desde entonces, pueblo y ciudad están unidos. Hasta los campos y regiones más despobladas, quienes viven en chozas sin electricidad, ni agua potable, se pueden observar botellas de Coca Cola vacías y productos de consumo nacional a gran escala, e incluso relojes de mar­ca donde además se comercializan. Los gobiernos dominicanos tuvieron menos éxito y probablemen­te subestimaron las limitaciones de nuestro atraso, falta de técnicos, administradores y cuadros económicos cualificados y con experiencia, analfabetismo, desconocimiento y desconfianza hacia los programas de modernización económica, sobre todo cuando nuestros presidentes sin excepción, se imponían objetivos difíciles de cumplir. El resultado fue un desastre que empeoró todavía más con el hundimiento del pre­cio del azúcar en los años setenta. Para 1976 los grandes proyectos ha­bían fracasado, la industria de nuestro pequeño país solo se podía proteger detrás de altísimos aranceles, controles de precios y permisos de importación, lo cual provocó el florecimiento de economía sumergida y de una corrupción general que se ha convertido en inerradicable. Tres cuartas partes de todos los asalariados eran empleados públicos, mientras la agricultura de subsistencia quedó abandonada. Tras el derrocamiento de Juan Bosch mediante el consabido Golpe Militar (1963) el país prosiguió su desilusionada andanza entre una se­rie de gobiernos en ocasiones civiles, aunque generalmente de milita­res desilusionados. El funesto balance de nuestro país, no debería in­ducirnos a subestimar los importantes logros décadas después en el afianzamiento de una democracia "maquillada". Así pues, el desarrollo económico fue decepcionante y dependía de las condiciones de los errores humanos y del sistema imperialista norteamericano. Nuestro "desarrollo", dirigido o no por el estado, no resulta del in­terés inmediato para la gran mayoría de los dominicanos que vivía del cultivo de sus propios alimentos, pues, nuestras fuentes de ingresos principales eran una o dos cultivos de importación, café, plátanos o ca­cao, productos que suelen concentrarse en áreas muy determinadas. Así pues, emularíamos a los chinos pobres de la parte Sur y a los indi­gentes africanos, quienes continuaban viviendo de la agricultura. De manera que la visión occidental del campesino dominicano, es­taba apenas iniciando una copia en calco de las migraciones en todo el continente del área rural a las urbes, volcando sobre nuestras ciudades olas de desempleo y que apenas dos décadas cambiarían la estructura de Santo Domingo y Santiago. En algunas regiones fértiles y con una densidad poblacional no excesiva, como buena parte del Cibao, la Ro­mana y Baní la mayoría de las gentes se las había ingeniado para man­tener un nivel de vida adecuado. La mayoría de las ciudades con baja densidad y empleo aún precario, no necesitaba del Estado dominica­no por general demasiado débil, y los habitantes de esta zona prescin­dieron de los políticos y el poder, refugiándose en la autosuficiencia de la vida rural. Cuidadosamente, pocos países en procesos revolucionarios inicia­ron la era de la independencia con mayores ventajas que los dominicanos, aunque nosotros muy pronto desperdiciaremos la capacidad geopolítica del entorno. La mayoría de nuestros campesinos era mu­cho más pobre que los del resto del continente, y para colmo, estaba mucho peor alimentado, y la presión demográfica sobre una cantidad limitada de tierra, era más grave para la economía que nunca antes. No obstante, nuestros gobiernos entendieron conjuntamente con sus habitantes que la mayor de sus problemas no era mezclarse con los que decían que el desarrollo económico les proporcionaba las riquezas y prosperidad sin ningún tipo de bulto, sino mantenerles pobres. La experiencia de décadas, tanto colectiva como individual era que nuestros antepasados nos inculcaron que nada bueno provenía de lo extraño. Generaciones de planificadores hicieron cálculos donde nos pretendieron asimilar que era mejor minimizar los riesgos antes que maximizar los beneficios. Esto nos mantendría al margen de la Revo­lución Económica Global, que solo llegaría hasta los más asimilados en forma de camiones viejos, sandalias de goma y despachos llenos de papeles, sino que además esta revolución, tendió a dividir a la pobla­ción de estas zonas entre los que actuaban dentro o a través del mun­do de la escritura y de los despachos de los demás.

En la mayor parte del tercer mundo dominicano y rural la distin­ción básica era entre la costa y el interior, o entre la ciudad y los pue­blos. El problema radicaba en como los ciudadanos y el gobierno mar­chaban juntos hacia la modernidad en un país lleno de cultos y anal­fabetos, modernidad y primitivismo y un montón de estereotipos fo­ráneos. Nuestras asambleas legislativas en un principio representaban a comerciantes que defendían con sumo celo los intereses del capital de la familia en lugar de la soberanía dominicana o los intereses pa­trios. Apenas, habían Licenciados, incluyendo pocos doctores, si es que existieron y muy pocos habían cursado estudios secundarios o su­periores. Por aquella época nuestro territorio poseía una población analfabeta, mas aún, toda persona que deseaba ejercer alguna actividad dentro del centro del gobierno "nacional" en un estado pobre y asimi­lado como el nuestro, tenia que saber leer y escribir, no por obligación, sino por la carencia de este elemental principio básico del ser humano. Pocos hablaban ingles, francés y esto se convertía en un privilegio del que muy pocos disfrutaban. Podrían tentarles a vender sus excedentes antes que comérselos y bebérselos en los pueblos. Este hecho sería la soga que acabaría estrangulando la democracia. Cuarenta años después, circunstancias similares pone en juego el Esta­do de Derecho en nuestro país, desestabilizando la productividad. Hoy, aún cuando no es nuestra intención analizar el proceso actual, los obreros deben estar preguntándose por qué deben aumentar su salario real si de todas maneras la economía dominicana no les produce artí­culos de consumo para comprar con esos aumentos salariales. Este sencillo dato ilustra la posible desintegración de la democracia domi­nicana. Pero ¿Cómo podían producirse esos artículos de consumo a menos que los trabajadores criollos aumentasen la productividad? Por consiguiente, no resulta muy probable que nuestra democracia logre un crecimiento económico equilibrado, basado en una economía agrícola de mercado dirigida desde arriba por el Estado. Para unos re­gímenes comprometidos con el clientelísmo, en todo caso, los argu­mentos en contra son contundentes. Las escasas fuerzas dedicadas a la construcción de la sociedad quedaron a merced de la producción de mercancías en pequeña escala y de la pequeña empresa, que acabaron regresando al capitalismo, que la revolución acababa de "derrocar", y sin embargo, lo que hizo vacilar a los partidos políticos tradicionales era el costo previsible de la alternativa. De manera que la industriali­zación forzosa implicaba una segunda revolución, pero esta vez no des­de abajo, sino impuesto por el poder del Estado desde arriba. Balaguer, quien presidió la era del "boato" y la lisonja, fue una au­tócrata feroz, con aptitud hacia la manipulación excepcional o, a decir de muchos, únicas. Pocos hombres han sumido la personalidad domi­nicana en tal escala. No cabe dudas de que bajo su liderazgo de algu­na manera los sufrimientos del pueblo dominicano aumentaron. No obstante, cualquier político de modernización acelerada de Santo Do­mingo, en las circunstancias de la época, había resultado correcta, aún despiadada con sus opositores ideológicos, imponiendo en contra de la mayoría de la población, a la que condenaba a grandes sacrificios, impuestos en buena medida por la coacción. En cualquier esquina de la capital podemos observar a ciudadanos dominicanos pobres vendiendo con el mismo nivel de habilidad de ciudadanos del primer mundo. La capital se ha convertido en el espe­jo del cambio aunque la verdad es que los capitaleños no son moder­nos por definición, es decir, son atrasados. Aún así, la idea de un jo­ven estudiante de uno de los barrios de la ciudad con niveles de marginalidad es inscribirse en una universidad privada, debido a que, sus padres o al menos el instinto, les dice que donde hay roce social hay progreso. Por más que los pobres dominicanos utilizasen las herramientas de la sociedad tradicional moderna para construir su propia existencia ur­bana, creando y habitando nuevos barrios "pujantes" en la capital y Santiago resulta demasiado, para, lo que, habían de superar y los há­bitos propios de los inmigrantes de los campos entran en conflicto con los tradicionales. Por eso un cibaeño confrontará a un capitaleño y vi­ceversa. Los estilos de vida son diferentes y las costumbres del hombre de la ciudad con mayores perspectivas, es natural, al rechazo regional. En ninguna otra faceta resultaba todo ello más visible en el com­portamiento de las jóvenes adolescentes de cuya ruptura con las tradi­ciones de sus abuelos comentan con nostalgia sus madres. La idea de la modernidad en nuestro país pasó de la ciudad al campo, incluso donde todavía hoy, se vive del cultivo, de variedades de cereales dise­ñados científicamente y que apenas hoy se comienza difundir, aún cuando tarde, a través del cultivo de exportación de frutas y vegetales para los mercados mundiales, gracias al transporte por vía aérea de productos perecederos y a las nuevas modas entre consumidores del mundo desarrollado.

Los dominicanos no deben subestimar las consecuencias de estos cambios en el mundo rural. En ninguna otra parte, el choque ha sido tan frontalmente brusco como en los campos agrícolas y ganaderos, donde los hombres abandonan los cultivos y las mujeres se convierten en mercado. Además, uno de los caos más llamativos es el aumento del consumo de drogas narcóticas en la población rural. Ni hablar de los críos, quienes hoy como moda consumen cocaína. La globalización ha desvirtuado el mercado y nos golpea despiadadamente colisionando, incluso, las estructuras más débiles de nuestra nación a través del turismo, la niñez. Además, llegaría la proliferación de cultivos de marihuana. ¿Cómo puede un agricultor de yuca y batata competir con un cultivo de marihuana? El modo de vida de la población rural, ha comenzado a desarticularse. Es inestable, fruto de la pobreza casi clonada y donde los bares y burdeles.


El campo dominicano se ha transformado, pero esto ha dependido de la civilización urbana y las industrias, pues nuestra economía depende a menudo de las remesas de los inmigrantes como los denomi­naos peyorativamente "York dominicans" y en el mejor de los casos “dominicanos ausentes" a quienes le debemos todavía hoy, que somos al menos una nación. Paradójicamente en República Dominicana al igual que los Estados Unidos, la ciudad puede convertirse en la salvación de la economía rural que de no ser por el impacto de aquella, podría haber quedado abandonada por unos ciudadanos que habían aprendido de la experiencia de la emigración, propia de nuestros campesinos, donde hombres mujeres no tienen alternativas. Los dominicanos han descubierto que no es inevitable que tuvieran que trabajar como esclavos toda sembrando en la tierra, defecando en letrinas, y sudando la gota gorda, sin ninguna fortuna como lo hicieron sus antepasados. Numerosas poblaciones rurales de todo el país, en las impresionantes montañas dominicanas, desdeñan la agricultura y la hermosura de sus paisajes y han abandonado sus lugares de origen a partir de que se cuenta que en la capital hay un mundo mejor. Olvidaron sus raíces, sus tradiciones y prefirieron poner un puesto de frutas que cultivar, aún cuando en sus mentes poseían un carácter agrícola. y saben que con el paso del tiempo a través de los ingresos procedentes de sus puestos de ventas tendrán otra procedencia social.


INTRODUCCION

CAPITULO II

Es notable que en una época de crecimiento económico espectacular y de carestía cada vez mayor de mano de obra, y en un mundo occidental tan consagrado al libre mercado en la economía, los gobiernos se resistiesen a la libre inmigración y, cuando se vieron en el trance de tener que autorizarla, la pusieron difícil. En muchos casos, a los inmigrantes procedentes de países menos desarrollados, solo les daban permisos de residencias condicionales y temporales, para que pudieran ser repatriados fácilmente, aunque la expansión de la Unión Europea, con la consiguiente inclusión de países con saldo migratorio negativo, lo dificultó. La inmigración era un tema político tabú, en las décadas difíciles del nacional socialismo de entre 1930-1961, que conduciría a un acusado aumento público de la xenofobia. Sin embargo, durante la guerra fría la economía siguió siendo más internacional que transnacional. El comercio recíproco entre países era cada vez mayor. Pero aunque las economías industrializadas comprasen y vendiesen cada vez más producto de unas y otras, el grueso de su actividad económica continuó siendo el monopolio doméstico. No obstante, empezó a aparecer, sobre todo a partir de los años ochenta y noventa una economía cada vez más transnacional, es decir, un sistema de actividades económicas para las cuales los estados y sus fronteras no son la estructura básica, sino meras complicaciones. La economía capitalista global no tiene una base democrática o unos limites concretos y más bien restringe las posibilidades de desarrollo social de las economías débiles. Esto demuestra con mayor claridad el modo en que la economía neoliberal escapo a todo control nacional o de otro tipo. Al final todos los gobiernos acabaron por ser victimas de los oligopolios que perdieron a su vez el control sobre los tipos de cambios y la masa monetaria. La capacidad de actuar de este modo reforzó la tendencia natural del capital a concentrarse , habitual desde los tiempos de la colonia. Gran parte de lo que las estadísticas reflejan como importaciones o exportaciones es en realidad comercio interno dentro de una entidad transnacional como los monopolios corporativos que operan en toda la isla La Española. En resumen, República Dominicana era más conveniente para las multinacionales, era un mundo poblado por ciudadanos intervenidos o sin ningún estado.

Capitulo II




LA ERA DE LOS CEREBROS OPTIMISTAS


En un momento determinado del último tercio del siglo la gran desigualdad social que separaba las reducidas minorías gobernantes modernizados u occidentales de nuestro país empezó a colmarse fruto de la transformación general de la sociedad. Aún nuestros reconocidos intelectuales desconocen co­mo ni cuando la pobreza dominicana surgió, ni qué nuevas percep­ciones creó, o los mecanismos necesarios para efectuar estudios de mercado o de opinión o de departamentos universitarios de ciencias sociales con estudiantes de doctorado a los cuales poder mantener ocupados.
En cualquier caso, lo que sucede con las comunidades de base es que siempre resulta difícil describirlo, incluso en los países más docu­mentados, hasta que ya ha sucedido, lo cual explica por que las eta­pas iniciales de las nuevas modas sociales y culturales de los jóvenes resultan imprescindibles, y a menudo irreconocibles, incluso para quienes viven a costa de ellas, como quienes se dedicaban a la indus­tria de la cultura popular, e incluso para la generación de los padres. Lo que estaba pasando, más allá de las conciencias de las élites de la sociedad dominicana era el fenómeno de la concientización social, desarrollada instintivamente por cada vez mayor cantidad de domini­canos, cuya actitud reflejaba independencia, aunque hasta entonces fueron colonia, y les pareció necesario ser hostil al Estado que no les facilitaba siquiera educación y que para el ojo de la mayoría de observadores República Dominicana era un país rico mal administrado. Esa mentira, mal interpretada cambiaría de la noche a la mañana cuando los noticieros de televisión y radio informaban al mundo cuales eran nuestras cerradas políticas de aislamiento, generador de nuestra actual pobreza.

Llegados los años sesenta los indicios de una importante transformación social eran ya visibles en el mundo occidental dominicano, e innegables en los suburbios violentos, llenos de miseria donde lo indecible se hace cotidiano.

Paradójicamente en los lugares donde el desarrollo se estancaría corresponde al mundo socialista dominicano, aunque no suele reconocerse, que la revolución comunista fue un mecanismo de conservación, que si bien proponía transformaciones en el modelo económico a favor de la gente, el Estado y la propiedad apenas se congelaron por su forma prerevolucionaria, o en todo caso, los protegió de los cambios subversivos y continuos de las sociedades capitalistas. En cualquier circunstancia , el poder radicaba en el simple poder del Estado oligárquico , ineficaz, lleno de una retórica hueca, haciendo referencias de totalitarismo a cuyos líderes aún hoy les encanta creer. Los romanenses y banilejos están más alfabetizados y secularizados que los fronterizos de Pedernales y Montecristi, pero es probable que sus formas de vida no fuesen diferentes como se podría creer al cabo de ideas socialistas.



Las consecuencias culturales de nuestra transformación social es algo a lo que tendrán que enfrentarse los historiadores.



Está claro que incluso en sociedades muy tradicionales los sistemas de obligaciones mutuas y de costumbres sufrieron tensiones cada vez mayores. La familia dominicana funciona bajo una tensión sistemática. Sus cimientos están debilitados. Es más, a los ancianos del campo y los jóvenes de la ciudad los separan miles de kilómetros de carreteras inservibles y siglos de desarrollo. Políticamente es más fácil evaluar las consecuencias más difíciles del análisis.

Y es que, con la interrupción en masa de esta población, o por le menos de los jóvenes y habitantes de la capital, en el mundo moder­no dominicano se desafía el monopolio de reducidas élites que confi­guran la primera generación de la historia colonial. Un rasgo ascen­dente y el cual nos pinta de cuerpo entero como sociedad encerrada es reconocer el estatus de una persona por su sonoro apellido, no, solo por distinción sino por diferencia. Además, los programas, ideologías y el propio vocabulario y reducida creatividad de sintaxis de los discur­sos públicos es una inexplicable y sencilla manera de entender la falta de ciudadanos instruidos, sobre la cual está basamentado el porvenir de la República Dominicana.

Esto se debe a que las masas urbanas o urbanizados, incluyendo la enorme clase media aún fueran cultas, no son, y por su mismo nú­mero, miembros de la èlite, cuyos miembros se anillaban para prefe­rir estar al mismo nivel que el español colonizador, o en un caso mo­derno, situarse al lado de sus estudios realizados en Europa o Nortea­mérica.



A menudo resulta muy evidente que el pueblo, el ciudadano co­mún se siente resentido con ellos. De manera, que la gran masa de los pobres no comparte la idea de tener fe en ideas que desconocía y por ende prefería aspirar a su propio progreso secular. El conflicto aumen­tó cuando los antiguos dirigentes dominicanos y la nueva visión glo­bal de la democracia se convertía en un manifiesto crítico público, desnudo, y tras de cada palabra existían “truños” comprensibles, pues para un cronista de la actual época resulta risible observar los tropiezos in­fantiles a los que estaba expuesto el país. Es decir, algunos con acceso a informaciones, reducen a su grado mínimo la generalidad de los ineptos dirigentes quienes pretenden conservar sus vagas ideas sobre conflictos superados.



Un ejemplo de ello, es el nutrido apoyo de un contado exclusivis­mo nacional impregnado en el conservadurismo de clase. Este conflic­to tiene sus raíces en la profunda crisis de la identidad de nuestro pue­blo cuyo orden social ha sido reducido a pedazos y el auge del amplio estrato social de jóvenes mejor preparados.



El pueblo transformado por la constante migración del campo a la ciudad, dividido por las diferencias cada vez mayores entre ricos y pobres que creaba la economía monetaria, hostigados por la inestabilidad que provocaba una movilidad social desigual basada en la educación, así como por la desaparición de los indicadores materiales y lingüísticos de castas y nivel que separaban a los dominicanos, pero que no dejaban ­incógnitas en cuanto a su realidad, viven un estado de ansiedad permanente acerca de su destino. Se han utilizado estos hechos para explicar entre otras cosas, la aparición de nuevos ritos, símbolos e ídolos de comunidades nuevas, como el repentino surgimiento de cultos de Yoga, en los años ochenta, en sustitución de formas seculares y familiares o la institución de jornadas deportivas escolares inauguradas con la presentación del himno nacional, irónicamente en cintas magnetofónicas.

Es por ello que Santo Domingo aun cuando cambia, ese último fenómeno no es vigoroso. Nuestro porvenir es cada vez más inflamable. Nuestra política nacional jamás ha existido, han sido grupos que de alguna manera han entendido el poder y se lo han repartido, conjunt­amente, y por tanto no permiten que el sistema funcione. En algunos sectores de la política tradicional donde existe aceptación sustancial de la ciudadanía, la clase política que dirigía sus demandas aún podría mantener cierto grado de continuidad. Los dominicanos siguen sien­do tan liberales y conservadores como lo han sido durante un siglo, aunque están dispuestos a discrepar de sus principios e intereses si estos están en juego.



El congreso está dividido, ha cambiado, y se ha reformado en apenas 35 años (1966-2000) pero hasta los años noventa, en República Dominicana, las elecciones generales, con contadísimas excepciones, siguieron ganándolas quienes apelaban a los objetivos y tradiciones históricas, lo cual traduce el atraso del sistema político y social dominicano, encabezado por Joaquín Balaguer. Aún cuando el comunismo se desintegraba en el resto del mundo, la arraigada tradición izquierdista de algunos dominicanos, así como una capacidad competente de sus miembros, mantienen vivas la permanencia de ideas comunistas en Santo Domingo.



Los cambios estructurales podían en sí mismos llevar a la política dominicana por caminos conocidos por ciudadanos del primer mundo. En nuestros países era probable que surgiese una clase industrial que luchase por sus derechos y por la creación de sindicatos como lo demuestra la historia reciente.



No tenían porque parecer partidos políticos y obreros al mismo tiempo, al modo de los movimientos democráticos de la República Dominicana del Caribe de 1930, aunque no deje de ser significativo que se produjeran manifestaciones políticas influyentes en el ámbito nacional, justamente de ese tipo, en los años setenta: el Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Sin embargo, la tradición del movimiento obrero en su lugar de origen, era una combinación de un derecho laboral de corte populista con la militancia de obreros comunistas, y la tradición de los intelectuales que acudieron con su izquierdismo sin fisuras, como la era ideológica del clero católico cuyo sostén contribuyó a llevar el proyecto de partido a un buen puerto.

Por otro lado, el rápido crecimiento en la industria tenderá a generar una capa social profesional amplia y cultivada que pasó a no ser subversiva en absoluto; quienes habrían acogido con sumo gusto la liberación de regímenes autoritarios diferentes en la sociedad dominicana.



No obstante, habría amplias zonas del tercer mundo dominicanas donde las consecuencias políticas de la transformación social, era realmente imposible de presidir. Lo que era seguro, era que seríamos inestables e inflamables como lo atestigua el medio siglo transcurrido desde el arribo al poder de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961). La mayor parte de Santo Domingo y Santiago proseguían siendo un modelo de progreso más adecuado y esperanzador que el resto de las urbes rurales.



Cuando hubo pasado las guerras de independencia, restauración primero, y de la guerra civil, después, a principios de los años setenta, y dejó de correr la sangre de los cadáveres y de las heridas, parte de lo que hasta 1970 había sido el sistema político dominicano ortodoxo se mantuvo intacto, pero bajo la autoridad de clanes y consagrado a la construcción de maquinarias electorales. El Partido Revolucionario Dominicano fue el único de los antiguos partidos dinásticos que sobrevivió a la dictadura de Trujillo, que hizo trizas el sistema nacional, cuyo representante de todos los fieles trujillistas mantenía una relación con la iglesia de Roma, Joaquín Balaguer.
Los Partidos políticos emergentes satelitales se desintegrarían bajo el peso de la derrota. Que el PRD sobreviviera como una sola entidad se debió probablemente a la revolución de abril, pues las tensiones que habían acabado con los demás partidos anteriores, aparecieron o reaparecieron en la República hasta finales de los años setenta, cuando el sistema democrático abdicó bajo el régimen de los doce años (1966-1978). Lo que realmente nos trajo el futuro, lo que nació a principios de los años treinta fue un solo estado, muy pobre y atrasado que la República del siglo 19, pero de enormes dimensiones como prefieren presumir los clanes intelectuales izquierdistas en el periodo comprendido entre la guerra civil de 1965 y los períodos de posguerra dedicados a crear una sociedad diferente opuesta al capitalismo.

En 1970 las fronteras de nuestro país hacia el mundo capitalista se ampliaron considerablemente. Europa incluyó la zona comprendida al este, de manera que hasta Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y Alemania pasaron a la zona socialista, así como la parte ocupada de Alemania, ocupada por el ejército rojo después de la guerra. La mayoría de las ideas progresistas se irían perdiendo como consecuencia de la guerra y la persecución política (1966-1978) y apenas algunos reaparecían en el camino del desarrollo que antes había sido para todos.

Los partidos tradicionales fueron invadidos de seguidores socialistas y lograron legitimidad política cuando comprendieron que todo estaba perdido. La entrada al escenario del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), estructurado sobre bases justificadas como una necesidad de la época , amplió el horizonte de mayor desconfianza para los representantes del estatus quo dominicano. Gracias al enorme pensamiento de Juan Bosch esta entidad política sobrevivió a los embates y agresiones tan comunes en el cerrado sistema de partidos políticos.

Esta era precisamente la parte del Caribe donde el sistema socialista, a partir de un momento determinado de los años setenta, pasó a co­nocerse bajo la terminología ideológica soviética , como países realmente socialistas, irónicamente un término ambiguo que implicaba o sugería que podían haber otras clases distintas y mejores de socialismo, pero que en la práctica ésta era la única que funcionaba.

Nuestro sistema social y económico, además del régimen político se desmoronaría por completo hacia el tránsito de la década de los años setenta y ochenta, Antonio Guzmán (1978-1982) y Salvador Jor­ge Blanco (1982-1986).

Nuestros partidos políticos se mantenían, aunque la reestructura económica que emprendieron representaba la liquidación de la demo­cracia tal como hasta entonces la habían entendido los caudillos so­bre todo en la decadente clase empresarial. Los regímenes autoritarios desanimados geopolíticamente y que nosotros imitamos o nos inspira­mos en ellos ya no les quedaba mucho de vida. Era obvio que lo pri­mero que tuvimos que escribir acerca de la democracia es que duran­te la mayor parte de su existencia (si que alguna vez existió) formó un subuniverso autónomo y en gran medida autosuficiente política y eco­nómicamente.

Las relaciones de nuestros gobiernos contemporáneos con el resto de la economía mundial capitalista o dominada por el capitalismo de los países desarrollados, eran muy escasas. Incluso en el momento cul­minante de la expansión de el 100 por ciento de las exportaciones de las economías de mercado desarrollado iba a parar a las economías pla­nificadas como la nuestra .

Llegados los años ochenta la proporción de exportaciones hacia la República Dominicana no era mucho mayor. Las economías pobres y dependientes exportaban una parte de sus modestas exportaciones al resto del mundo, pero jamás lograrían crear riqueza interna en sus paí­ses; además dos tercios de nuestro comercio internacional en los años 70 y 80 se realizaban en nuestra propia zona. Por razones evidentes hubo pocos movimientos políticos y humanos entre nuestro primer mundo y el segundo aunque algunos comenzarían a fomentar la industria turística a partir de los años ochenta. La emigración y los desplazamientos temporales de nuestros ciudadanos estaban estrechamente vigilados, y a veces eran prácticamente imposibles.

Los sistemas de partidos nacionales eran básicamente imitaciones los cuales no poseían relaciones equivalentes en el mundo. Nuestros políticos basaban su liderazgo en fuertes voluntades y caracteres, un ejemplo de ello fue José Francisco Peña Gómez, quien monopolizaría el poder y gestionaba una planificación centralizada, e impuso por lo menos teóricamente a lo interno de su partido un credo populista a los miembros del PRD. Esto motivaba a la división de clase entre los intelectuales cuyas incomprensiones mutuas poseían el grado de ignorancia para gobernar un país en vías de desarrollo.



Durante largos períodos fue muy poca la información la que sobre nosotros mismos conocería el mundo. Rafael Leónidas Trujillo y Joaquín Balaguer encabezaron ese proyecto de aislamiento, apoyados en principio por los empresarios, militares, iglesia, e intelectuales cuyas generaciones aún mantienen presencia activa en sectores importantes de sus diferentes ramas, lo cual nos presenta como una casta de clase si propósitos más que individuales. A su vez, incluso, a ciudadanos cultos y refinados que no entendieron o se hicieron de la vista gorda, poco les resultaba importante lo que sucede en los sectores marginados de su propio país, debido a que no poseen conciencia de clase.



Además es comprensible que luchen por mantener su pasado, presente sin separar las fortunas mal habidas y rasgos éticos. Conocidos los motivos fundamentales de la separación clasista de los gobiernos y partidos políticos , eran sin duda los residuos de la tiranía. Luego de la revolución de 1965, la izquierda dominicana veía en el capitalismo al enemigo que había que derrotar lo antes posible mediante la articulación del discurso hueco y la revolución urbana.

Los izquierdistas se quedaron aislados, rodeados por una sociedad pobre que deseaba escu­char el aumento de los salarios reales del pueblo, fascinado, por ser parte del sistema político nacional el cual los haría ciudadanos ricos y honorables de la noche a la mañana. Este último rasgo representa una característica oculta que a los conservadores dominicanos les encanta evadir.



Al principio de los años ochenta, República Dominicana quedó aislada, rodeada por un mundo capitalista desarrollado, muchos de cuyos gobiernos deseaban impedir la consolidación de nuestras economías. El mero hecho de que en los años setenta a los dominicanos se les sellara el pasaporte cuando viajaban a Cuba, resultaba una ofensa para los Estados Unidos. Tal es así, que hasta el acontecimiento diplomático de nuestra existencia podría considerarse como un reconocimiento, lo cual demuestra nuestra condición moderna como colonia.

Trujillo, siempre realista, estuvo dispuesto, y hasta ansioso para colaborar con los norteamericanos en principio, a los europeos después, para luego encontrar que no aceptaron su oferta. Así, pues, República Dominicana se vería obligada a emprender un desarrollo autárquico, prácticamente aislada del resto de la economía mundial, que paradójicamente pronto le proporcionaría su argumento ideológico más poderoso: el nacionalismo per se; al parecer inmune a la persecución diplomática que asoló su régimen luego del asesinato de las Hermanas Mirabal.

La política contribuyó una vez más a aislar la economía dominicana en los años treinta y todavía más en los sesenta. La guerra fría congelaría las relaciones, tanto políticas como económicas con los países socialistas. A efectos prácticos, todas las relaciones económicas entre Santo Domingo y las zonas izquierdistas del mundo, aparte de ser triviales o inconfesables, tenían que pasar por los controles estatales impuestos por ambos.

El comercio entre República Dominicana, el bloque socialista y demás países capitalistas estaban en función de las relaciones públicas. No fue hasta los años setenta y ochenta cuando aparecieron indicios de que el universo autónomo del poder político dominicano se estaba integrando en la economía mundial. Las economías de planificación centralizada y las de corte occidental podrían estar estrechamente vinculadas como lo demuestra la apertura hacia Cuba y los países de órbita socialista como lo indicaban nuestras tarjetas de pasaportes hasta 1978.



Este simple dato indicaba que nos estábamos integrando económicamente. Visto en perspectiva, puede decirse que ese fue el principio del final de las ideas socialistas en Santo Domingo. Aún cuando no existe razón teórica por la que la economía, tal como surgió de la revolución en 1965 y las expediciones de Maimón y Estero Hondo, no hubiese podido evolucionar en relación más íntima con el resto de la economía mundial. Los sectores oligárquicos de la República Dominicana, unidos a reaccionarios de la derecha conservadora estaban íntimamente vinculados, como se demuestra, en la sociedad de 1970 , que en un momento determinado obtenían la cuarta parte de sus importaciones y demandas políticas bajo un proteccionismo sin rodeos.

Sin embargo, la República moderna de la cual hablan los políticos con pensamientos nuevos fue la que surgió a partir de 1990 de la cual se ocuparan de hablar los historiadores y por lo cual aún tenemos esperanzas de que podemos existir. El hecho fundamental de que la República Dominicana persista en sus afanes de luchar contra la pobreza significa al menos de que esperamos sobrevivir al aislamiento y fortalece la identidad de algunos idealistas utópicos de que pudiéramos convertirnos en el centro del liderazgo de una economía global en el Caribe.

Ninguno de los partidos políticos nacionales y sus seguidores habían considerado necesaria la economía popular para el establecimiento de una economía de mercado ; que en nuestro país estaban presentes las bases para el desarrollo social y económico. Los lideres y pensadores nacionales marchaban al paso de su propio atraso y veían sólo una masa indigente (pueblo) que le protegía y maldecía cada cuatro años. Los gobiernos dominicanos les interesaban precipitar los estallidos sociales, si partimos de sus ejecutorias cotidianas. Las condiciones previas para la constitución de la democracia no fueron exactamente lo que suponía que iba a ocurrir entre 1966-1967, y lo que parecía justificar la polémica decisión de trazar una estrategia para la conquista del poder de los remanentes de Trujillo, que significó en madres solteras, hijos huérfanos y una economía asistencialista de pobreza.

Los subsidios gubernamentales aumentaron considerablemente los gobiernos de Balaguer (1966-1978) y se dispararían en los gobiernos del PRD, Antonio Guzmán (1978-1982) y Salvador Jorge Blanco (1982-1986). No es ninguna coincidencia que estos gobiernos serán juzgados severamente por los historiadores contemporáneos.

Nuestro Estado se convirtió, por lo tanto, en un programa para enriquecimiento ilícito de los políticos de turno, lo que nos haría atrasados hasta el tope. Por lo tanto, para transformar países atrasados en avanzados es necesario acentuar discursos de campañas alrededor del crecimiento económico carente de un realismo con un sistema de partidos políticos, de castas, sin planificación, y ni siquiera con los recursos humanos calificados. Esto los obliga desesperadamente a recuperar las bases del pueblo de donde provienen. Además, nuestro modelo económico todavía no es el más apropiado para nuestras realidades internas con el resto del mundo, que en su mayor parte aún reconoce la imagen, en el atraso rural de nuestros antepasados.

La fórmula dominicana del desarrollo económico consiste en la construcción ultra rápida de grupos de poder alrededor de los líderes políticos dominantes de los respectivos partidos. Los conceptos de las infraestructuras esenciales para una sociedad industrial moderna desconocidos por la mayoría de candidatos presidenciales y basados en el personalismo y en el mejor de los casos en su manera mejor pensada. República Dominicana no resultaba un modelo atractivo de inversión que Puerto Rico, Jamaica o Cuba por el hecho de ser pobre y tercermundista , sino que a los inversionistas les parece más adecuado invertir su capital privado orientado a una mejor seguridad jurídica por lo menos hacia una ventaja de persecución de beneficios.

La idea de democracia inspiraría a una serie de líderes que acaban de arribar y convertirse en poco tiempo, es lo hoy es la parasitaria clase empresarial dominicana. Rechazaban en público el proteccionismo y los bajos salarios, pero en privado le reprochaban a los gobiernos el pago de impuestos. Eso creó fuga de capitales y una evasión de impuestos que se manifiesta en inestabilidad económica. Luego, al pretender unirnos comercialmente con otros países, la fórmula que habían utilizado para crecer desorbitadamente de manera económica les pareció poco adecuado, debido a que se dieron cuenta del sistema primitivo y agrícola con que contaban en comparación con países globalizados, con capacidad para competir con sus productos internacionalmente.


Este impacto se traduce hoy diariamente e ilustra fehacientemente nuestra desorientación política y económica. La tarea de la construcción del desarrollo les pareció descabellada a los políticos dominicanos quienes no comprendían lo que sucedía en su entorno. A esto se uniría el ritmo avasallante del transporte y la tecnología. Nuestros gobernantes en los períodos de guerra y sobre todo a principios de 1900 emprendieron fórmulas económicas ineficientes. El ritmo de crecimiento de la economía dominicana no superaría las expectativas, salvo cuando en los primeros años creceríamos más de prisa de lo que éramos ayer, hasta el punto de que dirigentes dominicanos creían sinceramente que de seguir la curva de crecimiento al mismo ritmo, nuestra democracia superaría la producción en un futuro inmediato, como lo creían también los economistas de 1970.

Más de un observador económico de origen dominicano de los años sesenta se debe estar preguntando si el desarrollo llegará a ocurrir. Es curioso que en las obras de los más reconocidos intelectuales falte cualquier tipo de discusión acerca de una planificación, que se convertiría en el criterio esencial de la democracia o acerca de una industrialización con prioridad para la producción, aunque la planificación esté implícita en una economía de mercado, pero antes y después de 1930, pensadores políticos y teóricos dominicanos habían estado demasiado tiempo ocupados como para pensar en serio en el carácter de la economía y la democracia, y antes de octubre de 1961 el propio Trujillo, en expresión de su propia cosecha no hizo ningún intento de inventar en lo desconocido. Fue la crisis de la guerra civil lo que nos hizo enfrentarnos directamente con la realidad. La guerra nos condujo a otra aventura y ya para 1970 se organizó la lucha contra el capital extranjero. Nuestra economía de guerra conllevó planificación y economía de Estado. Luego de la guerra de abril, los gobier­nos dominicanos , sin excepción , aplicarían el centralismo democrático, y tendían por naturaleza o principio a evadir la gestión privada, asu­mir la pública y a prescindir del mercado y del mecanismo de los pre­cios, sobre todo porque ninguno de estos elementos resultaba útil pa­ra improvisar la organización del esfuerzo nacional para el desarrollo de la noche a la mañana.

Con su habitual realismo, Balaguer introdujo la nueva política eco­nómica a partir de 1966, lo que significaba en la práctica el restableci­miento del mercado y suponía una retirada del populismo de guerra al capitalismo de estado. Fue en ese mismo momento en el que la economía dominicana ya de por sí retrógrada, había quedado reduci­da al 50 por ciento su tamaño de antes de la guerra de abril (1965), cuando la necesidad de proceder a una industrialización masiva me­diante la planificación estatal se convirtió en una prioridad del gobier­no dominicano; y aunque los organismos de inteligencia del estado desmantelaron el terrorismo urbano el control y la coacción del Es­tado siguió siendo el único modelo conocido de una economía en que propiedad y gestión era un pecado. La electrificación de la República Dominicana tenía como objetivo la modernización tecnológica, pero la planificación estatal tenía objetivos más generales y continuó exis­tiendo con ese nombre hasta el fin de la Corporación Dominicana de Electricidad (CDE), utilizada sin contemplaciones para enriquecer a grupos económicos alrededor de los partidos políticos, sin excepción.


Nuestros antepasados se convertían en inspiradores de todas las instituciones estatales de planificación, o incluso de las dedicadas al control macroeconómico de la economía de los estados del siglo 20 y 21. En los círculos de poder de los partidos políticos nacionales la democracia fue un tema de acalorada discusión. En la República Do­minicana de los años setenta y volvió a serlo en los años de Balaguer, a principios de 1970, pero por la razón contraria. En los años setenta se veía venir una derrota de la derecha, o por lo menos como una des­viación en la marcha hacia la izquierda, fuera del camino principal, al que era necesario regresar de un modelo a otro.

Los radicales, agrupados tanto en la derecha como en la izquierda, querían romper lo antes posible con el sistema y emprender una campaña violenta acelerada, que fue la política que acabó adoptando Joaquín Balaguer (1966-1978). Los moderados, que habían dejado atrás el ultra radicalismo de los años sesenta, eran plenamente conscientes de las limitaciones polí­ticas y económicas con que el sistema de partidos políticos tenía que actuar en un país más dominado incluso por la agricultura, que antes de la revolución, y eran partidarios de una transformación gradual. Bosch, no pudo expresar adecuadamente su punto de vista y sobrevi­vió solamente hasta finales de 1980, pero, mientras pudo hacerlo, pa­rece haber sido partidario de la postura gradualista. Por otro lado, las polémicas entre Balaguer y Bosch en los años ochenta, eran análisis re­trospectivos en la busca de una nueva alternativa en la historia social, una vía hacia una sociedad diferente de la que, ambos se habían pro­puesto.


Esta polémica es hoy en día irrelevante. Si miramos hacia atrás, po­demos ver que la justificación original de la decisión de establecer un gobierno democrático en Santo Domingo desapareció cuando los sin­dicatos, y el proletariado no consiguieron adueñarse de República Dominicana. Tras la guerra de abril, se encontraba en ruinas y mu­cho más atrasada que en la época de los trujillistas. Es cierto que Trujillo, y la nobleza, grande y pequeña, habían desaparecido, incluso, hasta la celebración cada año del 30 de mayo. Cerca de un millón de personas emigraron del país, privando de paso al estado dominicano de una gran proporción de cuadros más preparados; y también desaparecieron el desarrollo industrial de la época trujillista, y la mayor parte de los obreros que formaban la base sociopolítica del Partido Dominicano; burgueses, muertos o dispersados por la revolución y la guerra ci­vil, o proletarios trasladados a las oficinas del estado y de los partidos.


Lo que quedaba era una nación todavía más anclada en el pasado; la masa inmóvil e inalterable del campesinado, en las comunidades ru­rales restauradas, a quienes la revolución había dado tierras, o mejor, cuya ocupación y reparto de la tierra se había aceptado como el precio necesario de la victoria y la supervivencia. En muchos sentidos, la edad de oro para República Dominicana jamás ha llegado. Por encima de la masa estaba el personalismo. De manera que Balaguer, Bosch y Peña Gómez apenas representaban a nadie, en el término sociológico de la palabra, tal como lo reconocían más tarde, con su lucidez individual y habitual, donde todo lo que el partido tenía a su favor era el hecho de haber sido alguien y eso significaba un verdadero éxito en sus concepciones políticas particulares.


Con toda probabilidad, de continuar siendo, el gobierno, acepta­do y consolidado el país, nada más, era necesario. Aún así, lo que gobernaba de hecho el país era una élite de burócratas grandes o pe­queños, cuyo nivel medio de cultura y calificaciones era aún más bajo que antes. ¿Qué opciones tenían los gobiernos dominicanos y los ca­pitalistas extranjeros, preocupados por los activos y las inversiones en el país? Balaguer, tuvo un relativo éxito en su empeño de restaurar la economía dominicana a partir del estado ruinoso en 1966. Al llegar los años setenta, la producción dominicana se había recuperado sustancialmente de lo que era, aunque eso no quería decir mucho. La po­blación dominicana seguía siendo tan abrumadoramente rural como en 1900 y de hecho sólo el 12.5 por ciento de la población trabaja fue­ra del sector agrícola. Lo que el campesino quería vender a las ciuda­des, lo que quería comprarles, la parte de sus ingresos que quería aho­rrar, y cuantos, de los muchos millones que habían decidido alimen­tarse, a sí mismos, en los pueblos, antes de enfrentarse a la miseria en la ciudad querían abandonar sus conucos.


Todo era determinante para el futuro económico de República Do­minicana, pues a parte de los ingresos estatales en concepto de impues­tos, el país no tenía otra fuente de inversiones y de mano de obra.


Dejando a un lado las consideraciones políticas, la continuación de la democracia con, o sin enmiendas, había producido en el mejor de los casos un ritmo de progreso modesto. Además, hasta que hubiese un desarrollo industrial mucho mayor, era muy poco lo que los campesi­nos podían comprar en las ciudades y que los Keynesianos afirmaban (1978) que los salarios altos, el pleno empleo y el estado del bienestar creaban la demanda del consumidor que alentaba la expansión, y que bombear más demanda en la economía era la mejor manera de afrontar las depresiones económicas.


Los neoliberales aducían que la economía y la política dificultaban (tanto al gobierno como a las empresas privadas) el control de la inflación y el recorte de los costos, que habían de hacer posible el aumento de los beneficios, que era el auténtico motor del crecimiento en una economía capitalista.

En cualquier caso, sabían que seguir el libre mercado de Adam Smith produciría con certeza mayor crecimiento de la riqueza y las rentas (establecemos que los economistas Bernardo Vega y Carlos Despradel son mencionados como temas de estudio y algún día deberán explicar al pueblo las sugerencias que emitieron cuando fueron consultados por sus respectivos presidentes).

Antonio Guzmán (1978-1982), Salvador J. Blanco (1982-1986). En ambos casos, la economía racionalizaba un compromiso ideológico, una visión a priori de la sociedad humana. Los neoliberales veían con desconfianza y desagrado a la Suecia socialdemócrata, un espectacular éxito económico de la historia del siglo 20- no porque fuesen a tener problemas en las décadas de crisis, como les sucedió a economías de otro tipo sino porque este éxito se basaba en el famoso modelo económico sueco, con sus valores colectivistas de igualdad y solidaridad.

Por el contrario, el gobierno de Guzmán, y más tarde el de Jorge Blanco, fueron impopulares entre la población y la izquierda, porque estimulaban un egoísmo asocial e incluso antisocial. Estas posiciones dejaban poco margen para la discusión. En condiciones iguales, muchos de nosotros preferimos una sociedad cuyos ciudadanos están dispuestos a prestar ayuda desinteresada a sus semejantes, aunque sea simbólicamente, a otra en que no lo están.


A principios de los noventa el sistema político se vino abajo porque votantes se rebelaron contra su corrupción endémica, no porque muchos dominicanos hubieran sufrido por ello (muchos se beneficiaron de ello) sino, por razón moral; fueron irónicamente los que estaban integrados al sistema (PRD, PRSC).


Los paladines de la libertad individual absoluta permanecieron impasibles ante las evidentes injusticias sociales del capitalismo de libre mercado, aun cuando este no producía crecimiento económico. Por el contrario, quienes, como este autor, creen en la igualdad y la justicia social agradeceríamos la oportunidad de argumentar que el éxito eco­nómico capitalista podría incluso asentarse más firmemente en una distribución de la renta relativamente igualitaria, como en Japón, don­de cada bando tradujese sus creencias fundamentales en argumentos pragmáticos, como por ejemplo, acerca de si la asignación de recursos a través de los precios de mercado era o no óptima, resulta secundario. Pero, evidentemente, ambos tenían que elaborar fórmulas políticas pa­ra enfrentarse a la ralentización económica.


En este aspecto los defensores de la economía no tuvieron éxito. Es­to se debió, en parte, a que estaban obligados a mantener su compro­miso político e ideológico con pleno empleo, el estado asistencialita y la política de consenso de la posguerra. O, más bien, a que se encon­traban atenazados entre las exigencias del capital y del trabajo, cuando ya no existía crecimiento, lo que hizo posible el aumento conjunto de los beneficios y de las rentas que no procedían de los negocios, sin obs­taculizarse mutuamente.


Una política semejante sólo podía mantenerse reduciendo el nivel de vida de los trabajadores empleados, con impuestos penalizadores sobre las rentas altas y a costa de grandes déficit. Si no volvían los tiempos del gran salto hacia delante, estas medidas sólo podían ser temporales, de modo que comenzó a darse marcha atrás desde media­dos de los ochenta. A finales del siglo 20, el modelo sueco estaba en retroceso, incluso en su propio país de origen u, obviamente, en el Ca­ribe, en una República Dominicana repleta del desempleo, la inflación, altos prestamos para pagar nóminas estatales. (Antonio Guzmán, Salvador Jorge Blanco e Hipólito Mejía).


Sin embargo este modelo también fue minado por la mundialización de la economía que se produjo a partir de 1970, que puso a los gobiernos de todos los estados (a excepción, tal vez, de los Estados Unidos, con su enorme economía, a merced de un incontrolable mercado mundial). A principios de los ochenta incluso un país tan grande y rico como Francia, en aquella época, bajo un gobierno socialista, encontraba imposible impulsar su economía unilateralmente.

Por otra parte, los neoliberales estaban también perplejos, como resultó evidente a finales de los años ochenta. Tuvieron pocos problemas para atacar la rigidez, ineficiencia y despilfarro económico que a veces conllevaban las políticas de Joaquín Balaguer (1978-1986), cuando estas ya no pudieron mantenerse a flote gracias a la creciente ola de prosperidad , empleo e ingresos gubernamentales .

Tras los conflictos políticos de mediados de 1994 se había cumplido el margen para aplicar el limpiador neoliberal. La izquierda dominicana tuvo que acabar admitiendo que algunos de los implacables nu­evos impuestos a la economía dominicana realizados por el gobierno del doctor Balaguer (1990) eran probablemente necesarios. Habían buenas razones para esa desilusión acerca de la gestión de las industrias estatales y de la Administración Pública que acabó ser tan común en los ochenta. Sin embargo, la simple fe en que la empresa era buena y el gobierno ma­lo no constituía una política económica alternativa. Ni podía ser, en un mundo en el cual, incluso en los Estados Unidos (Ronald Reagan) el gasto del Gobierno Central representaba casi un cuarto del PNB, y en los países desarrollados, de la Europa comunitaria, casi el 40%. Estos enormes pedazos de la economía podían administrarse con un estilo empresarial, con el adecuado sentido de los costos y los beneficios, pero no podían operar como mercados aunque lo pretendiesen los ideólogos. En cualquier caso, la mayoría de los gobiernos liberales se vieron obligados a gestionar y a dirigir sus economías aun cuando pretendiesen que se limitaban a estimular las fuerzas del mercado. Además, no existía ninguna fórmula con la que se pudiese reducir el peso del Estado. (Ayuntamientos-PRD). Tras catorce años fuera del poder, el más ideológico de los regímenes del populismo, el Santo Domingo Hipolitista, acabó gravando a sus ciudadanos con una carga impositiva considerablemente mayor que la que habían soportado bajo el gobierno de la Liberación.

De hecho, no hubo nunca una política económica neoliberal única y específica excepto después de 1990, en los antiguos pensadores del área marxista donde con el asesoramiento de jóvenes leones de la economía occidental se hicie­ron intentos, condenados previsiblemente al desastre político luego de implantar una economía de mercado de un día para otro. El principal régimen neoliberal, los Estados Unidos del presi­dente Reagan, aunque oficialmente comprometidos con el conserva­durismo fiscal (equilibrio presupuestario) y con el monetarismo de Milton Friedman, utilizaron en realidad métodos keynesianos para in­tentar salir de la depresión 1979-1982 creando un déficit gigantesco y poniendo en marcha un no menos gigantesco plan armamentístico. Lejos de dar el valor del dólar a merced del mercado y de la ortodoxia monetaria, Washington volvió después de 1984 a la intervención de­liberada a través de la presión diplomática. Así ocurrió con las regio­nes de Latinoamérica y el Caribe, más comprometidos con la economía del laissez-faire y resultaron algunas veces ser especialmente Leonel Fernández, profunda y visceralmente nacionalistas e irónica­mente confiados del mundo exterior.


Los historiadores no pueden hacer otra cosa que constatar que am­bas actitudes son contradictorias. En cualquier caso, el triunfalismo neoliberal no sobrevivió a los reveses de la economía mundial de prin­cipios de los noventa, ni tal vez tampoco al inesperado descubrimien­to de que la economía más dinámica y de más rápido crecimiento del planeta, tras la caída del comunismo soviético, era la China comunis­ta, lo cual llevó a los profesores de las escuelas de administración de empresas occidentales y los autores de manuales de esta materia a es­tudiar las enseñanzas de Confucio en relación con los secretos del éxi­to empresarial.


(José Luis Alemán). Lo que hizo que los problemas económicos de las décadas de crisis en República Dominicana resultaran más preocu­pantes (y socialmente subversivos) fue que las fluctuaciones coyunturales coincidieron con cataclismos estructurales. La economía mundial que afrontaba los problemas de los setenta y los ochenta ya no era la economía de la edad de oro, aunque era, como hemos visto, el produc­to predecible de la época.

Su sistema productivo quedó transformado por la tecnología y se globalizó extraordinariamente, con consecuencias espectaculares. Además, en los años setenta era imposible intuir las revolucionarias consecuencias sociales y culturales, así como sus potenciales consecuencias ecológicas.


Todo esto se puede explicar muy bien con los ejemplos del trabajo y el paro en una isla llamada La Española. La tendencia general de industrialización ha sido la de sustituir la destreza humana por las máquinas. El trabajo humano, por fuerzas mecánicas fue dejando a la gente sin trabajo. Se supuso, incorrectamente que el vasto crecimiento económico, de los empresarios dominicanos, crearía automáticos puestos de trabajo, más suficientes para compensar los anti­guos puestos perdidos, aunque habían opiniones muy diversas al respecto, ya que la cantidad de desempleados que se precisaba para que semejante plusvalía pudiese funcionar, quebraría el estado. (ANJE). Nuestras crisis confirmaron el optimismo. El crecimiento de una parte de la República Dominicana era tan grande que la cantidad y la proporción de trabajadores industriales no descendió significativamente ni siquiera en los sectores más industrializados.


Pero las décadas de crisis empezaron a reducir el empleo en proporciones espectaculares, incluso en las industrias en proceso de expansión. El número de trabajadores disminuyó rápidamente en términos y absolutos. El creciente desempleo de estas décadas no era te cíclico, sino estructural. Los puestos de trabajos perdidos en las épocas malas no se recuperaban en las buenas, o mejor dicho, no volverían a recuperarse. Esto no sólo se debe a que la nueva división internacional del trabajo transfirió industrias a los nuevos, convirtiendo a los antiguos centros industriales en cinturones de chatarra o en espectaculares paisajes urbanos en los que se había borrado cualquier vestigio de la antigua industria, como en un estiramiento facial. (CORDE). El auge de los nuevos países industriales es sorprendente. A mediados de los ochenta, siete de estos países tercermundista consumían el 24 por 100 del acero mundial y producían el 15 por 100; tomaban índice de industrialización tan bueno como cualquier otro (México, Venezuela, Brasil y Argentina). Además en un mundo donde los flujos económicos atravesaban las fronteras estatales excepción de los dominicanos nacidos en Nueva York o los emigrantes en busca de trabajo, las industrias con uso intensivo de trabajo emigraban de los países con salarios elevados a países de salarios bajos, es decir, de los países ricos que componían el núcleo central del capitalismo, como los Estados Unidos, a los países de la periferia (República Dominicana). Cada trabajador dominicano en Madrid representa un lujo si, con sólo cruzar el océano hasta el Corte Fiel, se dispone de un trabajador que, aunque fuese inferior, costaba varias veces menos. Pero, incluso países preindustriales como el nuestro, de industrialización incipiente, estaban gobernados por la implacable lógica de la mecanización, que más pronto o más tarde haría incluso el trabajador más barato costase más caro que una máquina capaz hacer su trabajo y por lógica, igualmente implacable, de la competencia del libre comercio mundial (Zona Industrial Herrera).





















INTRODUCCIÓN



CAPITULO III





¿Cómo podemos explicar los cuarenta años de enfrentamiento armado, de fraudes electorales, y de movilización social permanente, basados en la premisa, siempre inverosímil, y en este caso totalmente infundada, de que el voto liberal era inestable, que no podía definir una candidatura en cualquier momento, y de que eso lo impedía una disuasión populista sin tregua ? En primer lugar, las elecciones nacionales se basaban en la creencia general, absurda, vista desde el presente, pero muy lógica tras el fin de la democracia interna, de que la era populista se afianzaría de cualquier modo, que el futuro del sistema de partidos estaba garantizado, de que la mayoría de la sociedad civil esperaba cambios significativos en el uso de los recursos del Estado, lo que había sucedido una y otra vez tras el fin de la democracia política. En segundo lugar, para los norteamericanos, la política nacional era un mundo en ruinas habitado por burócratas tercermundistas, cuyos militantes les parecían poblaciones radicalizadas, ciudadanos desesperados y tal vez enanejados, predispuestos a prestar oídos a demagogos de la revolución social y de las políticas incompatibles con la democracia y de libertad de movimiento de capitales, que por supuesto, había de salvar a República Dominicana de caer en manos de futuros nacionalistas revolucionarios. En tercer lugar, ¿Por qué hasta los medios de comunicación al servicio del status quo y de la oligarquía, que rechazaban toda posibilidad de la izquierda democrática, o de los liberales, informaba que la sociedad dominicana se enfrentaba ahora a la aparición de una autocracia de partidos, a la negación de la versión neoliberal del estatismo y el fin de la dominación popular ? En tales circunstancias, ¿Hubo en algún momento peligro real de un voto disidente liberal durante este largo período de tensión histórico social, con la lógica excepción de los accidentes históricos políticos que amenazan, inevitablemente, a quienes ocultan y presionan la delgada capa de sostenibilidad democrática.?




Capítulo III


LA REVOLUCIÓN DE LA MODA

Por barato que resultase el trabajo en Dominicana, com­parado con Brasil o Argentina, la agroindustria de Sao Paulo se enfrentaba a los mismos problemas de desplaza­miento de trabajo por la mecanización que tenían en Santo Domingo. O por lo menos el rendimiento y la productividad de la maquinaria podían ser constantes y a efectos prácticos, infinitamente aumentados por el proceso tecnológico, y su costo reducido de manera espectacu­lar. Sucede lo mismo con los seres humanos, como puede demostrar­lo la comparación entre la progresión de la velocidad en el transporte aéreo y la de la marca mundial de los cien metros planos. El costo del trabajo humano no puede ser en ningún caso inferior al costo de man­tener vivos a los seres humanos al nivel mínimo considerable acepta­ble en su sociedad o, de hecho a cualquier nivel. Cuando más avanza­da es la tecnología, más caro resulta el componente humano de la pro­ducción comparado con el mecánico, y esto último deben compren­derlo los políticos y empresarios dominicanos. La tragedia histórica de las décadas de crisis consistió en que la producción de los seres huma­nos a una velocidad superior a aquella en que la economía del merca­do creaba nuevos puestos de trabajo para ellos.


Además, este proceso fue acelerado por la competencia mundial, por las dificultades finan­cieras de los gobiernos que directa o indirectamente eran los mayores contratistas de trabajo (grado a grado), así como, después de 1980 , por la teología imperante de libre mercado. Esto significó, entre otras cosas que los gobiernos y otras entidades públicas dejaron de ser contratistas de trabajo en última instancia. (CODIA).



El declive del sindicalismo, debilitado tanto por la depresión económica como por la hostilidad de los gobiernos neoliberales, aceleró este proceso, puesto que una de las funciones que más cuidaba era precisamente la protección del empleo. (AMD; ADP).

La economía mundial estaba en expansión, pero el mecanismo automático mediante el cual esta expansión generaba empleo para los hombres y desigualdad entre las mujeres , que acudían al mercado de trabajo sin una formación especializada , y quienes se estaban desintegrando , era enorme. (Rep. Dom. 1962-1989).



Para plantearlo de otra manera, la revolución agrícola hizo que el campesinado, del que la mayoría de la especie humana formó parte a lo largo de la historia, resultase innecesario, pero los millones de personas que ya no se necesitaban en el campo fueron absorbidos por ocupaciones intensivas en el uso del trabajo, que solo querían una voluntad de trabajar, la adaptación de rutinas campesinas, como las de cavar o construir muros, o la capacidad de aprender en el trabajo ¿Qué le ocurría a esos trabajadores cuando estas ocupaciones dejaban de ser necesarias?



Aún cuando algunos pudieran reciclarse para desempeñar los oficios especializados de la era de la información que continúan expandiéndose (la mayoría de las cuales requieren una formación superior), no habían puestos suficientes para compensar las pérdidas.



¿Qué sucedería, entonces, a los campesinos de la República Dominicana ­que seguían abandonando sus conucos? En los países ricos del capitalismo tenían sistemas de bienestar en los que apoyarse, aún cuando quienes dependían permanentemente de esos sistemas y debían afrontar el resentimiento y el desprecio de quienes se veían a sí mismos como gentes que se ganaban la vida con su trabajo. En la República Dominicana pobre entraban o formaban parte de la amplia y oscura economía informal o paralela, en la cual hombres, mujeres y niños vivían, nadie sabe como, gracias a una combinación de trabajos ocasionales, servicios, chapuzas, compra, venta y hurto, (cañadas).



En los países subdesarrollados, empezaron a constituir, o reconsti­tuir, una subclase cada vez más segregada, cuyos problemas se consi­deraban de facto insolubles, pero secundarios, ya que formaban tan só­lo una minoría permanente. El gueto de la población negra en Santo Domingo se ha convertido en el ejemplo tópico de este submundo so­cial. Lo cual no quiere decir que la economía subterránea no exista en las clases más ricas de nuestro país (Bienes Raíces).

Los investigadores se sorprendieron al descubrir que a principios de los noventa había más escape y dolo en cuanto al pago de impuestos de parte de las diferentes capas sociales del país y por hogar, o sea, un promedio cuya cifra cuantía se justificaba por el hecho de que los grandes y pequeños negocios funcionaban por lo general en efectivo. Este último reflejaba nuestra ignorancia del concepto y por lo cual al autor se le debe permitir calificar esta cultura social dominicana co­mo de un folklore autóctono sin precedentes.



La combinación de depresión y de una economía estructurada en bloque para expulsar trabajo humano creó una sorda tensión que im­pregnó la política dominicana en décadas de crisis. (Reforma Judicial). Una generación entera se había acostumbrado al fraude y al pleno em­pleo, (hijos de trujillistas y neotrujillistas) o a confiar en que pronto po­dría encontrar un trabajo adecuado en alguna parte. (New York). Y aunque la recesión de principios de los ochenta, (PRD) trajo inseguri­dad a la vida de los trabajadores industriales, no fue hasta la crisis de principios de los ochenta que amplios sectores de profesionales y admi­nistrativos empezaron a sentir que ni su trabajo ni su futuro estaban asegurados. Casi la mitad de los habitantes de las zonas más prósperas del país temían que podían perder su empleo. Fueron tiempos en que la gente, con sus antiguas formas de vidas minadas o prácticamente arruinadas, estuvieron a punto de perder el juicio, (quiebra de financieras). No es aventuroso señalar que entre 1966-1986, (Joaquín Balaguer, Antonio Guzmán y Salvador J. Blan­co), la población dominicana prefiriera la protesta como una muestra de suicidio colectivo, algo que tendrán que analizar y explicar los es­pecialistas de la conducta humana.



Tras el prolongado periodo de soledad, frustración y rabia, no es lógico que un conglomerado de ciudadanos decidieron ejecutar acciones precipitadas muchas veces por una catástrofe en sus vidas, como la pérdida de su trabajo o un divorcio? La creciente cultura del odio que se ha generado en Santo Domingo y que tal vez contribuya a la desintegración de la democracia no fue quizás, un accidente. Este odio estaba presente en las letras de muchas canciones populares de los años ochenta y en la crueldad manifiesta de muchos documentales basados en la miseria y en programas de televisión.


Esta sensación de desorientación y de inseguridad produjo cambios y desplazamientos significativos en la política de nuestra atrasada sociedad carente de dirigentes con visión de progreso quienes sufrieron el impacto del desequilibrio internacional sobre el cual se asentaba la estabilidad de nuestra democracia : y se mantienen aferrados al pasado. (guerra fría en Santo Domingo).




En épocas de problemas económicos los votantes suelen inclinarse a culpar al partido o al régimen que está en el poder, pero la novedad de las décadas de crisis fue la reacción contra los gobiernos que necesariamente no beneficiaban a las fuerzas de oposición .




Irónicamente, aún con la victoria electoral de Hipólito Mejía los máximos perdedores fueron los seguidores del PRD, socialdemócratas o los socialcristianos, (PRSC) cuyo principal instrumento para satisfacer las necesidades de sus partidarios consiste en un amplio y desconcertarte sistema asistencialista (funditas y reparación de casas de madera y cinc), a través de gobiernos nacionales.




Así el bloque central de sus partidarios (PRSC-PRD) y una gran parte de PLD (obreros) se ha fragmentado. En la nueva economía trasnacional, los salarios internos estaban más expuestos que antes a la competencia extranjera, y la capacidad de los gobiernos de protegerlos era bastante menor (petróleo).




Al mismo tiempo, en una época de depresión los intereses de varias de las partes que constituían el electorado socialmente tradicional (PRD) divergían: los que tenían un trabajo (relativamente) seguro y los que no lo tenían.



Algunos lograron una presencia significativa en la política, a veces con predominio regional, aunque a finales del siglo 20 ninguno haya reemplazado de hecho a los viejos establishments políticos. Mientas tanto, el apoyo electoral a los otros partidos experimentaba grandes fluctuaciones.



Algunos de los más influyentes abandonaron el universalismo de las políticas democráticas y ciudadanas y abrazaron las de alguna iden­tidad de grupo, compartiendo un rechazo visceral hacia los margina­dos y tradición revolucionaria dominicana . Más adelante nos ocuparemos de aquellos que exigen políticas de identidad luego que los grupos de ONG`s por quienes luchan se beneficiaran en el pasado del desorden económico y social de esta isla.

Sin embargo la importancia de estos movimientos no reside tanto en su contenido positivo como en su rechazo de la vieja política si­no, en un equilibrio democrático de unos orígenes decadentes ; de más esta decir, (aunque muchos lo nieguen, tratando de mentirle al pue­blo) que la nación dominicana no tiene rumbo y está estructurada pa­ra que unos cuantos, unos pocos se beneficien de la renta real de to­dos, (PIB / índices de pobreza).



Algunos representantes de los partidos políticos y de la sociedad civil, fundamentan su identidad en afirmaciones negativas. Por ejem­plo , ¿Quién en 1996 se hubiera atrevido a predecir la derrota electoral de José Francisco Peña Gómez? Balaguer, resentido por el recorte a su mandato presidencial en 1994 nunca tuvo reparos en elegir a su suce­sor emocional, Leonel Fernández Reyna (1996-2000). República Do­minicana ha elegido presidentes a hombres en los que creían poder confiar, por el hecho de que nunca antes habían oído hablar de ellos. Desde principios de los setenta sólo un sistema electoral poco repre­sentativo ha impedido en diversas ocasiones la emergencia de un ter­cer partido de masa , cuando los liberales, solos o en la coalición (PRSC-PLD), o tras la fusión con una escisión de socialdemócratas (PRD) moderados obtuvieron casi tanto, o incluso más apoyo electoral que el que lograron individualmente uno a otro de los dos grandes partidos. (Jacinto Peynado). Desde principios de los treinta, durante periodos de depresión no se había visto nada semejante al colapso del apoyo electoral que experimentaron a finales de los ochenta y principios de los noventa, partidos consolidados y con gran experiencia de gobierno, como el Partido Reformista (1978) Partido Revolucionario Dominicano (1986) y Partido de la Liberación (2000). En resumen, durante las décadas de crisis las estructuras políticas de los países capitalistas democráticos, hasta entonces estables empezaron a desmoronarse. Y las nuevas fuerzas políticas que mostraron un mayor potencial de crecimiento eran las que combinaban una hegemonía populista con fuertes liderazgos personales y la hostilidad hacia la sociedad civil pro Estados Unidos. (PRD). Los supervivientes de la era de entreguerras tenían razones para sentirse descorazonados. Fue alrededor de 1970 cuando empezó a producirse una crisis similar, desapercibida al principio, que comenzó a minar las libertades públicas y produjo un submundo de planificación de la economía centralizada. Esta crisis resultó primero encubierta y posteriormente acentuada, por la inflexibilidad de su sistema político. De modo que el cambio, cuando se produjo, resultó repentino como sucedió en Santo Domingo tras la muerte de José Francisco Peña Gómez.




Desde el punto de vista económico, estaba claro desde mediados de la década de los sesenta que el socialismo de planificación necesitaba reformas urgentes (14 de junio). Y a partir de 1970 se evidenciaron graves síntomas de autentica regresión.




Este fue el preciso momento en que nuestra economía (como todas las demás, aunque quizás no en la misma medida) dilató los movimientos incontrolables y se encaminó a las impredecibles fluctuaciones de la economía mundial transnacional. La entrada masiva de la Unión Europea en el mercado internacional de cereales y el impacto de las crisis petrolíferas de los ochenta representaron el fin de la era socialista como una economía regional autónoma, protegida de los caprichos de la economía mundial. Curiosamente, el Este y el Oeste estaban unidos no solo por la economía transnacional, que ninguno de ellos podía controlar, sino también por la extraña interdependencia del sistema de poder de la guerra fría. (URSS-EUA). Este sistema estabilizó a las superpotencias y a sus áreas de influencia, pero había de sumir a ambas en el de­sorden en el momento en que se desmoronase.



No se trataba de un desorden meramente político, sino también económico. Con el súbito derrumbe del sistema político soviético, se hundieron también la división interregional y las redes de dependen­cia mutua desarrolladas en la esfera soviética, obligando a los países y regiones ligados a estas a enfrentarse individualmente a un mercado mundial para el cual no estaban preparados. Tampoco Occidente lo es­taba para integrar las cenizas del antiguo sistema mundial paralelo co­munista en su propio mercado mundial, como no pudo hacerlo, aún quemándolo, la comunidad europea. Cuba, un país que experimentó uno de los éxitos económicos más espectaculares del Caribe de la posguerra, se hundió en una gran depresión debido al derrumbamiento de la economía soviética. Alemania, la súper potencia de Europa, tuvo que im­poner tremendas restricciones a su economía y a la de Europa en su conjunto porque su gobierno había subestimado la dificultad del cos­to de la absorción de una parte relativamente pequeña de la economía socialista.



En este intervalo, en República Dominicana lo impensable resultó pensable y los problemas invisibles se hicieron visibles. (Joaquín Balaguer). Nuestras inconsecuencias nos llevaron a la quiebra, aun cuando algunos pensadores esperaron que casi nadie se diera cuenta. (José F. Peña Gómez). Así, en los años ochenta la defensa del medio ambien­te se convirtió en uno de los temas de campaña política más impor­tante, bien se tratase de los bosques y ríos o de la conservación del La­go Enriquillo. Dadas las restricciones del debate político, no podemos seguir con exactitud el desarrollo del pensamiento crítico liberal , en nuestra so­ciedad, pero ya al final de los años ochenta, economistas de primera lí­nea, antiguos herederos del status quo, publicaron análisis muy nega­tivos sobre el sistema social, que fueron conocidos a mediados de los noventa y se habían estado gestando desde hacía tiempo entre los académicos ultra conservadores de la UCMM del sacerdote populista Agripino Núñez, y de muchos otros lugares.



Es difícil determinar el momento exacto en el que los dirigentes co­munistas abandonaron su fe en el socialismo ya que después de 1989-1991 tenían intereses en anticipar retrospectivamente su conversión. (Fuerza de la Revolución).



Si esto es cierto en el terreno económico, aún lo es más en el polí­tico, como lo demostraría la Perestroika de Gorvachov. Con toda su ad­miración histórica y su adhesión a Lenin, caben pocas dudas de que muchos comunistas hubiesen querido abandonar gran parte de la he­rencia política del Leninismo, aunque pocos de ellos ejercieron un gran atractivo para los reformistas revolucionarios y pocos estaban dispuestos a admitirlo. Lo que muchos reformistas de pensamiento socialista hubiesen querido, era transformar el comunismo en algo parecido a la socialdemocracia occidental.

Y todavía fue peor que el desplome del comunismo hiciese indesea­ble e impracticable un programa de transformación gradual, y que es­to sucediese durante el breve intervalo en el que el occidente capitalis­ta triunfaba el radicalismo rampante de los ideológicos del ultraliberalismo. Este proporcionó, por ello, la inspiración teórica a los regíme­nes poscomunistas, aunque en la practica mostró ser tan irrealizable en Santo Domingo como en cualquier lugar. Sin embargo, aunque en muchos aspectos las crisis dominicanas discurriesen por caminos para­lelos en los diferentes estratos sociales, y que estuviesen vinculadas en una sola crisis global tanto por la política como por la economía, di­fieren en dos puntos fundamentales. Para los comunistas dominica­nos, en la esfera soviética, que era inflexible e inferior, se trataba de una cuestión de vida o muerte a la cual no sobrevivió. (PCD). En la Repú­blica Dominicana capitalista y desarrollada nunca estuvo en juego la supervivencia del sistema económico y pese a la erosión de sus siste­mas políticos, tampoco lo estaba la viabilidad de éstos. Ello podría ex­plicar, sin justificación, la poco convincente afirmación de un autor dominicano según el cual con el fin del comunismo la historia de la humanidad sería en lo adelante la historia de la democracia liberal. Só­lo en un aspecto crucial estaban estos sistemas en peligro: su futura existencia individual ya no estaba garantizada. Pese a todo, a principios de los noventa, ni un solo de los comunistas criollos de secesión se había integrado en bloque.

Durante la era de las catástrofes, el final del capitalismo había parecido próximo. La guerra de abril (1965), cuando nuestra gran depresión (1966-1996), podía describirse, pocos autores socialdemócratas tenían ahora una visión apocalíptica sobre el futuro inmediato del capitalismo desarrollado. (Frank Moya Pons), aunque un historiador y marchante predijese rotundamente el fin de la nación dominicana, que había hecho avanzar en el pasado al resto del mundo capitalista, y, era ya, una fuerza agotada. Considera por tanto que nuestra depresión actual, "se prolongaría hasta bien en­trado el futuro" (Manuel Núñez).

El tejido social de la República Dominicana se hizo pedazos a con­secuencia del derrumbamiento del sistema, y no como condición pre­via del mismo. Allá donde las comparaciones son posibles, como en el caso del Santo Domingo de ayer y el Santo Domingo de hoy, parece que los valores y las costumbres de la República Dominicana tradicio­nal se conservaron mejor bajo la égida del marxismo populista de centro iz­quierda del peledeísmo de Leonel Fernández Reyna (1996-2000). Los dominicanos comenzarían a emigrar desde New York a Santo Domin­go promoviendo inversiones en su país ya que provenían de un país en el que asistir al trabajo seguía siendo una actividad normal, por lo me­nos entre el colectivo judío. El clima de confianza e inversiones se ha­bía activado y las remesas no se redujeron mas que en una minoría de personas de mediana edad o avanzada edad, (jubilados, seguro social). Los habitantes de Santo Domingo y Santiago se sentían menos preo­cupados por problemas que abrumaban a los de la Romana o Puerto Plata; el visible crecimiento del índice de criminalidad, la inseguridad ciudadana y la impredecible violencia de una juventud sin normas de­sarraigadas (deportaciones) de su hábitat contribuiría a finales del pe­riodo morado (PLD) a un desplome de la seguridad.

Había lógicamente escasa ostentación pública del tipo de comportamiento de los funcio­narios peledeístas que indignaba a las personas socialmente conserva­doras o convencionales, que veían como un síndrome de descomposi­ción, la evidente derrota electoral de este partido cuyos presagios durante décadas radicaba en una burda idea absolutista de separar burócratas honrados entre ladrones. Es difícil determinar en que medida esta diferencia se debía a la mayor capacidad de pensamiento o riqueza de nuestra atrasada sociedad o el rígido control sectario de la Liberación (PLD).

En algunos aspectos, conservadores y liberales evolucionaron en la misma dirección. En ambos las familias en el poder eran cada vez más pequeñas, los matrimonios se rompían con mayor facilidad que en otras partes, y la población del estado dominicano se reproducía poco. En ambos sectores (PRD-PLD) aún cuando estas afirmaciones se deben hacer con cautela, se debilitó el arraigo de la fe católica y demás regiones seculares, aunque especialistas en la materia afirmaban que en la sociedad pos-moderna dominicana se estaba produciendo un resurgimiento de las creencias religiosas, aunque no en la práctica. Hacia 1989 las mujeres dominicanas eran tan refractarias a dejar que la Iglesia Católica dictase sus hábitos de emparejamiento como las mujeres norteamericanas, pese a que en la etapa socialista los dominicanos hubiesen manifestado una apasionada adhesión a la Iglesia por razones nacionalistas antisoviéticas. Evidentemen­te los regímenes dominicanos (1962-2000) dejaban menos espacio pa­ra las sub-culturas, las contra culturas o los submundos de cualquier especie, y reprimían de alguna manera las disidencias. Además, los pueblos que han experimentado periodos de terror general y despiada­do, como sucedía en nuestra nación, es más probable que sigan con la ca­beza abajo incluso cuando se suaviza el ejercicio del poder, con todo, la relativa tranquilidad de la vida dominicana no se debía al temor. El sistema aisló a sus ciudadanos del pleno impacto de las transformacio­nes sociales del occidente moderno. Los cambios que experimento Re­pública Dominicana procedían del estado o eran una respuesta del es­tado. Lo que el estado no se propuso cambiar permaneció como esta­ba. La paradoja de los partidos políticos en el poder fue que resultaron ser conservadores. Es prácticamente imposible hacer generalizaciones sobre la extensa diversidad del pensamiento político dominicano incluyendo aquellas áreas del mismo que estaban en proceso de industrialización.

En la medida en que sus problemas pueden estudiarse en conjunto debemos procurar observar como las décadas de crisis afectaron a la población de una manera diferente. ¿Cómo podemos comparar Pedernales, donde aun hoy existen pocos televisores, con una ciudad como Romana donde más de la mitad de la población se encuentra intercomunicada con el mundo exterior? Esto lo hacemos por no hablar de Monte Plata, una villa de menos de 50 mil habitantes electorales que curiosamente cuenta con un Senador.



Las tensiones que se producían en el subconsciente de los capitaleños eran las propias de una economía en crecimiento y una sociedad en transformación. Las que sufrían, poblaciones como Azua, Villa Vásquez, Montecristi, y Samaná eran las propias de unas zonas en disolución dentro de un mismo país sobre cuyo futuro pocos se sentían optimistas. La única generalización que podía hacerse con seguridad era la de que desde 1970, casi todas las provincias se habían endeudado profundamente.



En 1990 se las podía clasificar solo por el hecho de haber cambiado el sistema de transporte, (moto conchos por tractores). El Banco Mundial tenía bastante motivos para saber que el cálculo de nuestras deuda, rentas bajas y medias que asesoraban tenía deudas acumuladas eran sustancialmente superiores y que incluso en estos casos las deudas serían varias veces superiores a lo que habían sido veinte años atrás (1980-2000). En términos más realistas, hacia 1978 nuestra deuda externa rondaba los 3 mil millones de dólares, hoy 20 años después esta se estaría proyectando a superar los 4,500 millones de dólares. No resulta sorpren­dente que los países relativamente más endeudados se encuentren en África y América Latina, algunos de ellos asolados por la guerra y otros como nosotros, por la caída del precio de las exportaciones. Sin em­bargo, tuvimos que soportar una carga mayor para la atención de las grandes deudas. Es decir teníamos que emplear algo más de la cuarta parte de nuestras exportaciones para las deudas acumuladas las cuales desde mucho antes, estaban repartidos. Es más, África estaba incluso por debajo de esta cifra y bastante mejor que en el Caribe y Medio Oriente.

Era muy improbable que ninguna de estas deudas acabase saldándose pero mientras los bancos siguen cobrando interés por ella, les im­portaba poco. A comienzos de los ochenta se produjo un momento de pánico cuando, comenzamos a no poder pagar la deuda externa, y el sistema bancario estuvo al borde del colapso, puesto que en 1970 algunos de los bancos más importantes habían prestado su dinero con tal descuido que para entonces se encontraban técnicamente en quiebra. Por fortuna, los países ricos, México, Brasil y Argentina no se pusieron de acuerdo para actuar conjuntamente, hicieron arreglos por separado para renegociar sus deudas y los bancos apoyados por los gobiernos y las agencias internacionales, dispusieron de tiempo para amortizar gradualmente sus activos perdidos y mantener su solvencia. No ocurrió lo mismo en República Dominicana. La crisis de la deuda persistió y desde entonces es potencialmente fatal. Este fue probablemente el momento más peligroso para la economía capitalista dominicana desde 1966. Su historia completa aun esta por escribir. Mientras nuestras deudas aumentaban, no lo hacían los activos, o potenciales. En las décadas de crisis la economía capitalista solo se juzgaba exclusivamente en función del beneficio real o potencial. Entonces se decidió cancelar una gran parte de la mano de obra. Así pues nuestras inversiones extranjeras apenas impactaban la economía y los gobernantes se entusiasmaban apenas cuando estas alcanzaban los mil millones de dólares. De hecho la economía transnacional, crecientemente integrada se olvidó de las zonas suscritas. Las economías más pequeñas y pintorescas tenían un potencial turístico como paraísos turísticos y como refugios extraterritoriales del control gubernamental, y el descubrimiento hasta el momento podría cambiar apenas nuestra situación. Sin embargo, una gran parte de la economía se iría quedando, en conjunto desolada de la economía mundial. Tras el colapso del bloque soviético parecía que esta iba a ser una magnifica oportunidad para atraer inversiones. Dentro del enorme área de la Europa clásica había grandes recursos disponibles para el turismo nacional pero de una manera inexplicable estas zonas fueron abandonadas a sus propias y míseras responsabilidades. De manera que si nos señalaban como tercer mundistas era una forma decente de establecer que ya pertenecíamos al cuarto mundo. El principal efecto de las dé­cadas de crisis fue, pues, el de aumentar la brecha entre los ricos y los pobres. Nuestro producto interno bruto real descendió de 9 al 0 por ciento en conjunto.



En la medida en que la economía transnacional consolidaba su do­minio mundial, iba mirando la nuestra, y ya desde 1963 era ya prác­ticamente indetenible. Al mirar el Estado-Nación, nuestro estado no podía controlar mas que una parte de sus obligaciones.



Organizaciones cuyo campo de acción se circunscribía al ámbito del exterior, como los sindicatos, parlamentos y sistemas nacionales de radiodifusión, perderían terreno, en la misma medida en que lo gana­ban otras organizaciones que no tenían estas limitaciones como las empresas multinacionales, el mercado monetario internacional y los medios de comunicación global de la era de los satélites.



La desaparición de las superpotencias, que podían controlar en cierta medida a sus estados satélites, vino a reformar esa tendencia. In­cluso la más insustituible de las funciones que Dominicana había de­sarrollado en él transcurrir del siglo, es decir, la de resistir entre la po­blación mediante transferencias de los servicios educativos, salud y bienestar, además de otras asignaciones de recursos, no podía mante­nerse ya dentro de los limites territoriales, en teoría, aunque en la prác­tica no existiese, excepto donde las entidades supranacionales como la Unión Europea las complementaban en algunos aspectos. Durante el apogeo de los teólogos del mercado libre, el estado se vio minado tam­bién por la tendencia a desmantelar actividades hasta entonces realiza­das por organismos públicos dejándoselas al mercado.



Donde , paradójicamente, pero quizá no sorprendentemente, a este debilitamiento del Estado-Nación se le añade una tendencia a dividir los antiguos estados territoriales , en lo que pretendían ser otros más pequeños, la mayoría de ellos en respuesta a la demanda por algún grupo de un monopolio étnico-lingüístico. Al comienzo, el ascenso de tales movimientos autonomistas y separatistas sobre todo después de 1970, fue un fenómeno fundamentalmente occidental que pudo observarse en el Distrito Nacional, Santiago, La Vega y La Romana; Pero también desde los principios de los setenta, en los menos centralizados sectores socialistas. La crisis del comunismo la extendió una profunda inercia ideológica y la apertura de los mercados, nominalmente capitalistas, que en cualquier otra época del siglo 20. Hasta los años noventa este fenómeno afectaba prácticamente al Hemisferio Occidental al sur de la frontera canadiense. En las zonas en que durante los ochenta y noventa se produjo el desmoronamiento y la desintegración del Estado Dominicano, la alternativa al antiguo Estado no fue su participación sino la anarquía (partidos políticos). Este desarrollo resultaba paradójico, puesto que estaba perfectamente claro que los mini estados tenían los mismos inconvenientes que los antiguos, acrecentados por el hecho de ser menores. Fue menos sorprendente de lo que pudiera parecer, porque el único modelo de estado disponible a fines del siglo 20 era el de un territorio con fronteras dotado de sus propias instituciones, o sea, el modelo de estado-nación de la era de las revoluciones. Además desde 1918 todos los regímenes sostenían el principio de la autodeterminación nacional, cada vez mas se definía en términos étnicos-lingüísticos. En este aspecto, Lilís y Luperòn estaban de acuerdo. Tanto la República Dominicana que se convertiría en una nación democrática estaba concebida como una agrupación dentro de un estado.



En este caso nos convertiríamos en un derecho de secesión política. Cuando estas uniones se rompieron, lo hicieron naturalmente de acuerdo con las líneas de fractura previamente determinadas. No obstante, el nuevo nacionalismo separatista de las décadas de crisis política era un fenómeno bastante diferente del que había elevado a la creación de estados-nación existentes a su degradación. Esto quedo claro en los años ochenta, con los intentos realizados por miembros de hecho o potenciales de la comunidad europea, en ocasiones, de características políticas muy distintas como Haití, y la República Dominicana del doctor Balaguer, de mantener su autonomía regional dentro de la perspectiva global europea en materia que consideraban importantes. Sin embargo, resulta significativo que el proteccionismo, el principal elemento de defensa con que contaba el país, fuese mucho mas débil en las décadas de crisis que en la era de fracasos. El libre comercio mundial seguía siendo el ideal; y en gran medida, la realidad, sobre todo, tras la caída de unas economías controladas por el estado, pese a que varios estados desarrollaron métodos hasta entonces desconocidos para protegerse contra la competencia extranjera.

Se decía que los venezolanos y dominicanos eran los especialistas en estos métodos, pero probablemente fueron los costarricenses quienes tuvieron un éxito más grande a la hora de mantener la mayor parte de su mercado comercial en manos costarricenses. Con todo, se trataba de acciones defensivas, aunque muy empeñadas y a veces coronadas por el fracaso. Eran probablemente mas duras cuando lo que estaba en juego no era la identidad cultural. Los dominicanos, y en menor medida los haitianos, lucharon por mantener las cuantiosas ayudas para sus campesinos, no solo porque estos tenían en sus ma­nos la destrucción de las explotaciones agrícolas, por ineficientes o poco competitivas que fuesen, sino que significaría la destrucción de un paisa­je, de una tradición y de una parte del carácter de la nación. Los haitianos, con el apoyo de otros países europeos, resistieron las exigen­cias estadounidenses a favor del libre comercio de cosméticos y pro­ductos audiovisuales, no solo porque habían saturado sus pantallas con productos norteamericanos sino porque no existían las posibili­dades para un monopolio potencial.



Quienes se oponían a este monopolio consideraban, acertadamen­te, que era intolerable que meros cálculos de costes comparativos y de rentabilidad llevasen a la desaparición de la producción nacional. Sean cuales fueren los argumentos económicos había cosas en la vida que debían protegerse. ¿Acaso algún gobierno podía considerar seriamen­te la posibilidad de demoler la Zona Colonial o el Morro de Montecristi, si pudiera demostrarse que construyendo un hotel de lujo, un Centro Comercial o un Palacio de Congreso en él podría obtener una mayor contribución al PIB del país, que la que proporcionaba el turis­mo existente? Basta hacer la pregunta para conocer la respuesta.

El segundo de los fenómenos citados puede descubrirse como egoísmo colectivo de la riqueza, y refleja la creciente disparidad económica entre ciudades, barrios y regiones. Los gobiernos de viejo estilo, (PRD), de la nación dominicana centralizados, así como las entidades supranacionales como la comunidad Europea, habían aceptado la responsabilidad de desarrollar todos sus territorios, y por tanto hasta cierto punto, la responsabilidad de igualar las causas y beneficios en todos ellos. Esto significaba que las regiones más pobres y atrasadas recibirían subsidios (a través de algún mecanismo distributivo central) de las regiones más ricas y avanzadas, o que se les daría preferencia en las inversiones con el fin de reducir las diferencias. La comunidad europea fue lo bastante realista como para admitir tan solo como miembros cuyo atraso y pobreza no significasen una carga excesiva para los demás, un realismo ausente de la zona de libre comercio del norte (ALCA) que tenía una octava parte del subsidio a los pobres, es harto conocida por los estudiosos del gobierno local, especialmente en la República Dominicana. El problema de los centros urbanos habitados por los pobres, y con una recaudación fiscal que se hunde a consecuencia del éxodo hacia los suburbios de la capital, como Altos de Arroyo Hondo, Puerta de Hierro y Bella Vista optaron por desvincularse de la urbe, por la misma razón que a principios de los noventa, llevo al Congreso a segregarse de los ciudadanos.



Algunos de los nacionalismos separatistas de las décadas de crisis se fundamentaban en ese egoísmo colectivo. La presión social de los vociferantes sectores económicos por ajustarse a regiones más desarrolladas de la capital y los únicos síntomas relevantes de separatismo procedían de las zonas más ricas y desarrolladas del país. El ejemplo más nítido de este fenómeno fue el súbito auge a finales de los noventa de los grupos de oración y clubes especializados en exclusividad.



La economía de dirección centralizada responde mediante los planes de llevar a cabo esta ofensiva industrializadora y estaba más cerca de una operación militar que de una empresa económica. Por otro lado, al igual que sucede con las empresas militares que tienen legitimidad moral popular, la búsqueda salvaje de los planes de desarrollo, ganó apoyo gracias a la irracionalidad apasionada que impuso la colectividad. Con toda certeza, por difícil que resulte de creer, nuestro siste­ma político convirtió a los pobres en siervos o dependientes de un sis­tema sin rumbo.



La economía planificada de los partidos políticos, nacionales, que sustituyó el centralismo estatal, ejercido por Trujillo, era un me­canismo rudimentario, mucho más rudimentario que los cálculos de los economistas pioneros de nuestra pobreza de los años setenta, que a su vez eran más rudimentarios que los mecanismos de planificación de que disponen los gobiernos y las grandes empresas a finales del si­glo 20.

Su tarea esencial era la de crear nuevas industrias más que gestio­narlas, dado la máxima prioridad a las industrias pesadas básicas y a la producción de energía, que eran la base de todas las grandes econo­mías industriales: carbón, hierro, acero, electricidad, petróleo, etc.



La riqueza excepcional de nuestros pensadores políticos radicaba más bien en muchedumbres enardecidas quienes cada cuatro años se abalanzaban a mimarles el más leve criterio aún sea un absurdo de pro­porciones risibles. De manera que se irían creando mitos que jamás existieron, procurando cálculos específicos sobre promesas incumpli­das y en el mejor de los casos asumir sus responsabilidades cuando se dieron cuenta que sus estrategias de desarrollo estaban frisadas en una pobreza eterna, y donde no tendríamos alternativas y comenzaríamos a planificar justificaciones.



Balaguer hizo caso omiso de la democracia, fanfarroneando con ob­jetivos realizados por sus gobiernos sacándole en cara al pueblo y sus adversarios lo que no fueron capaces de hacer, que hoy motiva a los pensadores mejor formados a preguntarse qué clase de país era el nues­tro cuando un funcionario se vanagloriaba a sí mismo de la responsa­bilidad que estaba obligado a ejecutar. Este simple dato tipifica la atra­sada visión política del sistema democrático dominicano. Los objeti­vos de producción se deben fijar sin tener en cuenta el costo, ni la re­lación costo-eficacia, ya que el criterio es si se cumplen cuándo y có­mo. Como toda lucha política a vida o muerte, el método más eficaz para cumplir los objetivos y las fechas es dar órdenes que produzcan efectos de actualidad; es decir, la crisis en su forma de gestión. La economía jamás se ha consolidado como una serie de procesos rutinarios ininterrumpidos de vez en cuando por esfuerzo superior de choque.



Juan Bosch se desesperaría más tarde buscando una forma de hacer que el sistema funcionase sin que fuera a gritos. Luego, Peña Gómez habría explotado sus métodos particulares solucionando la crisis y fi­jando métodos a lo interno de su partido sin democracia a sabiendas que sus prácticas no eran realistas para estimular esfuerzos sobre humanos. Además los objetivos, una vez fijados, tenían que entenderlos y cumplirlos en las más recónditas avanzadillas de la producción en el interior de República Dominicana donde administradores, gerentes, técnicos y trabajadores que, por lo menos en la primera generación de experiencia y de formación, y estaban más acostumbrados a manejar arados que máquinas.



Un aventurero de apellido Hazard, que visitó la República Dominicana de siglos pasados, hizo un dibujo ilustrando la vida dominica de 1800 simulando probablemente hacia sus adentros realmente donde se encontraba, intentando por descuido aparentar nuestras diferencias de sofisticación, menos en los niveles más altos, que por eso mismo cargaban con la responsabilidad de una centralización cada vez mas absoluta. Al igual que la oposición, los gobiernos dominicanos habían tenido que compensar con becas las deficiencias técnicas de sus miembros, simpatizantes apasionados, sin apenas formación que habían sido promovidos desde las más bajas graduaciones, del mismo modo que todas las decisiones pasaron a concentrarse, cada vez más en el vértice del sistema del partido. La fuerte centralización de Bosch y Balaguer contribuyó a la escasez de gestores. El inconveniente de este proceder era la enorme burocratización del aparato económico así co­mo del conjunto del sistema, donde habría que dar clara instrucción a los cuadros del partido, donde era necesario obedecer disciplinadamente, no importando cuan grave sería el desliz del líder del partido, cuyas órdenes consistían en su genialidad intelectual.

Mientras la economía se mantuvo a un nivel de semisubsistente nuestros gobiernos sólo tendrían que poner los cimientos de la industria moderna. Este sistema improvisado, que se desarrolló sobre todo en los años treinta, funcionó.
Incluso, llegó a desarrollar una cierta flexibilidad, de forma igual mente rudimentaria. La fijación de una serie de objetivos no interfería necesariamente en la fijación de otra serie de objetivos, como ocurriría en el complejo laberinto de una economía moderna. En realidad, para un país atrasado y primitivo, carente de toda asistencia exterior, la industrialización dirigida, pese a su despilfarro e ineficacia, funcio­nó de una manera impresionante. La generación nacida a finales de los años sesenta y que hoy roza los 36 años, debe estar asombrada de lo que ha logrado el país con tantos niveles de escasez de gestiones.

Así pues, República Dominicana es aún hoy poco capaz como sociedad, aunque resulte difícil de entender que la realidad que nos golpea radi­ca en la incapacidad de gobernantes y gobernados de creer sincera­mente que nuestro desarrollo está al borde de la esquina. Hay que aña­dir que en pocos regímenes la gente no hubiera podido o querido so­portar los sacrificios que todos hemos pagado por vivir en esta tierra.
Pero el sistema mantenía el nivel de consumo de la población bajo mínimos, les garantizaba en cambio un mínimo social. El Estado otor­gaba trabajo, comida, ropa y vivienda de acuerdo con precios y sala­rios controlados, (subsidios), pensiones, atención sanitaria con un sis­tema de recompensas y privilegios especiales, con una estructura des­controlada tras la muerte de Trujillo. Es decir, la creatividad del ciuda­dano jamás se premiaba, enseñándoles desde arriba que el gobierno está dispuesto a sacrificarse por el pueblo, a cambio de que al cuarto año votarán por una deuda prestada. Eso provocaría aún más pobre­zas. Nuestra economía desde 1940 no garantizaba ni siquiera un par de zapatos para cada uno de los ciudadanos. Con mucha mayor generosidad, el estado, a través de los partidos, proporcionaba también educación. Visto sin pasiones, se podría decir sin exagerar, que este da­to demuestra que no seremos una nación viable a menos que cambie­mos el modelo económico actual.

La transformación de un país, en buena parte analfabeto, en la moderna República Dominicana, fue un logro gigantesco, para los millones de aldeanos para los que incluso en los momentos más difíciles, el desarrollo dominicano representaba la apertura de nuevos horizontes, una escapatoria de oscurantismo y la ignorancia hacia la ciudad, la luz y el progreso, por no hablar de la promoción personal y la posibilidad de hacer carrera. Los argumentos a favor de la nueva sociedad resultaban convincentes. Por otra, tampoco conocían otra. Sin embargo, este éxito hizo intensivo a la agricultura y a quienes vivían de ella. La industrialización se hizo a costa de la explotación del campesino, se puede decir en favor de la política gubernamental, salvo que los campesinos no fueron los únicos que cargaron con la acumulación primitiva de la tierra, fórmula favorita del balaguerismo a cuyos obreros les tocó asumir en parte la carga de generar recursos destinados a una futura reinvención. Los campesinos, quienes en la mayoría de la población, no solo pertenecieron a una categoría inferior por lo menos hasta la constitución de 1963. La política agrícola les forzaba más impuestos a cambio de menos protección. El efecto inmediato fue el descenso de la producción de cereales y la reducción a la mitad de la cabaña ganadera, lo que provocó una terrible hambruna en 1930-1931, luego del huracán San Zenón. La colectivización hizo disminuir la ya de por sí baja productividad de la agricultura dominicana.
Así, tras este sinuoso transitar los partidos políticos y sus dirigentes rechazaban el libre mercado y la seguridad social viéndola desde un ángulo que no les permitía lograr sus objetivos particulares. Aun cuando no se advierte, pocos pensadores políticos se habrán dado cuenta quela identidad dominicana como sociedad está hecha pedazos. La familia como núcleo está erosionada y sólo existen hogares aglutinados en entes particulares.
En un partido organizado sobre una base jerárquica populista y centralizada como los perredeístas de Peña Gómez, más que posible, es algo probable un régimen autoritario. La inamovilidad no es más que otro nombre de la convicción de los perredeístas de no dar marcha atrás a la conquista del poder y que su destino estaba en sus manos, y en las de nadie más (1978-1986).
Los perredeístas argumentaban que un régimen de Balaguer podía contemplar tranquilamente la perspectiva de la derrota de una administración conservadora y su sucesión por una liberal, ya que eso no alteraría el carácter clientelista de la sociedad, pero no querrían ni podrían tolerar un régimen marxista por la misma razón por la que el régimen de Juan Bosch no podía tolerar un gobierno perredeísta que desease restaurar el régimen anterior.
Los peledeístas, incluidos los revolucionarios socialistas, no son demócratas en el sentido electoral, por más sinceramente convencidos que están de actuar en interés de servir al partido para servir al pueblo.
No obstante, aunque el hecho de que el partido fuese un monopolio político con un papel dirigente, no resultaría posteriormente un régimen autoritario algo tan improbable como una Iglesia Católica democrática. Ello no implicaba la dictadura personal. Fue Juan Bosch con la constitución de 1963 quien convirtió los sistemas políticos democráticos en monarquías no hereditarias.

En muchos sentidos, Bosch, empinado, locuaz seguro, noctámbulo e infinitamente suspicaz, parece un personaje sacado de las vidas de los apóstoles, quienes adoraban a un Dios y predicaban la palabra a un pueblo que no le entendía fruto de la atrasada sociedad dominica­na que le tocó vivir. De "apariencia impresionante", como lo llamaría John F. Kennedy (1962) fue intolerante y poco maniobrero cuando hizo falta, hasta que llegó a la cumbre; aunque sus considerables dotes personales ya lo habían llevado más cerca de la colina que de la Presidencia de la República.

Fue miembro activo de la lucha antitrujillista, convirtiéndose pues en un revolucionario autentico con el cargo de pensador de izquierdas.
Cuando se convirtió por fin en jefe indiscutible del PLD y en la práctica, de un segmento de profesionales liberales de la sociedad do­minicana, le faltó la noción del destino personal, aún cuando poseía el carisma y la confianza personal suficientes que hicieron de Balaguer el eje político de una isla llamada Hispaniola.

Así pues Balaguer prefirió ser el jefe acatado mediante la coacción, gobernó al país al igual que todo lo que estaba al alcance de su poder personal, por medio del terror y del miedo. Convirtiéndose una especie de zar, defensor de la fe ortodoxa secular, el cuerpo de cuyo fundador, transformando en santo secular, (Trujillo), esperaba a los peregrinos del palacio nacional con más rechazo que interés. Demostró un agudo sentido de las relaciones públicas.

Para un amasijo de pueblos agrícolas y ganaderos cuya mentalidad era equivalente a la del siglo 16 Occidental, esta era con seguridad la forma más eficaz de establecer la legitimidad del nuevo régimen al igual que los catecismos simples, sin matices y dogmáticos a los que Balaguer redujo, como a Bosch con su marxismo a quien probablemente nos imaginamos reflexionándolo internamente del porqué de tanta pérdida de tiempo con tantas ideas y hablándole a individuos que apenas sabían leer y escribir.

Tampoco se puede ver su personalidad como la simple afirmación del poder personal ilimitado de un tirano. No cabe dudas de que Balaguer disfrutaba con el poder, con el miedo que inspiraba, con su capacidad de arrodillar a sus enemigos, del mismo modo que no hay duda de que no le importaban en absoluto las compensaciones materiales de las que alguien de su posición podía beneficiarse. Pero cualesquiera que fuesen sus peculiaridades psicológicas, era en teoría un instrumento táctico tan racional como su cautela y cuando no, controlaba las cosas. Ambos conceptos se basaban en el principio en evitar riesgos que a su vez, reflejaba la falta de confianza en su capacidad de análisis de las situaciones por las que Bosch se había destacado.

La carrera política de Balaguer no tendría sentido salvo la persecución terca e incesante del objetivo utópico de una sociedad progresiva a cuya reafirmación consagró sus últimos discursos pocos meses antes de darse cuenta que ya no daba para más (1996), "por sus frutos los conoceréis”.

Todo lo que habían conseguido los reformistas con los gobiernos de Balaguer fue apenas un poder usurpado lleno de una herencia que estaba limitada al ejercicio del poder per se. El poder era la única herramienta de la que podían servirse para cambiar la sociedad, algo para lo que constantemente surgían dificultades, continuamente renovadas.

Este fue el absurdo sentido de la tesis de Balaguer. Solo la determi­nación de usar el poder de manera consistente y despiadada con el fin de eliminar todos los obstáculos posibles al proceso que podría garan­tizar el éxito final.

La asambleas reformistas revelaron una nutrida oposición a Bala­guer. Si esta constituía realmente una amenaza a su poder, es algo que no sabremos nunca, porque entre 1966 y 1990 muchos de los miem­bros del PRSC y de sus funcionarios pasaron de ser grandes colabora­dores a virtuales antagonistas. (Fernando Álvarez Bogaert).

Es tal esta afirmación que en las actas electorales preestablecidas por el propio Joaquín Balaguer y diseñados para no fallar, su propia firma había sido falsificada. Lo que confirió a estos actos una inhuma­nidad política sin precedentes, fue que nunca fue permisivo y no ad­mitía limites de ninguna clase. (Jacinto Peynado, 1996).

No era tanto la idea de que un gran fin justifica todos los medios necesarios para conseguirlo (aunque es probable que esto fuese lo que creía Hipólito Mejía (2000-2004), ni siquiera la idea de que los sacri­ficios impuestos a la generación actual, por grandes que sean no son nada comparados con los infinitos beneficios que cosecharon las gene­raciones venideras, sino la aplicación constante del principio del poder total.

El reformismo, debido seguramente a su fuerte componente de populismo, llevo a otros liberales a desconfiar de Balaguer por auto­ritario. (Mario Read Vitinni).

En cambio Balaguer siempre supo lo que quería. Sus anhelos los li­mitaba a un pensamiento particular. Fue tan visionario con su fortu­na política que poco le importo el pueblo, Bosch y Peña Gómez, si tan solo lograba sus objetivos.

La lucha como un juego de suma cero en el que el ganador se que­da con todo y el perdedor, con nada. Como sabemos hasta los parti­dos mas liberales lucharon en las campañas electorales con la misma mentalidad y no reconocieron límite alguno al sufrimiento de la socie­dad, que estaban dispuestos a imponer a la población enemiga incluso para garantizar el poder o al menos la victoria electoral.

No sabemos si serian capaces de utilizar las armas, para garantizar el poder. De hecho, incluso la persecución de colectivos humanos, definidos a-priori, se convirtió en parte de los gobiernos de Trujillo y Balaguer, como lo muestra los asesinatos de Jesús De Galíndez, Mauricio Báez; Las Hermanas Mirabal, Amín Abel, Orlando Martínez y otros; una parte de la caída desde el progreso de la civilización en el siglo 19. Este será el renacimiento de la barbarie que recorrerá la historia de Joaquín Balaguer Ricardo como un hilo oscuro.

Cuando finalmente Balaguer muera, sus sucesores deberán llegar a un acuerdo tácito para poner punto final a esa estela del pasado de sangre y corrupción, aunque para las épocas por venir la historia se convierta en su principal disidente y los publicistas se encarguen de evaluar el costo humano total de las décadas de gobierno de Balaguer. A partir de entonces, los políticos dominicanos comenzarán a morir tranquilos en sus camas, y en ocasiones a edad avanzada,

Los nuevos regímenes políticos dominicanos, aunque solo fueran posibles gracias a la victoria electoral, no fueron impuestos exclusivamente por las fuerzas de las armas más que un solo caso: Joaquín Balaguer (1966) quien sería impuesto desde Washington hasta las escalinatas del palacio Nacional, en Gazcue.


La llegada de los reformistas al poder en las elecciones de 1966 reflejaba su verdadera fuerza en aquellos momentos, y en Santo Domingo, la influencia trujillista estaba reforzada por el sentimiento colonial generalizado en el país. La llegada del balaguerismo al poder en República Dominicana no debía nada a las armas del ejército criollo. A partir del 1930 el régimen de Trujillo disfrutó hasta finales del 1961 del apoyo armado. Las adhesiones subsiguientes a Balaguer, empezando por el apoyo de los comerciantes, herederos del patrimonio acumulado por Trujillo, se había producido por iniciativa propia, aunque sabían que podían contar con el firme apoyo del nuevo bloque político. Sin embargo, en el poder gracias al apoyo de las fuerzas armadas disfrutaron al principio de una legitimidad temporal y durante cierto tiempo, de un genuino apoyo popular.