20 de enero de 2008

LOS HIJOS DE LA POSGUERRA

Los Hijos de la Posguerra
Juan Carlos Espinal


INTRODUCCIÓN

El mayor problema de nuestra época surge en el momen­to en que las justificaciones de los Gobiernos manifies­tan su insuficiencia. No deberíamos confiar el porvenir de nuestra civilización a un error de cálculo o, peor aún, de percep­ción, o a la expectativa de que un criminal demente como Trujillo al­cance la cumbre del poder en un pueblo tradicionalmente militarista. La historia dominicana no confirma el libre albedrío de los hombres, por no escribir que lo desmiente. República Dominicana ya no perte­nece a lo imposible, sino a la posibilidad. Es una sociedad empeñada en aceptar los valores que le fueron impuestos en lugar de discutirlos, precisamente porque nuestra herencia no se demuestra, sino que se acepta. Por privilegios.
La clase dirigente dominante no ha dado mues­tra alguna de arrepentimiento. Ellos, cuando se han sentido insatisfe­chos ante la justificación de un acontecimiento que consideran adver­so a su interés vuelven la vista hacia otro destino: La modificación del acontecimiento. En medio de tanta hostilidad, los dominicanos tienen dos maneras de no dejarse derrotar; adaptarse al atropello u optar por la vía de la transformación. Y eso último hoy se hace indispensable, es decir las masas deben intervenir activamente para revolucionar la rea­lidad hasta eliminar la contracción. El ordenamiento político de la so­ciedad moderna contemporánea tiene como objeto el retroceso, bien para hacer valer sus derechos o proteger sus intereses o en todo caso, para subyugar al Estado. La fuente de nuestras esperanzas plantea que una vez desaparecido el origen de la violencia los hombres de la nue­va sociedad puedan regular las relaciones con sus iguales sin recurrir a la fuerza. El siglo XX inició su trayectoria sobre la decadencia y se cie­rra con el caos. El pensamiento y la moral se han estancado aún cuan­do desde el punto de vista material, los últimos cien años han sido un período de progreso indiscutible, tan indiscutible que según cifras del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de los Estados Unidos de Norteamérica la mitad de la población vive bajo la línea de la pobre­za. Por donde quiera que observemos los índices para medir el desa­rrollo, apenas encontraremos regresión. Allí donde el valor de la mul­tiplicidad se pierde, se pierde la educación para el desarrollo de las po­tencialidades humanas creativas y la ordenación democrática. No cabe dudas, nuestro porvenir no es halagüeño con el actual modelo políti­co y económico.
Pido disculpas al lector por ser un confeso pesimista, pero, al me­nos, situarse en la prueba extrema de la vida y en la historia, y puesto que es difícil aceptar la resignación, es necesario pensar en que debe­mos salvarnos sin hacernos ilusiones. La esperanza obtusa, inerte y sa­tisfecha de sí misma le corresponde a la mediocridad, desesperación inteligente de quienes no han servido para nada. Nuestra conciencia nos indica que de ahora en adelante el futuro reposara sobre la razón. Nuestra historia esta desacreditada, ha sido olvidada a propósito y se requiere de un debate serio.
Esta obra pretende ser comprendida a partir de las incoherencias históricas del autor. Este manuscrito carece de un orden cronológico, por lo tanto es lógico entender que su estilo es simplemente admonitorio, exhortativo o sugeridor. Nada más. Reconozco mis profundas lagunas así como la de cualquier historiador pacifista que alguna vez se encargo de falsificar los hechos. De manera que mis juicios perso­nales me los guardo sin pretender compartirlos. Vivimos en un siglo traumático, cargado de desilusiones constantes, guerras, hambruna co­lectiva, xenofobia, enfermedades y pérdida del valor de la confianza. En pocas palabras la subsistencia estará supeditada al conocimiento.

Los hijos de la posguerra

Este libro obedece a la filosofía utilitarista del siglo XIX, que declara la primacía del individuo sobre el Estado, de donde deriva la doble afirmación de que el individuo posee derechos originarios e inaliena­bles mientras que el Estado es una asociación creada de común acuer­do por los individuos para proteger sus derechos fundamentales que aseguran su libertad. (John Locke).
De manera que este ensayo no espera ser comprendido mas allá de la confusión de siempre, aún cuando plantea de principio a fin una ruptura total con lo que hasta hoy acontece en la República Domini­cana. Y eso, para empezar, es suficiente. La bibliografía se encuentra al final del libro.


Capítulo I

EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS

Tanto la descolonización como las revoluciones transfor­maron drásticamente el sistema político. Así pues la or­ganización social indígena fue destruida, al menos en su generalidad. De manera que pasaríamos a ser un pueblo de corte occidental. España nos transmitiría su lengua, religión, formas de ves­tir y comer, ganados e instituciones jurídicas y civiles, aún cuando ca­recían de capacidad como Estado para ser un imperio convirtiéndose pues, en una profunda contradicción que nosotros heredaríamos y por supuesto transmitiríamos de generación en generación, hasta llegar a ser lo que somos hoy, incluso en América donde la temprana descolo­nización añadiría una docena más.
Sin embargo, lo importante de esto no era su número sino el enorme y creciente peso y presión demográfica que representaba en conjunto. Desde la primera revolución industrial, y es posible que desde el Siglo XVI este equilibrio se había inclinado a favor del mundo "desarrollado". Esta explosión demográfica en los países pobres como en República Dominicana despertó por primera vez una grave preocupación internacional a finales del siglo XIX. Nuestra población ha crecido desordenadamente y cada día los go­biernos son más deficitarios provocando subsidios irresponsables y peor aún con más bocas que alimentar y con menos capacidad de producción.
La explosión demográfica del mundo pobre es elevada porque los índices básicos de natalidad suelen ser mucho más altos que los del mismo período histórico en los países desarrollados y porque los ele­vados índices de mortalidad que antes frenaban el crecimiento de la población cayeron a partir de los años setenta a un ritmo cuatro o cin­co veces más rápido que el de la caída que se produjo en Europa del siglo XDC. Y es que, mientras en Europa éste descenso tuvo que espe­rar hasta que se produjo una mejora gradual en la calidad de vida y del entorno, la nueva tecnología barrió con los países pobres en forma de medicinas y la revolución del transporte.
Así a partir de los años cincuenta las innovaciones médicas y farma­cológicas estuvieron disponibles para salvar las vidas a gran escala, de­bido a la aparición de los antibióticos y algo que antes era imposible conseguir, salvo tal vez de las enfermedades como la viruela, diarrea, etc. Así, mientras los dominicanos vivían más y mejor que décadas pa­sadas, las tasas de mortalidad se reducían verticalmente a tal punto, que la población se dispararía aún cuando la economía y las institucio­nes fueran inestables.
De manera que la explosión demográfica es el hecho fundamental de nuestra existencia. Al tratar de estabilizar nuestra población con na­talidad y mortalidad bajas con algún tipo de planificación familiar es­tamos creando mayores problemas de población y es improbable que podamos resolver nuestros índices de pobreza. Sin embargo, nuestras preocupaciones no sólo radican en el fondo, sino en la forma. Así mis­mo, nuestra sociedad se ha visto obligada a adoptar sistemas políticos derivados de nuestros conquistadores o amos imperiales. Así que, una minoría de los que surgieron de las evoluciones sociales siguió el mo­delo de la Revolución Soviética.
En teoría, el mundo dominicano estaba lleno de los que pretendían ser repúblicas parlamentarias con elecciones libres y de una minoría de repúblicas democráticas populares de partido único. En particular es­tas etiquetas indicaban como máximo en que lugar de la escena inter­nacional querían situarse como solían serlo nuestras propias constitu­ciones y por los mismos motivos en la mayoría de los casos, carecería de las condiciones materiales y políticas necesarias para hacer viables nuestro sistema.
Esto sucedía incluso con los comunistas, aunque su estructura au­toritaria y el recurso a un "partido único dirigente" hacía que resulta­se menos inadecuado en un entorno no occidental que en las repúbli­cas liberales. Así, uno de los pocos ideales comunistas era la suprema­cía del partido sobre el ejército.
De paso, los mecanismos de control se fueron perdiendo y las fuer­zas armadas tendrían protagonismo semejante o incluso superior al poder civil. Además, la intervención en aspectos administrativos pro­vocaría el enriquecimiento asombroso de generales y oficiales medios. Estos recibirían cuantiosos subsidios y suministros a través de las in­tendencias y en algunos de los casos, existió mayores posibilidades po­líticas que nunca. A los militares se les mantendría alejados del poder civil, gracias a la presunción de la supremacía civil a través del partido.
Las perspectivas fueron pocas y así la transacción hacia la democra­cia liberal se negociaría con poco éxito bajo la égida de la intervención y las constantes intentonas golpistas de unos oficiales recalcitrantes durante los periodos de ciertos aires democráticos.
La democracia sería abortada y nuevamente la pobreza se expandi­ría notablemente .Así, la amenaza se mantendría aunque en los años se­tenta se producirían manejos todavía por explicar en las obscuridades de la filtración de la CÍA, y los paramilitares supuestos del servicio se­creto y del terrorismo de Estado. Quizás solo en los traumas de la des­colonización, los dominicanos llegaríamos a ser intolerantes y la ten­tación de retener el poder de parte de los políticos fue inútil al hun­dirse la economía y pronto caeríamos bajo el escenario de la confron­tación social. La guerra civil será el legado de la miseria dejando re­cuerdos en toda la sociedad, recuerdos y cicatrices que aún no se han borrado.
Los regímenes autoritarios sintieron afición por torturar a sus oponentes, dejando muchas madres solteras y padres sin trabajo, hun­diéndonos de cabo a rabo bajo el peso de nuestra propia estupidez. La situación era más favorable a una intervención militar, sobre todo en la República Dominicana donde un grupo de comerciantes era capaz de manejar la economía, introduciendo conceptos ideológicos pareci­dos a épocas medievales.
El dominicano aspira a esforzarse y vivir en orden con la esperanza (a menudo vana) de que un Mesías asumiese la redención de sus propósi­tos. De todos modos el más leve indicio de que los gobiernos del país cayeran en manos de los comunistas garantizaba el apoyo de los nortea­mericanos y como consecuencia no sólo se minó el sentimiento de au­toestima, sino que el vacío se produciría influiría en la voluntad domi­nicana de adherir otros valores extraños anteponiéndolos a los suyos.
Si la espectacular aceleración del crecimiento poblacional que he­mos experimentado en este siglo continuase, la catástrofe sería inevi­table. La invención de la agricultura fue realmente toda una revolu­ción con consecuencias determinantes para el desarrollo posterior de la República Dominicana. La transición a la agricultura, no obstante, no fue una invención inmediata que se propagó rápidamente.
Más bien, fue un proceso evolutivo durante el cual cazadores y re­colectores se fueron dando cuenta de que por un lado los animales es­taban desapareciendo y por el otro lado era posible domesticar ciertas plantas alimenticias.
De manera que la vida de los dominicanos, específicamente del campesinado, comenzó a depender cada vez más de los alimentos plantados.
Llegaría la recolección y de paso los asentamientos a gran escala, produciéndose un crecimiento poblacional sin ningún tipo de ordena­miento urbano. De manera que la población aumentó, en el mismo período de la recolección con mayor intensidad que la producción provocando desde entonces los primeros niveles de desigualdad.
Estos pequeños asentamientos pasaron de nómadas a sedentarios, aunque este fue un proceso lento que comenzó en pocos lugares y que desde la llegada de Cristóbal Colón a la isla, se iría expandiendo, in­cluso, hasta nuestros días.
Luego en los primeros centros urbanos se inventa la vivienda, crea­da de baño y piedra y así sucesivamente.
Cabe resaltar que desde nuestros orígenes fuimos depredadores y el salto de nuestra economía hacia niveles productivos deberá represen­tar el gran reto de nuestra nación.
De hecho, nuestro paso desde la Edad de Piedra hasta la Edad de los metales, pinta de cuerpo entero lo difícil que nos cuesta avanzar si­quiera paulatinamente. Esto prolongaría nuestro retroceso cultural y de este sistema fue surgiendo una población sin estímulos más que vi­vir primitivamente. Este proceso sería el patrón seguido cotidiana­mente y reproducido durante siglos. Nuestra decadencia se hizo paten­te antes, mucho antes del descubrimiento y se puede advertir en los ni­veles de vida de nuestros indígenas. Así se tendrá, que pagar un precio muy alto para avanzar, sin ningún tipo de técnicas de producción, me­dios de comunicación y sin mercados donde comprar.
De manera que las luchas de las potencias europeas influenciaron a Santo Domingo y por consiguiente a la población, la cual heredaría una inestable voluntad para enfrentar los fenómenos y virtudes de nuestras limitaciones.
Vale la pena advertir que sólo en los traumas de la descolonización, en la derrota a manos de los insurrectos de las colinas, los dominicanos llegaríamos a conocer la intolerancia y así estudiando nuestro pasado podríamos comprender el papel de la oligarquía, quienes desde enton­ces han sentido una tentación enorme de subyugar al pueblo, ya sea por golpes militares, evasión fiscal, corrupción administrativa y desmanes ideológicos que nos hundirían de una manera singularmente absurda.
De modo que la situación era más favorable a una intervención del poder imperial sobre todo en un Estado de reciente creación, débil y diminuto donde apenas un centenar de hombres descalzos y armados con armas infuncionales podrían resultar decisivos para lograr la inde­pendencia nacional. Lo cierto es que curiosamente, esta separación (llamada irónicamente independencia) en lugar de acentuar la estabi­lidad política y económica de la nación dominicana, lleno un vacío profundo provocando estados recurrentes de caos y donde la inexpe­riencia o la incompetencia de los gobiernos era fácil que se produjera la confusión.
Nuestros típicos gobernantes fueron hombres comunes del pueblo, con más arrojo que heroísmo, quienes eran aspirantes a dictadores o en el mejor de los casos, se esforzaban para no fracasar y poner en or­den la situación por lo que muy pocos duraban en el cargo.
Nuestro sistema político no era una forma especial de crear estabi­lidad, sino inseguridad del entorno. Esto iría adueñándose cada vez más de los sentimientos colectivos de nuestros ciudadanos. La prácti­ca totalidad de nuestro territorio era dependiente del exterior y sus lí­deres no se fueron comprometiendo en políticas que requerían justa­mente la clase de Estado estable, eficaz y con un adecuado nivel de funcionamiento del que muy pocos disfrutaban. Estaban comprome­tidos en ser económicamente dependientes y subdesarrollados.
Después de la descolonización parecía que ya no había futuro para los viejos programas de desarrollo basados en el suministro de mate­rias primas al mercado nacional dominado por los países imperialistas. En todo caso, esto había dejado de parecer factible a partir de la gran depresión. Además, como veremos más adelante, tanto el nacionalis­mo como el antiimperialismo pedían políticas de menor dependencia respecto a los antiguos imperios y el ejemplo de la URSS constituía un modelo alternativo de "desarrollo", un ejemplo que nunca había pare­cido tan impresionante como en los años posteriores a 1945.Es por ello que los estados más ambiciosos decidieron acabar con su atraso agrícola, mediante una industrialización sistemática, bien fuese según el modelo soviético de planificación central, bien mediante la sustitu­ción de importaciones, basados ambos, aunque de forma diferente, en la intervención y el predominio del Estado.
Hasta nosotros, los dominicanos, quienes éramos menos ambicio­sos, quienes soñábamos con un futuro de grandes complejos hidroe­léctricos a la sombra de presas colosales, queríamos controlar y desa­rrollar por nuestra propia cuenta nuestros recursos. Así, los gobiernos o mejor escrito, Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961) siguiendo el ejemplo de México en 1938, comenzó a nacionalizar las empresas y gestionarlas como empresas estatales. En definitiva nuestros gobiernos aún en el proceso de descolonización cultural no les importaban en absoluto depender de capitalistas a la antigua y pretendieron el marco de una economía dirigida. Seguramente el Estado de este tipo se man­tuvo viviendo a expensas de déficits constantes.
Es por ello que los dominicanos que vivían en zonas alejadas y atra­sadas se dieron cuenta de la ventaja de tener estudios superiores, aun­que no pudieran compartirlos, o tal vez porque no podían obtenerlos. Así, conocimiento equivalía literalmente, a poder, algo especialmente visible en nuestro país, donde el Estado es a los ojos de los ciudadanos una máquina que absorbía sus recursos y los repartía entre los emplea­dos públicos. Tener estudios era tener un empleo, a menudo un em­pleo asegurado, como funcionario y con suerte, hacer carrera, lo que le permitía al ciudadano obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos.
Un pueblo como el dominicano, que invierte en los estudios de uno de sus jóvenes esperaba recibir a cambio ingresos y protección pa­ra toda la comunidad, gracias al cargo de la administración que estos estudios aseguraban. En cualquier caso, los funcionarios que tenían éxito eran los mejores pagados en toda la población. República Domi­nicana fue tan pobre, que los servidores públicos se enriquecieron bru­talmente. Incluso, sus habitantes perderían la capacidad del ahorro y salario real. Donde parecía que la gente pobre del campo podía bene­ficiarse de las ventajas de la educación u ofrecérselas sus hijos, el deseo de aprender era prácticamente universal y cerca del colonialismo. Es­tas ansias de conocimiento explican en gran medida la enorme migra­ción del campo a la ciudad que despobló el agro y la capacidad pro­ductiva del país a partir de los años cincuenta. Y es que la ciudad re­sulta atractiva y ante todo ofrecía oportunidades de educación, y for­mación de los hijos. La mentalidad vigente era la que en la ciudad se podía "llegar a ser alguien". La escolarización abrió perspectivas más halagüeñas, pero en nuestro atrasado país, el mero hecho de conducir un vehículo moderno y poseer una piel clara podía ser la clave de una vida mejor. Lo primero que un campesino le enseñaba a sus hijos y so­brinos era la esperanza de abrir el camino a un nuevo mundo moder­no como "la capital", ya sea conduciendo un vehículo de transporte público o por el contrarío creando un tarantín debajo de los edificios más modernos de la ciudad. Sin embargo, había sido y resultaba atrac­tivo, ya que afectaba a la tres quintas partes o más de los campesinos que vivían en la agricultura; la reforma agraria, era la consigna general de los gobiernos dominicanos, aun cuando no significó la gran cosa, desde la división y el reparto de los latifundios entre el campesinado y los jornaleros sin tierra, hasta la abolición de los regímenes de propie­dad y las servidumbres de tipo feudal desde la rebaja en los arrenda­mientos y sus reformas hasta la nacionalización y colectivización revo­lucionaria de la tierra. El agricultor dominicano apenas comenzaría a abandonar las cosechas y depredar los conucos. Es probable que jamás se hallan producido tantas reformas agrarias como en la década de los setenta, donde casi la mitad del género humano se estaba dando cuen­ta que se hacían más pobres. No obstante, a pesar de la proliferación de las declaraciones políticas, la República Dominicana tuvo demasia­das revoluciones, descolonizaciones o derrotas militares como para que hubiese una reforma agraria exitosa.
Los argumentos a favor de la reforma agraria eran básicamente po­líticos, para ganar demagógicamente el apoyo del campesino de una manera ideológica y en algunas ocasiones económicamente, aunque no era mucho de lo que los reformadores "reformistas" esperaban re­cibir con el simple reparto de tierras a los campesinos tradicionales y a los peones que tenían poca o ninguna tierra. De hecho, la producción agrícola cayo drásticamente luego de los repartos, aunque la prepara­ción del campesinado mejoró.
Los argumentos favorables a los mantenimientos de un campesi­nado numeroso eran y son antieconómicos ya que en la historia del mundo moderno el gran aumento de la producción agrícola ha ido en paralelo con el declive de la media de la proporción de agriculto­res, en especial luego de la guerra civil de 1965. La reforma agraria, sin embargo, podía demostrar que el cultivo podía ser más eficiente y flexible que el latifundio practicado en tierras despojadas por mili­tares, políticos y empresarios y ciertamente cualquier intento se con­sideró una explotación que hizo que los productos llegaran más caros y con menos calidad a la población, debido pues, a los interme­diarios.
Mientras la disparidad de los ingresos de los dominicanos aumentaba el desarrollo económico se estancaba. La igualdad de la productividad se asemejaba a una distribución de pobreza. Verdaderamente la desigualdad social de la República Dominicana no puede dejar de guardar relación con la ausencia de reforma agraria en tanto esta fue­ra acogida por el campesinado, por lo menos hasta que pasó de la colectivización de las tierras a la constitución de cooperativas, como fue norma de los países comunistas.
Sin embargo, lo que los modernizadores vieron en esta reforma no era lo que representaba para los campesinos a quienes no interesaban los asuntos macroeconómicos sino que veían la política nacional desde un punto de vista paralelo de los pensadores de las ciudades y cuyas demandas de tierras no se basaban en los principios generales sino en exigencias concretas. Así la reforma agraria instituida por sectores del Gobierno del doctor Joaquín Balaguer fracasó debido a que las comunidades campesinos han vivido en difícil coexistencia con las grandes haciendas ganaderas del país, a las que proporcionaran mano de obra, y la repartición de tierras fue vista simplemente como la devolución al campesino de las tierras despojadas por generales, políticos y terratenientes cuyos límites había conservado en sus recuerdos durante siglos y cuya pérdida no habían aceptado.
A los campesinos dominicanos no les importaba ni el mantenimiento de las viejas empresas como unidades de producción ni los experimentos cooperativistas, ni otras prácticas agrícolas innovadoras, sino la asistencia mutua tradicional en el seno de las comunidades que distaban mucho de ser igualitarias.
Después de la reforma las comunidades volvieron a "ocupar" las tierras de las haciendas convertidas en cooperativas como si nada hubiese cambiado en el conflicto entre haciendas y comunidades. Para ellos había cambiado realmente. La reforma agraria sería pues un éxito político de los Gobiernos de Joaquín Balaguer, pero sin consecuencias económicas de cara al desarrollo posterior agrícola de República Dominicana.
No ha de sorprender que un estado poscolonial como el nuestro fuera una región dependiente del viejo mundo imperial e industriali­zado. Lo que básicamente ocurría era que para otras sociedades desa­rrolladas era factible tratar con sociedades pobres en comparación con el mundo desarrollado e incluso resultaba posible reconocernos como dependientes.
De manera, que se iría formando un pensamiento obtuso en mate­ria económica donde se llegó a pensar que el mercado mundial del ca­pitalismo o la libre iniciativa de la empresa privada doméstica no pro­porcionaría el desarrollo. Además, durante la guerra fría todos pensa­rían que era inevitable aliarse a los Estados Unidos o la Unión Sovié­tica.
Nuestros pensadores en su mayoría no eran más que inspiradores radicales o ex-revolucionarios anticolonialistas quienes se oponían a todo vestigio de crecimiento. Todos ellos, al igual que otros regímenes decían ser socialistas a su manera.
Simpatizaron con la Unión Soviética o por lo menos estaban dis­puestos a recibir su asistencia económica y militar, lo cual no resulta sorprendente ya que los Estados Unidos habían abandonado su tradi­ción anticolonialista de la noche a la mañana, después de que el mun­do quedase dividido y buscaban ostensiblemente aliados entre los ele­mentos más conservadores del tercer mundo. No obstante, la diferen­cia de los simpatizantes de los Estados Unidos en República Domini­cana era la intención de unirse antes que verse en conflictos potencia­les y en crisis políticas.
Aún así buena parte de nuestro país se mantuvo alejado de conflic­tos tanto globales como regionales hasta después de la Revolución Cu­bana. Cultural y lingüísticamente nuestra población era occidental, ya que la gran masa de los habitantes pobres eran católicos. Si bien nues­tro país había heredado de sus conquistadores ibéricos una egoísta je­rarquía racial, también heredamos de los españoles, en su inmensa ma­yoría de sexo masculino una tradición de mestizaje en gran escala. Había poca gente que fuese totalmente blanca, salvo en los asentamien­tos montañosos como en Jarabacoa y Constanza y parte de la región sur del país (Baní) quienes fueron pobladas por inmigrantes europeos y con muy pocos indígenas criollos.
En ambos casos el éxito y la posición social borraron las distinciones raciales y ya para 1898 en República Dominicana había como presiden­te un negro de descendencia haitiana, Ulises Heureaux. Hasta el día de hoy nuestro país se ha mantenido al margen del círculo vicioso de polí­tica y nacionalismo étnicos que hace ola en los demás continentes.
Además, la mayor parte de la sociedad reconocía ser lo que ahora se denomina una dependencia "neo colonial" de una potencia impe­rial única, los Estados Unidos. Es por ello, por esta idea, que los go­biernos dominicanos están conscientes de lo inteligente que es, estar de lado de Washington. Si no lo conocen perfectamente, al menos nuestros políticos lo interpretan instintivamente sólo viéndose en el espejo de Cuba, quien hizo su revolución y estaba dispuesta a discre­par de los norteamericanos y la OEA la expulsó. Y sin embargo, justo en el momento en que la República Dominicana y las ideologías basa­das en el apogeo y el libre mercado comenzaron a eficientizar la eco­nomía, tan pronto, como sucedió empezó a desmoronarse.
En los años setenta se hizo cada vez más evidente que un sistema en declive no podía abarcar adecuadamente a unos ciudadanos cada vez más diferentes.
El sistema político sería útil para unos cuantos y nos hicieron pen­sar que el país estaba dividido entre ricos y pobres.
Desde entonces nos designaron los roles que se iban incrementan­do a los ojos de todos y el destino estaba plenamente justificado. La diferencia de PNB per cápita entre los ricos y pobres pasaría de colec­tivo a individual, es decir había dos países en uno sólo. Así nuestra so­ciedad, es evidente que ha dejado de ser una entidad única.
A nuestros estados pobres situados en la dependencia casi absoluta y donde el creciente peso demográfico con baja productividad econó­mica, sencillamente no nos iba tan bien, pero a pesar de todo, resulta­ría evidente que por más desventajas que existiera para convertirnos en ricos, de esa misma manera casi invariablemente estábamos tentados a tirarlo todo por la ventana. Al llegar los años ochenta nos llenaríamos de deudas. En segundo lugar, parte de nuestro país superaría su entor­no tercermundista, algunos se industrializaban particularmente y os­tensiblemente hasta unirse a ciudadanos del primer mundo, aunque continuasen mucho más pobres.
Nuestras diferencias cuantitativas eran patentes. La República Do­minicana del 1970 no es la misma de hoy, sin embargo sigue siendo tan pobre como ayer. Y esa es la realidad. Así que no existe ninguna definición exacta de las justificaciones de algunos teóricos sobre el tó­pico de que hemos avanzado.
De hecho, en la categoría de países en vías de desarrollo seguimos siendo una economía de servicios, dependiendo incluso de las mate­rias primas y remesas en dólares.
Si estuviéramos dependiendo más allá de los límites de los países pobres nuestro sentido estricto hubiera sido la de una economía de mercado, o sea, de una sociedad capitalista.
Una serie de países, emergieron o serían sumergidos en la pobreza. República Dominicana no escaparía a situarse en la cola de los países atrasados y aceptaría tácticamente el eufemismo de ser un país "en vías de desarrollo". Alguien tuvo la "delicadeza" de crear un subgrupo de países de rentas bajas en vías para clasificar a los tres millones de seres humanos cuyo PNB per cápita habría alcanzado un promedio de $330.00 dólares hasta 1989, distinguiéndolos de los quinientos millo­nes de habitantes más afortunados de países menos pobres, como la República Dominicana, Ecuador y Guatemala, cuyo PNB medio era más bajo que el de los privilegiados del tercer mundo (Brasil, México, y Malasia) con un promedio ocho veces mayor.
Los aproximadamente ochocientos millones del grupo más próspe­ro disfrutaban en teoría de un PNB por persona de $18,260.00 dóla­res, es decir, cincuenta y cinco veces más que las tres quintas partes de la humanidad, incluyendo obviamente nuestro país. En la práctica, a medida que la economía mundial se fue globalizando, en serio, sobre todo tras la caída de la Unión Soviética, se fue convirtiendo en más puramente capitalización y dominada por el mundo de los negocios. Los inversionistas y empresarios descubrieron que gran parte del no poseía ningún interés económico para ellos, a menos, qui-que pudiesen sobornar a sus políticos y funcionarios, para que el proyecto de prestigio, y el dinero, nos lo sacarían del a costa de las "consideraciones de los jefes de Estado". En nuestro país la cantidad desproporcionada de ciudadanos se encuentra en los mismos niveles de vida que países africanos. De manera, que la guerra fría nos privó de ayudas económicas. Además, con el aumento de la división entre los pobres, la globalización de la economía produjo movimientos, en especial de personas, que cruzaban las y regiones. Turistas de países ricos nos invaden como jamás habían hecho.
A mediados de los años ochenta, miles de turistas procedentes de motivarían la economía con una enorme mano de obra proce­de sectores pobres siempre que las barreras políticas no lo frena-Por desgracia, en los decadentes años setenta y ochenta, los movimientos migratorios no se dirigían directamente a la capital. El número de campesinos en las grandes urbes rurales creció y se dispararía en apenas 20 años (1965-1985).
La mayoría emigraba después de abandonar los conucos y las siembras, pero una parte importante venía de la frontera escapando de la miseria y se convertirían en ciudadanos cada vez más difíciles de separar de los torrentes de hombres, mujeres y niños que huían desespera­dos hacia un mundo moderno.
Así que, desarraigados de su entorno y enfrentando a ciudadanos más capacitados se convertirían en virtuales refugiados en la capital sin ordenamiento urbano con excepción de algunos sectores privilegiados cuyos habitantes no fomentaban, ni permitían, la entrada ­de "inmigrantes", de otros barrios o pueblos a quienes consideraban menos.
Aun cuando los teóricos no se refieran a este tópico, este rechazo podría considerarse como un nuevo síndrome social en la comunidad la xenofobia local. De manera, que el asombroso salto de la economía del mundo capitalista y su creciente globalización provo­caría la división del concepto de nación de República Dominicana, puesto que, el concepto de tercer mundo sería asimilado por aquellos que se situaron conscientemente en la práctica totalidad de los habi­tantes pobres del país y quienes viven en la actualidad en el mundo moderno.
En realidad, muchos de los movimientos tradicionales y nominalmente conservadores ganarían terreno en un país con mentalidad oli­gárquica del tercer mundo, sobre todo, pero no exclusivamente, en la clase baja, que son masas irredentas que se resisten o los han empuja­do contra la modernidad y a los cuales se les ha aplicado esta vaga de­nominación. La gente sabe ahora que forma parte de un mundo que no era como el de nuestros abuelos. Los alimentos nos llegaban por autobús a través de avenidas polvorientas, en forma de radio de pilas, quizás, hasta a los analfabetos, en su propia lengua, o dialecto, no es­critos, aunque suele ser un privilegio de las comunidades campesinas.
Pero en un país donde la gente de campo emigra a Santo Domin­go por millones, e incluso en ciudades como Santiago y Puerto Plata donde las poblaciones urbanas superiores a un tercio eran habituales, casi todos habían trabajado en la capital o tienen un pariente que vive allí. Desde entonces, pueblo y ciudad están unidos. Hasta los campos y regiones más despobladas, quienes viven en chozas sin electricidad, ni agua potable, se pueden observar botellas de Coca Cola vacías y productos de consumo nacional a gran escala, e incluso relojes de mar­ca donde además se comercializan.
Los gobiernos dominicanos tuvieron menos éxito y probablemen­te subestimaron las limitaciones de nuestro atraso, falta de técnicos, administradores y cuadros económicos cualificados y con experiencia, analfabetismo, desconocimiento y desconfianza hacia los programas de modernización económica, sobre todo cuando nuestros presidentes sin excepción, se imponían objetivos difíciles de cumplir. El resultado fue un desastre que empeoró todavía más con el hundimiento del pre­cio del azúcar en los años setenta. Para 1976 los grandes proyectos ha­bían fracasado, la industria de nuestro pequeño país solo se podía proteger detrás de altísimos aranceles, controles de precios y permisos de importación, lo cual provocó el florecimiento de economía sumergida y de una corrupción general que se ha convertido en inerradicable. Tres cuartas partes de todos los asalariados eran empleados públicos, mientras la agricultura de subsistencia quedó abandonada.
Tras el derrocamiento de Juan Bosch mediante el consabido Golpe Militar (1963) el país prosiguió su desilusionada andanza entre una se­rie de gobiernos en ocasiones civiles, aunque generalmente de milita­res desilusionados. El funesto balance de nuestro país, no debería in­ducirnos a subestimar los importantes logros décadas después en el afianzamiento de una democracia "maquillada". Así pues, el desarrollo económico fue decepcionante y dependía de las condiciones de los errores humanos y del sistema imperialista norteamericano.
Nuestro "desarrollo", dirigido o no por el estado, no resulta del in­terés inmediato para la gran mayoría de los dominicanos que vivía del cultivo de sus propios alimentos, pues, nuestras fuentes de ingresos principales eran una o dos cultivos de importación, café, plátanos o ca­cao, productos que suelen concentrarse en áreas muy determinadas. Así pues, emularíamos a los chinos pobres de la parte Sur y a los indi­gentes africanos, quienes continuaban viviendo de la agricultura.
De manera que la visión occidental del campesino dominicano, es­taba apenas iniciando una copia en calco de las migraciones en todo el continente del área rural a las urbes, volcando sobre nuestras ciudades olas de desempleo y que apenas dos décadas cambiarían la estructura de Santo Domingo y Santiago. En algunas regiones fértiles y con una densidad poblacional no excesiva, como buena parte del Cibao, la Ro­mana y Baní la mayoría de las gentes se las había ingeniado para man­tener un nivel de vida adecuado. La mayoría de las ciudades con baja densidad y empleo aún precario, no necesitaba del Estado dominica­no por general demasiado débil, y los habitantes de esta zona prescin­dieron de los políticos y el poder, refugiándose en la autosuficiencia de la vida rural.
Cuidadosamente, pocos países en procesos revolucionarios inicia­ron la era de la independencia con mayores ventajas que los dominicanos, aunque nosotros muy pronto desperdiciaremos la capacidad geopolítica del entorno. La mayoría de nuestros campesinos era mu­cho más pobre que los del resto del continente, y para colmo, estaba mucho peor alimentado, y la presión demográfica sobre una cantidad limitada de tierra, era más grave para la economía que nunca antes.
No obstante, nuestros gobiernos entendieron conjuntamente con sus habitantes que la mayor de sus problemas no era mezclarse con los que decían que el desarrollo económico les proporcionaba las riquezas y prosperidad sin ningún tipo de bulto, sino mantenerles pobres.
La experiencia de décadas, tanto colectiva como individual era que nuestros antepasados nos inculcaron que nada bueno provenía de lo extraño. Generaciones de planificadores hicieron cálculos donde nos pretendieron asimilar que era mejor minimizar los riesgos antes que maximizar los beneficios. Esto nos mantendría al margen de la Revo­lución Económica Global, que solo llegaría hasta los más asimilados en forma de camiones viejos, sandalias de goma y despachos llenos de papeles, sino que además esta revolución, tendió a dividir a la pobla­ción de estas zonas entre los que actuaban dentro o a través del mun­do de la escritura y de los despachos de los demás.
En la mayor parte del tercer mundo dominicano y rural la distin­ción básica era entre la costa y el interior, o entre la ciudad y los pue­blos. El problema radicaba en como los ciudadanos y el gobierno mar­chaban juntos hacia la modernidad en un país lleno de cultos y anal­fabetos, modernidad y primitivismo y un montón de estereotipos fo­ráneos. Nuestras asambleas legislativas en un principio representaban a comerciantes que defendían con sumo celo los intereses del capital de la familia en lugar de la soberanía dominicana o los intereses pa­trios. Apenas, habían Licenciados, incluyendo pocos doctores, si es que existieron y muy pocos habían cursado estudios secundarios o su­periores. Por aquella época nuestro territorio poseía una población analfabeta, mas aún, toda persona que deseaba ejercer alguna actividad dentro del centro del gobierno "nacional" en un estado pobre y asimi­lado como el nuestro, tenia que saber leer y escribir, no por obligación, sino por la carencia de este elemental principio básico del ser humano. Pocos hablaban ingles, francés y esto se convertía en un privilegio del que muy pocos disfrutaban.
Podrían tentarles a vender sus excedentes antes que comérselos y bebérselos en los pueblos.
Este hecho sería la soga que acabaría estrangulando la democracia. Cuarenta años después, circunstancias similares pone en juego el Esta­do de Derecho en nuestro país, desestabilizando la productividad. Hoy, aún cuando no es nuestra intención analizar el proceso actual, los obreros deben estar preguntándose por qué deben aumentar su salario real si de todas maneras la economía dominicana no les produce artí­culos de consumo para comprar con esos aumentos salariales. Este sencillo dato ilustra la posible desintegración de la democracia domi­nicana.
Pero ¿Cómo podían producirse esos artículos de consumo a menos que los trabajadores criollos aumentasen la productividad?
Por consiguiente, no resulta muy probable que nuestra democracia logre un crecimiento económico equilibrado, basado en una economía agrícola de mercado dirigida desde arriba por el Estado. Para unos re­gímenes comprometidos con el clientelísmo, en todo caso, los argu­mentos en contra son contundentes. Las escasas fuerzas dedicadas a la construcción de la sociedad quedaron a merced de la producción de mercancías en pequeña escala y de la pequeña empresa, que acabaron regresando al capitalismo, que la revolución acababa de "derrocar", y sin embargo, lo que hizo vacilar a los partidos políticos tradicionales era el costo previsible de la alternativa. De manera que la industriali­zación forzosa implicaba una segunda revolución, pero esta vez no des­de abajo, sino impuesto por el poder del Estado desde arriba.
Balaguer, quien presidió la era del "boato" y la lisonja, fue una au­tócrata feroz, con aptitud hacia la manipulación excepcional o, a decir de muchos, únicas. Pocos hombres han sumido la personalidad domi­nicana en tal escala. No cabe dudas de que bajo su liderazgo de algu­na manera los sufrimientos del pueblo dominicano aumentaron. No obstante, cualquier político de modernización acelerada de Santo Do­mingo, en las circunstancias de la época, había resultado correcta, aún despiadada con sus opositores ideológicos, imponiendo en contra de la mayoría de la población, a la que condenaba a grandes sacrificios, impuestos en buena medida por la coacción.
En cualquier esquina de la capital podemos observar a ciudadanos dominicanos pobres vendiendo con el mismo nivel de habilidad de ciudadanos del primer mundo. La capital se ha convertido en el espe­jo del cambio aunque la verdad es que los capitaleños no son moder­nos por definición, es decir, son atrasados. Aún así, la idea de un jo­ven estudiante de uno de los barrios de la ciudad con niveles de marginalidad es inscribirse en una universidad privada, debido a que, sus padres o al menos el instinto, les dice que donde hay roce social hay progreso.
Por más que los pobres dominicanos utilizasen las herramientas de la sociedad tradicional moderna para construir su propia existencia ur­bana, creando y habitando nuevos barrios "pujantes" en la capital y Santiago resulta demasiado, para, lo que, habían de superar y los há­bitos propios de los inmigrantes de los campos entran en conflicto con los tradicionales. Por eso un cibaeño confrontará a un capitaleño y vi­ceversa. Los estilos de vida son diferentes y las costumbres del hombre de la ciudad con mayores perspectivas, es natural, al rechazo regional.
En ninguna otra faceta resultaba todo ello más visible en el com­portamiento de las jóvenes adolescentes de cuya ruptura con las tradi­ciones de sus abuelos comentan con nostalgia sus madres. La idea de la modernidad en nuestro país pasó de la ciudad al campo, incluso donde todavía hoy, se vive del cultivo, de variedades de cereales dise­ñados científicamente y que apenas hoy se comienza difundir, aún cuando tarde, a través del cultivo de exportación de frutas y vegetales para los mercados mundiales, gracias al transporte por vía aérea de productos perecederos y a las nuevas modas entre consumidores del mundo desarrollado.
Los dominicanos no deben subestimar las consecuencias de estos cambios en el mundo rural. En ninguna otra parte, el choque ha sido tan frontalmente brusco como en los campos agrícolas y ganaderos, donde los hombres abandonan los cultivos y las mujeres se convierten en mercado. Además, uno de los caos más llamativos es el aumento del consumo de drogas narcóticas en la población rural. Ni hablar de los críos, quienes hoy como moda consumen cocaína. La globalización ha desvirtuado el mercado y nos golpea despiadadamente colisionando, incluso, las estructuras más débiles de nuestra nación a través del turismo, la niñez.
Además, llegaría la proliferación de cultivos de marihuana. ¿Cómo puede un agricultor de yuca y batata competir con un cultivo de marihuana? El modo de vida de la población rural, ha comenzado a desarticularse. Es inestable, fruto de la pobreza casi clonada y donde los bares y burdeles.
El campo dominicano se ha transformado, pero esto ha dependido de la civilización urbana y las industrias, pues nuestra economía depende a menudo de las remesas de los inmigrantes como los denomi­naos peyorativamente "York dominicans" y en el mejor de los casos “dominicanos ausentes" a quienes le debemos todavía hoy, que somos al menos una nación.
Paradójicamente en República Dominicana al igual que los Estados Unidos, la ciudad puede convertirse en la salvación de la economía rural que de no ser por el impacto de aquella, podría haber quedado abandonada por unos ciudadanos que habían aprendido de la experiencia de la emigración, propia de nuestros campesinos, donde hombres mujeres no tienen alternativas. Los dominicanos han descubierto que no es inevitable que tuvieran que trabajar como esclavos toda sembrando en la tierra, defecando en letrinas, y sudando la gota gorda, sin ninguna fortuna como lo hicieron sus antepasados. Numerosas poblaciones rurales de todo el país, en las impresionantes montañas dominicanas, desdeñan la agricultura y la hermosura de sus paisajes y han abandonado sus lugares de origen a partir de que se cuenta que en la capital hay un mundo mejor. Olvidaron sus raíces, sus tradiciones y prefirieron poner un puesto de frutas que cultivar, aún cuando en sus mentes poseían un carácter agrícola. y saben que con el paso del tiempo a través de los ingresos procedentes de sus puestos de ventas tendrán otra procedencia social.

Capitulo II

LA ERA DE LOS OPTIMISTAS


En un momento determinado del último tercio del siglo la gran desigualdad social que separaba las reducidas minorías gobernantes modernizados u occidentales de nuestro país empezó a colmarse fruto de la transformación general de la sociedad. Aún nuestros "reconocidos" intelectuales desconocen co­mo ni cuando la pobreza dominicana surgió, ni que nuevas percep­ciones creo, o los mecanismos necesarios para efectuar estudios de mercado o de opinión o de departamentos universitarios de ciencias sociales con estudiantes de doctorado a los cuales poder mantener ocupados.
En cualquier caso, lo que sucede con las comunidades de base es que siempre resulta difícil describirlo, incluso en los países más docu­mentados, hasta que ya ha sucedido, lo cual explica por que las eta­pas iniciales de las nuevas modas sociales y culturales de los jóvenes resultan imprescindibles, y a menudo irreconocibles, incluso para quienes viven a costa de ellas, como quienes se dedicaban a la indus­tria de la cultura popular, e incluso para la generación de los padres. Lo que estaba pasando, más allá de las conciencias de las élites de la sociedad dominicana era el fenómeno de la concientización social, desarrollada instintivamente por cada vez mayor cantidad de domini­canos, cuya actitud reflejaba independencia, aunque hasta entonces fueron colonia, y les pareció necesario ser hostil al Estado que no les facilitaba siquiera educación y que para el ojo de la mayoría de observadores mingo era "un país rico mal administrado". Esa mentira, mal interpretada cambiaría de la noche a la mañana cuando de televisión y radio informaban al mundo cuales eran nuestras cerradas políticas de aislamiento, generador de nuestra actual pobreza.
Llegados los años sesenta los indicios de una importante transformación social eran ya visibles en el mundo occidental dominicano, e innegables suburbios violentos, llenos de miseria donde lo indecible se hace cotidiano.
Paradójicamente en los lugares donde el "desarrollo" se estancaría corresponde al mundo socialista dominicano, aunque no suele reconocerse, que la revolución comunista fue un mecanismo de conservación, que si bien proponía transformaciones en el modelo económico a favor de la gente, el Estado y la propiedad apenas se congelaron por su forma prerevolucionaria, o en todo caso, los protegió de los cambios subversivos y continuos de las sociedades capitalistas. En cualquier circunstancia, el poder radicaba en el simple poder del Estado, ineficaz, lleno de una retórica hueca, haciendo referencias de "totalitarismo” a cuyos líderes aún hoy les encanta creer. Los romanenses y banilejos están más alfabetizados y secularizados que los fronterizos de Pedernales y Montecristi, pero es probable que sus formas de vida no fuesen diferentes como se podría creer al cabo de ideas socialistas.
Las consecuencias culturales de nuestra transformación social es algo a lo que tendrán que enfrentarse los historiadores.
Está claro que incluso en sociedades muy tradicionales los sistemas de obligaciones mutuas y de costumbres sufrieron tensiones cada vez mayores. La familia dominicana funciona bajo una tensión sistemática. Sus cimientos están debilitados. Es más, a los ancianos del campo y los jóvenes de la ciudad los separan miles de kilómetros de carreteras inservibles y siglos de desarrollo. Políticamente es más fácil evaluar las consecuencias más difíciles del análisis.
Y es que, con la interrupción en masa de esta población, o por le menos de los jóvenes y habitantes de la capital, en el "mundo moder­no" dominicano se desafía el monopolio de reducidas élites que confi­guran la primera generación de la historia colonial. Un rasgo ascen­dente y el cual nos pinta de cuerpo entero como sociedad encerrada es reconocer el estatus de una persona por su sonoro apellido, no, solo por distinción sino por diferencia. Además, los programas, ideologías y el propio vocabulario y reducida creatividad de sintaxis de los discur­sos públicos es una inexplicable y sencilla manera de entender la falta de ciudadanos instruidos, sobre la cual está basamentado el porvenir de la República Dominicana.
Esto se debe a que las masas urbanas o urbanizados, incluyendo la enorme clase media aún fueran cultas, no son, y por su mismo nú­mero, miembros de la élite, cuyos miembros se anillaban para prefe­rir estar al mismo nivel que el español colonizador, o en un caso mo­derno, situarse al lado de sus estudios realizados en Europa o Nortea­mérica.
A menudo resulta muy evidente que el pueblo, el ciudadano co­mún se siente resentido con ellos. De manera, que la gran masa de los pobres no comparte la idea de tener fe en ideas que desconocía y por ende prefería aspirar a su propio progreso secular. El conflicto aumen­to cuando los antiguos "dirigentes" dominicanos y la nueva visión glo­bal de la democracia se convertía en un manifiesto crítico público, des­nudo, y tras de cada palabra existían “truños” comprensibles, pues para un cronista de la actual época resulta risible observar los tropiezos in­fantiles a los que estaba expuesto el país. Es decir, algunos con acceso a informaciones, reducen a su grado mínimo la generalidad de los ineptos dirigentes quienes pretenden conservar sus vagas ideas sobre conflictos superados.
Un ejemplo de ello, es el nutrido apoyo de un contado exclusivis­mo nacional impregnado en el conservadurismo de clase. Este conflic­to tiene sus raíces en la profunda crisis de la identidad de nuestro pue­blo cuyo orden social ha sido reducido a pedazos y el auge del amplio estrato social de jóvenes mejor preparados.
El pueblo transformado por la constante migración del campo a la ciudad, dividido por las diferencias cada vez mayores entre ricos y pobres que creaba la economía monetaria, hostigados por la inestabilidad que provocaba una movilidad social desigual basada en la educación, así como por la desaparición de los indicadores materiales y lingüísticos de castas y nivel que separaban a los dominicanos, pero que no dejaban ­incógnitas en cuanto a su realidad, viven un estado de ansiedad permanente acerca de su destino. Se han utilizado estos hechos para explicar entre otras cosas, la aparición de nuevos ritos, símbolos e ídolos de comunidades nuevas, como el repentino surgimiento de congreso de culto Yoga en los años ochenta, en sustitución de formas particulares y familiares o la institución de jornadas deportivas escolares inauguradas con la presentación del himno nacional, irónicamente en cintas magnetofónicas.
Es por ello que Santo Domingo aun cuando cambia, ese último fenómeno no es vigoroso. Nuestro porvenir es cada vez más inflamable. Nuestra política nacional jamás ha existido, han sido grupos que de alguna manera han entendido el poder y se lo han "repartido" conjunt­amente y por tanto no permiten que el sistema funcione. En algunos sectores de la política tradicional donde existe aceptación sustancial de la ciudadanía, la clase política que dirigía sus demandas aún podría mantener cierto grado de continuidad. Los dominicanos siguen sien­do tan liberales y conservadores como lo han sido durante un siglo, aunque están dispuestos a discrepar de sus principios e intereses si estos están en juego.
El congreso está dividido, ha cambiado, y se ha reformado en apenas 35 años (1966-2000) pero hasta los años noventa, en República Dominicana, las elecciones generales, con contadísimas excepciones, siguieron ganándolas quienes apelaban a los objetivos y tradiciones históricas, lo cual traduce el atraso del sistema político y social dominicano, encabezado por Joaquín Balaguer. Aún cuando el comunismo se desintegraba en el resto del mundo, la arraigada tradición izquierdista de algunos dominicanos, así como una capacidad competente de sus miembros, mantienen vivas la permanencia de ideas comunistas en Sto. Dgo.
Los cambios estructurales podían en sí mismos llevar a la política dominicana por caminos conocidos por ciudadanos del primer mundo. En nuestros países era probable que surgiese una clase industrial que luchase por sus derechos y por la creación de sindicatos como lo demuestra la historia reciente.
No tenían porque parecer partidos políticos y obreros al mismo tiempo, al modo de los movimientos democráticos de la República Dominicana del Caribe de 1930, aunque no deje de ser significativo que se produjeran manifestaciones políticas influyentes en el ámbito Nacional, justamente de ese tipo, en los años setenta: el Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Sin embargo, la tradición del miento obrero en su lugar de origen, era una combinación de un derecho laboral de corte populista con la militancia de obreros comunistas, y la tradición de los intelectuales que acudieron con su izquierdismo sin fisuras, como la era ideológica del clero católico cuyo sostén contribuyó a llevar el proyecto de partido a un buen puerto. Por lado, el rápido crecimiento en la industria tenderá a generar una profesional amplia y cultivada que pase a no ser subversiva en absoluto quienes habrían acogido con sumo gusto la liberación de regímenes autoritarios diferentes en la sociedad dominicana.
No obstante, habría amplias zonas del tercer mundo dominicanas donde las consecuencias políticas de la transformación social, era realmente imposible de presidir. Lo que era seguro, era que seríamos inestables e inflamables como lo atestigua el medio siglo transcurrido desde el arribo al poder de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961). La mayor parte de Santo Domingo y Santiago proseguían siendo un modelo de progreso más adecuado y esperanzador que el resto de las urbes rurales.
Cuando hubo pasado las guerras de independencia, restauración primero, y de la guerra civil, después, a principios de los años setenta, y dejó de correr la sangre de los cadáveres y de las heridas, parte de lo que hasta 1970 había sido el sistema político dominicano ortodoxo se mantuvo intacto, pero bajo la autoridad de clanes y consagrado a la construcción de maquinarias electorales. El Partido Revolucionario Dominicano fue el único de los antiguos partidos dinásticos que sobrevivió a la dictadura de Trujillo, que hizo trizas el sistema nacional, cuyo representante de todos los fieles trujillistas mantenía una relación con la iglesia de Roma, Joaquín Balaguer.
Partidos políticos emergentes se desintegrarían bajo el peso de la derrota. Que el PRD sobreviviera como una sola entidad se debió probablemente a la revolución de abril, pues las tensiones que habían acabado con los demás partidos anteriores, aparecieron o reaparecieron en la República hasta finales de los años setenta, cuando el sistema democrático abdicó bajo el régimen de los doce años (1966-1978). Lo que realmente nos trajo el futuro, lo que nació a principios de los años treinta fue un solo estado, muy pobre y atrasado que la República del siglo 19, pero de enormes dimensiones como prefieren presumir los clanes intelectuales izquierdistas en el periodo comprendido entre la guerra civil de 1965 y los períodos de posguerra dedicados a crear una sociedad diferente opuesta al capitalismo.
En 1970 las fronteras de nuestro país hacia el mundo capitalista se
ampliaron considerablemente. Europa incluyo la zona comprendida al este, de manera que hasta Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y Alemania pasaron a la zona socialista, así como la parte ocupada de Alemania, ocupada por el ejercito rojo después de la guerra. La mayoría de las ideas progresistas se irían perdiendo como consecuencia de la guerra y la persecución política (1966-1978) y apenas algunos reaparecían en el camino del desarrollo que antes había para todos.
Los partidos tradicionales fueron invadidos de seguidores socialistas y lograron legitimidad política cuando comprendieron que todo estaba perdido.
La entrada al escenario del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), estructurado sobre bases trasnochadas y justificadas como una “necesidad de la época" amplió el horizonte de mayor desconfianza para los representantes del estatus quo dominicano. Gracias al enorme pensamiento de Juan Bosch esta entidad política sobrevivió a los embates y agresiones tan comunes en el cerrado sistema de partidos políticos.
Esta era precisamente la parte del caribe donde el sistema social, a partir de un momento determinado de los años setenta, pasaron a co­nocerse bajo la terminología "ideología soviética", como países "realmente socialistas", irónicamente un término ambiguo que implicaba o sugería que podían haber otras clases distintas y mejores de socialismo, pero que en la práctica esta era la única que funcionaba.
Nuestro sistema social y económico, además del régimen político se desmoronaría por completo hacia el tránsito de la década de los años setenta y ochenta, Antonio Guzmán (1978-1982) y Salvador Jor­ge Blanco (1982-1986).
Nuestros partidos políticos se mantenían, aunque la reestructura económica que emprendieron representaba la liquidación de la demo­cracia tal como hasta entonces la habían entendido los "caudillos" so­bre todo en la decadente clase empresarial. Los regímenes autoritarios desanimados geopolíticamente y que nosotros imitamos o nos inspira­mos en ellos ya no les quedaba mucho de vida. Era obvio que lo pri­mero que tuvimos que escribir acerca de la democracia es que duran­te la mayor parte de su existencia (si que alguna vez existió) formó un subuniverso autónomo y en gran medida autosuficiente política y eco­nómicamente.
Las relaciones de nuestros gobiernos contemporáneos con el resto de la economía mundial capitalista o dominada por el capitalismo de los países desarrollados, eran muy escasas. Incluso en el momento cul­minante de la expansión del 100 por ciento de las exportaciones de las economías de mercado desarrollado iba a parar a las "economías pla­nificadas como la nuestra".
Llegados los años ochenta la proporción de exportaciones hacia la República Dominicana no era mucho mayor. Las economías pobres y dependientes exportaban una parte de sus modestas exportaciones al resto del mundo, pero jamás lograrían crear riqueza interna en sus paí­ses; además dos tercios de nuestro comercio internacional en los años 70 y 80 se realizaban en nuestra propia zona. Por razones evidentes hu­bo pocos movimientos políticos y humanos entre nuestro "primer mundo" y el "segundo" aunque algunos comenzarían a fomentar la industria turística a partir de los años ochenta. La emigración y los desplazamientos temporales de nuestros ciudadanos estaban estrechamente vigilados, y a veces eran prácticamente imposibles.
Los sistemas de partidos nacionales eran básicamente imitaciones los cuales no poseían relaciones equivalentes en el mundo. Nuestros políticos basaban su liderazgo en fuertes voluntades y caracteres, un ejemplo de ello fue José Francisco Peña Gómez, quien monopolizaría el poder y gestionaba una planificación centralizada, e impuso por lo menos teóricamente a lo interno de su partido un credo populista a los miembros del PRD. Esto motivaba a la división de clase entre los intelectuales cuyas incomprensiones mutuas poseían el grado de ignorancia para gobernar un país "en vías de desarrollo”.
Durante largos períodos fue muy poca la información la que sobre nosotros mismos conocería el mundo. Rafael Leónidas Trujillo y Joaquín Balaguer encabezaron ese proyecto de aislamiento, apoyados en principio por los empresarios, militares, iglesia, e intelectuales cuyas generaciones aún mantienen presencia activa en sectores importantes de sus diferentes ramas, lo cual nos presenta como una casta de clase si propósitos más que individuales. A su vez, incluso, a ciudadanos cultos y refinados que no entendieron o se hicieron de la vista gorda, poco les resultaba importante lo que sucede en los sectores marginados de su propio país, debido a que no poseen conciencia de clase.
Además es comprensible que luchen por mantener su pasado, presente sin separar las fortunas mal habidas y "rasgos éticos". Conocidos los motivos fundamentales de la separación clasista de los gobiernos y partidos políticos eran sin duda los residuos de la tiranía. Luego de la “revolución” de 1965, la izquierda dominicana veía en el capitalismo al enemigo que había que derrotar lo antes posible mediante la articulación del discurso hueco y la revolución urbana. Los izquierdistas se quedaron aislados, rodeados por una sociedad pobre que deseaba escu­char el aumento de los salarios reales del pueblo, fascinado, por ser parte del sistema político nacional el cual los haría ciudadanos ricos y honorables de la noche a la mañana. Este último rasgo representa una característica oculta que a los “pensadores” dominicanos les encanta evadir.
Al principio de los años ochenta, República Dominicana quedó aislada, rodeada por un mundo capitalista desarrollado, muchos de cuyos gobiernos deseaban impedir la consolidación de nuestras economías. El mero hecho de que en los años setenta a los dominicanos se les sellara el pasaporte cuando viajaban a Cuba, resultaba una ofensa para los Estados Unidos. Tal es así, que hasta el acontecimiento diplomático de nuestra existencia podría considerarse como un reconocimiento, lo cual demuestra nuestra condición moderna como colonia.
Trujillo, siempre realista, estuvo dispuesto, y hasta ansioso para colaborar con los norteamericanos en principio, a los europeos después, para luego encontrar que no aceptaron su oferta. Así, pues, República Dominicana se vería obligada a emprender un desarrollo autárquico, prácticamente aislada del resto de la economía mundial, que paradójicamente pronto le proporcionaría su argumento ideológico más poderoso: el nacionalismo per se; al parecer inmune a la persecución diplomática que asoló su régimen luego del asesinato de las Hermanas Mirabal.
La política contribuyó una vez más a aislar la economía dominicana en los años treinta y todavía más en los sesenta. La guerra fría congelaría las relaciones, tanto políticas como económicas con los países socialistas. A efectos prácticos, todas las relaciones económicas entre Santo Domingo y las zonas izquierdistas del mundo, aparte de ser triviales o inconfesables, tenían que pasar por los controles estatales impuestos por ambos.
El comercio entre República Dominicana, el bloque socialista y demás países capitalistas estaban en función de las relaciones públicas. No fue hasta los años setenta y ochenta cuando aparecieron indicios de que el universo autónomo del poder político dominicano se estaba integrando en la economía mundial. Las economías de planificación centralizada y las de corte occidental podrían estar estrechamente vinculadas como lo demuestra la apertura hacia Cuba y los paises de “órbita socialista” como lo indicaban nuestras tarjetas de pasaportes hasta 1978.
Este simple dato indicaba que nos estábamos integrando económicamente. Visto en perspectiva, puede decirse que ese fue el principio del final de las ideas socialistas en Santo Domingo. Aún cuando coexiste razón teórica por la que la economía, tal como surgió de la revolución en 1965 y las expediciones de Maimón y Estero Hondo, no hubiese podido evolucionar en relación más íntima con el resto de la economía mundial. Los sectores oligárquicos de la República Dominicana, unidos a reaccionarios de la derecha conservadora estaban íntimamente vinculados, como se demuestra, en la sociedad de 1970 que en un momento determinado obtenían la cuarta parte de sus importaciones y demandas políticas bajo un proteccionismo sin rodeos.
Sin embargo, la República "moderna" de la cual hablan los políticos con pensamientos "nuevos" fue la que surgió a partir de 1990 de la cual se ocuparan de hablar los historiadores y por lo cual aún tenemos esperanzas de que podemos existir. El hecho fundamental de que la República Dominicana persista en sus afanes de "luchar contra la pobreza” significa al menos de que esperamos sobrevivir al aislamiento y fortalece la identidad de algunos "idealistas utópicos" de que pudiéramos convertirnos en el centro del liderazgo de una economía global en el Caribe.
Ninguno de los partidos políticos nacionales y sus seguidores habían considerado necesarias para el establecimiento de una economía de mercado que en nuestro país estaban presentes las bases para el desarrollo socialy económico. Los lideres y "pensadores nacionales" marchaban al paso de su propio atraso y veían sólo una masa indigente (pueblo) que le protegía y maldecía cada cuatro años. Los gobiernos dominicanos les interesaban precipitar los estallidos sociales, si partimos de sus ejecutorias cotidianas. Las condiciones previas para la constitución de la democracia no fueron exactamente lo que suponía que iba a ocurrir entre 1966-1967, y lo que parecía justificar la polémica decisión de trazar una estrategia para la conquista del poder de los remanentes de Trujillo, que significó en madres solteras, hijos huérfanos y una economía asistencialista de pobreza.
Los subsidios gubernamentales aumentaron considerablemente los gobiernos de Balaguer (1966-1978) y se dispararían en los gobiernos del PRD, Antonio Guzmán (1978-1982) y Salvador Jorge Blanco (1982-1986). No es ninguna coincidencia que estos gobiernos serán juzgados severamente por los historiadores contemporáneos.
Nuestro Estado se convirtió, por lo tanto, en un programa para enriquecimiento ilícito de los políticos de turno, lo que nos haría atrasados hasta el tope. Por lo tanto, para transformar países atrasados en avanzados es necesario acentuar discursos de campañas alrededor del "crecimiento económico" carente de atractivo con un sistema partidos políticos de castas, sin planificación, y ni siquiera con los recursos humanos calificados. Esto los obliga desesperadamente a recuperar las "bases del pueblo" de donde provienen. Además, nuestro modelo económico todavía no es el más apropiado para nuestras realidades internas con el resto del mundo, que en su mayor parte aún reconoce la imagen, en el atraso rural de nuestros antepasados.
La "fórmula dominicana" del desarrollo económico consiste en la construcción ultra rápida de grupos de poder alrededor de los líderes políticos dominantes de los respectivos partidos. Los conceptos de las infraestructuras esenciales para una sociedad industrial moderna desconocidos por la mayoría de candidatos presidenciales y basados en el personalismo y en el mejor de los casos en su manera "mejor pensada". República Dominicana no resultaba un modelo atractivo de inversión que Puerto Rico, Jamaica o Cuba por el de ser pobre, sino que a los inversionistas les parece más adecuado invertir su capital privado orientado a una mejor seguridad jurídica por lo menos hacia una ventaja de persecución de beneficios.
La idea de democracia inspiraría a una serie de líderes que acaban de arribar y convertirse en poco tiempo, es lo hoy es la "pujante” clase empresarial dominicana. Rechazaban en público el proteccionismo y los bajos salarios, pero en privado le reprochaban a los gobiernos el pago de impuestos. Eso creó fuga de capitales y una evasión de impuestos que se manifiesta en inestabilidad económica. Luego, al pretender unirnos comercialmente con otros países, la fórmula que habían utilizado para crecer desorbitadamente de manera económica y les pareció poco adecuado, debido a que se dieron cuenta del sistema primitivo y agrícola con que contaban en comparación con países globalizados, con capacidad para competir con sus productos internacionalmente.
Este impacto se traduce hoy diariamente e ilustra fehacientemente nuestra desorientación política y económica. La tarea de la construcción del desarrollo les pareció descabellada a los políticos dominicanos quienes no comprendían lo que sucedía en su entorno. A esto se uniría el ritmo avasallante del transporte y la tecnología. Nuestros gobernantes en los períodos de guerra y sobre todo a principios de 1900 emprendieron fórmulas económicas ineficientes. El ritmo de crecimiento de la economía dominicana no superaría las expectativas, salvo cuando en los primeros años " creceríamos más de prisa" de lo que éramos "ayer”, hasta el punto de que "dirigentes" dominicanos creían sinceramente que de seguir la curva de crecimiento al mismo ritmo, nuestra democracia superaría la producción en un futuro inmediato, como lo creían también los economistas de 1970.
Más de un observador económico de origen dominicano de los años sesenta se debe estar preguntando si el desarrollo llegará a ocurrir. Es curioso que en las obras de los más "reconocidos" intelectuales falte cualquier tipo de discusión acerca de una planificación, que se convertiría en el criterio esencial de la democracia o acerca de una industrialización con prioridad para la producción, aunque la planificación esté implícita en una economía de mercado, pero antes y después de 1930, pensadores políticos y teóricos dominicanos habían estado demasiado tiempo "ocupados" como para pensar en serio en el carácter de la economía y la democracia, y antes de octubre de 1961 el propio Trujillo, en expresión de su propia cosecha no hizo ningún intento de “inventar” en lo desconocido. Fue la crisis de la Guerra Civil la que nos hizo enfrentarnos directamente con la realidad. La guerra nos condujo a otra aventura y ya para 1970 se organizó la lucha contra el “capital extranjero". Nuestra economía de guerra conllevó planificación y economía de Estado. Luego de la Guerra de Abril, los gobier­nos dominicanos sin excepción aplicarían el centralismo democrático, y tendían por naturaleza o principio a evadir la gestión privada, asu­mir la pública y a prescindir del mercado y del mecanismo de los pre­cios, sobre todo porque ninguno de estos elementos resultaba útil pa­ra improvisar la organización del esfuerzo nacional para el desarrollo de la noche a la mañana.
Con su habitual realismo, Balaguer introdujo la nueva política eco­nómica a partir de 1966, lo que significaba en la práctica el restableci­miento del mercado y suponía una retirada del populismo de Guerra al Capitalismo de Estado. Fue en ese mismo momento en el que la economía dominicana ya de por sí retrógrada, había quedado reduci­da al 50 por ciento su tamaño de antes de la guerra de abril (1965), cuando la necesidad de proceder a una industrialización masiva me­diante la planificación estatal se convirtió en una prioridad del gobier­no dominicano; y aunque los organismos de "inteligencia" del estado desmantelaron el "terrorismo urbano" el control y la coacción del Es­tado siguió siendo el único modelo conocido de una economía en que propiedad y gestión era un pecado. La electrificación de la República Dominicana tenía como objetivo la modernización tecnológica, pero la Planificación Estatal tenía objetivos más generales y continuó exis­tiendo con ese nombre hasta el fin de la Corporación Dominicana de Electricidad (CDE), utilizada sin contemplaciones para enriquecer a grupos económicos alrededor de los partidos políticos, sin excepción.
Nuestros antepasados se convertían en "inspiradores" de todas las instituciones estatales de planificación, o incluso de las dedicadas al control macroeconómico de la economía de los Estados del siglo XX y XXI. En los círculos de poder de los partidos políticos nacionales la democracia fue un tema de acalorada discusión. En la República Do­minicana de los años setenta y volvió a serlo en los años de Balaguer, a principios de 1970, pero por la razón contraria. En los años setenta se veía venir una derrota de la derecha, o por lo menos como una des­viación en la marcha hacia la izquierda, fuera del camino principal, al que era necesario regresar de un modelo a otro. Los radicales, agrupados tanto en la derecha como en la izquierda, querían romper lo antes posible con el sistema y emprender una campaña violenta acelerada, que fue la política que acabo adoptando Joaquín Balaguer (1966-1978). Los moderados, que habían dejado atrás el ultra radicalismo de los años sesenta, eran plenamente conscientes de las limitaciones polí­ticas y económicas con que el sistema de partidos políticos tenía que actuar en un país más dominado incluso por la agricultura, que antes de la revolución, y eran partidarios de una transformación gradual. Bosch, no pudo expresar adecuadamente su punto de vista y sobrevi­vió solamente hasta finales de 1980, pero, mientras pudo hacerlo, pa­rece haber sido partidario de la postura gradualista. Por otro lado, las polémicas entre Balaguer y Bosch en los años ochenta, eran análisis re­trospectivos en la busca de una nueva alternativa en la historia social, una vía hacia una sociedad diferente de la que, ambos se habían pro­puesto.
Esta polémica es hoy en día irrelevante. Si miramos hacia atrás, po­demos ver que la justificación original de la decisión de establecer un Gobierno democrático en Santo Domingo desapareció cuando los sin­dicatos, y el "proletariado" no consiguieron adueñarse de República Dominicana. Tras la Guerra de Abril, se encontraba en ruinas y mu­cho más atrasada que en la época de los trujillistas. Es cierto que Trujillo, y la " nobleza", grande y pequeña, habían desaparecido, incluso, hasta la celebración cada año del 30 de mayo. Cerca de un millón de personas emigraron del país, privando de paso al Estado dominicano de una gran proporción de cuadros más preparados; y también desa­parecieron el desarrollo industrial de la época trujillista, y la mayor parte de los obreros que formaban la base sociopolítica del "Partido Dominicano"; muertos o dispersados por la revolución y la Guerra Ci­vil, o trasladados a las oficinas del Estado y de los partidos.
Lo que quedaba era una nación todavía más anclada en el pasado; la masa inmóvil e inalterable del campesinado, en las comunidades ru­rales restauradas, a quienes la revolución había dado tierras, o mejor, cuya ocupación y reparto de la tierra se había aceptado como el precio necesario de la victoria y la supervivencia. En muchos sentidos, la edad de oro para República Dominicana jamás ha llegado. Por encima de la masa estaba el personalismo. De manera que Balaguer, Bosch y Peña Gómez apenas representaban a nadie, en el término sociológico de la palabra, tal como lo reconocían más tarde, con su lucidez individual y habitual, donde todo lo que el "partido" tenía a su favor era el hecho de haber sido "alguien" y eso significaba un verdadero éxito en sus concepciones políticas particulares.
Con toda probabilidad, de continuar siendo, el gobierno, "acepta­do" y "consolidado" el país, nada más, era necesario. Aún así, lo que gobernaba de hecho el país era una élite de burócratas grandes o pe­queños, cuyo nivel medio de cultura y calificaciones era aún más bajo que antes. ¿Qué opciones tenían los gobiernos dominicanos y los ca­pitalistas extranjeros, preocupados por los activos y las inversiones en el país? Balaguer, tuvo un relativo éxito en su empeño de restaurar la economía dominicana a partir del estado ruinoso en 1966. Al llegar los años setenta, la producción dominicana se había recuperado sustancialmente de lo que era, aunque eso no quería decir mucho. La po­blación dominicana seguía siendo tan abrumadoramente rural como en 1900 y de hecho sólo el 12.5 por ciento de la población trabaja fue­ra del sector agrícola. Lo que el campesino quería vender a las ciuda­des, lo que quería comprarles, la parte de sus ingresos que quería aho­rrar, y cuantos, de los muchos millones que habían decidido alimen­tarse, a sí mismos, en los pueblos, antes de enfrentarse a la miseria en la ciudad querían abandonar sus conucos.
Todo era determinante para el futuro económico de República Do­minicana, pues a parte de los ingresos estatales en concepto de impues­tos, el país no tenía otra fuente de inversiones y de mano de obra.
Dejando a un lado las consideraciones políticas, la continuación de la democracia con, o sin enmiendas, había producido en el mejor de los casos un ritmo de progreso modesto. Además, hasta que hubiese un desarrollo industrial mucho mayor, era muy poco lo que los campesi­nos podían comprar en las ciudades y que los Keynesianos afirmaban (1978) que los salarios altos, el pleno empleo y el estado del bienestar creaban la demanda del consumidor que alentaba la expansión, y que bombear más demanda en la economía era la mejor manera de afrontar las depresiones económicas.
Los neoliberales aducían que la economía y la política dificultaban (tanto al gobierno como a las empresas privadas) el control de la inflación y el recorte de los costos, que habían de hacer posible el aumento de los beneficios, que era el auténtico motor del crecimiento en una economía capitalista.
En cualquier caso, sabían que seguir el libre mercado de Adam Smith produciría con certeza mayor crecimiento de la "riqueza" y las rentas (establecemos que los economistas Bernardo Vega y Carlos Despradel son mencionados como temas de estudio y algún día deberán explicar al pueblo las sugerencias que emitieron cuando fueron consultados por sus respectivos presidentes).
Antonio Guzmán (1978-1982), Salvador J. Blanco (1982-1986). En ambos casos, la economía racionalizaba un compromiso ideológico, una visión a priori de la sociedad humana. Los neoliberales veían con desconfianza y desagrado a la Suecia socialdemócrata, un espectacular éxito económico de la historia del siglo XX- no porque fuesen a tener problemas en las décadas de crisis, como les sucedió a economías de otro tipo sino porque este éxito se basaba en el famoso modelo económico sueco, con sus valores colectivistas de igualdad y solidaridad.
Por el contrario, el gobierno de Guzmán, y más tarde el de Jorge Blanco, fueron impopulares entre la población y la izquierda, porque usaban en un egoísmo asocial e incluso antisocial. Estas posiciones dejaban poco margen para la discusión. En condiciones iguales, muchos de nosotros preferimos una sociedad cuyos ciudadanos están dispuestos a prestar ayuda desinteresada a sus semejantes, aunque sea simbólicamente, a otra en que no lo están.
A principios de los noventa el sistema político se vino abajo porque votantes se rebelaron contra su corrupción endémica, no porque muchos dominicanos hubieran sufrido por ello (muchos se beneficiaron de ello) sino, por razón moral; fueron irónicamente los que estaban integrados al sistema (PRD, PLD, PRSC).
Los paladines de la libertad individual absoluta permanecieron impasibles ante las evidentes injusticias sociales del capitalismo de libre mercado, aun cuando este no producía crecimiento económico. Por el contrario, quienes, como este autor, creen en la igualdad y la justicia social agradeceríamos la oportunidad de argumentar que el éxito eco­nómico capitalista podría incluso asentarse más firmemente en una distribución de la renta relativamente igualitaria, como en Japón, don­de cada bando tradujese sus creencias fundamentales en argumentos pragmáticos, como por ejemplo, acerca de si la asignación de recursos a través de los precios de mercado era o no óptima, resulta secundario. Pero, evidentemente, ambos tenían que elaborar fórmulas políticas pa­ra enfrentarse a la ralentización económica.
En este aspecto los defensores de la economía no tuvieron éxito. Es­to se debió, en parte, a que estaban obligados a mantener su compro­miso político e ideológico con pleno empleo, el estado asistencialita y la política de consenso de la posguerra. O, más bien, a que se encon­traban atenazados entre las exigencias del capital y del trabajo, cuando ya no existía crecimiento, lo que hizo posible el aumento conjunto de los beneficios y de las rentas que no procedían de los negocios, sin obs­taculizarse mutuamente.
Una política semejante sólo podía mantenerse reduciendo el nivel de vida de los trabajadores empleados, con impuestos penalizadores sobre las rentas altas y a costa de grandes déficits. Si no volvían los tiempos del gran salto hacia delante, estas medidas sólo podían ser temporales, de modo que comenzó a darse marcha atrás desde media­dos de los ochenta. A finales del siglo XX el "modelo sueco" estaba en retroceso, incluso en su propio país de origen u, obviamente, en el Ca­ribe, en una República Dominicana repleta del desempleo, la inflación tíos prestamos para pagar nóminas estatales. (Antonio Guzmán, Salvador Jorge Blanco e Hipólito Mejia).
Sin embargo este modelo también fue minado por la mundialización de la economía que se produjo a partir de 1970, que puso a los gobiernos de todos los estados (a excepción tal vez, de los Estados Unidos, con su enorme economía, a merced de un incontrolable mercado mundial), A principio de los ochenta incluso un país tan grande y rico como Francia, en aquella época, bajo un gobierno socialista, encontraba imposible impulsar su economía unilateralmente.
Por otra parte, los neoliberales estaban también perplejos, como resultó evidente a finales de los años ochenta. Tuvieron pocos problemas para atacar la rigidez, ineficiencia y despilfarro económico que a veces conllevaban las políticas de Joaquín Balaguer (1978-1986), cuando estas ya no pudieron mantenerse a flote gracias a la creciente ola de prosperidad , empleo e ingresos gubernamentales (Leonel Fernández, 1996-2000).
Tras los conflictos políticos de mediados de 1994 se había cumplido el margen para aplicar el limpiador neoliberal. La izquierda dominicana tuvo que acabar admitiendo que algunos de los implacables nu­evos impuestos a la economía dominicana por el Doctor Balaguer 1990) eran probablemente necesarios. Había buenas razones para esa “desilusión" acerca de la gestión de las industrias estatales y de la administración Pública que acabó ser tan común en los ochenta. Sin embargo, la simple fe en que la empresa era buena y el gobierno ma­no no constituía una política económica alternativa. Ni podía ser, en mundo en el cual, incluso en los Estados Unidos (Ronald Reagan) el gasto del Gobierno Central representaba casi un cuarto del PNB, y en los países desarrollados, de la Europa comunitaria, casi el 40% .Estos enormes pedazos de la economía podían administrarse con un estilo empresarial, con el adecuado sentido de los costos y los beneficios, pero no podían operar como mercados aunque lo pretendiesen los ideólogos. En cualquier caso, la mayoría de los gobiernos liberales se vieron obligados a gestionar y a dirigir sus economías aun cuando pretendiesen que se limitaban a estimular las fuerzas del mercado. Además, no existía ninguna fórmula con la que se pudiese reducir el peso del Estado. (Ayuntamientos-PRD). Tras catorce años fuera del poder, el más ideológico de los regímenes del populismo, el Santo Domingo “hipolitista”, acabó gravando a sus ciudadanos con una carga impositiva considerablemente mayor que la que habían soportado bajo el gobierno de la Liberación. De hecho, no hubo nunca una política económica neoliberal única y específica excepto después de 1990, en los antiguos pensadores del área marxista donde con el asesoramiento de jóvenes "leones" de la economía occidental se hicie­ron intentos, condenados previsiblemente al desastre político luego de implantar una economía de mercado de un día para otro. (Danilo Me­dina). El principal régimen neoliberal, los Estados Unidos del presi­dente Reagan, aunque oficialmente comprometidos con el conserva­durismo fiscal (equilibrio presupuestario) y con el monetarismo de Milton Friedman, utilizaron en realidad métodos keynesianos para in­tentar salir de la depresión 1979-1982 creando un déficit gigantesco y poniendo en marcha un no menos gigantesco plan armamentístico. Lejos de dar el valor del dólar a merced del mercado y de la ortodoxia monetaria, Washington volvió después de 1984 a la intervención de­liberada a través de la presión diplomática. Así ocurrió con las regio­nes de Latinoamérica y el Caribe, más comprometidos con la econo­mía del "laissez-faire" y resultaron algunas veces ser especialmente Leonel Fernández, profunda y visceralmente nacionalistas e irónica­mente confiados del mundo exterior.
Los historiadores no pueden hacer otra cosa que constatar que am­bas actitudes son contradictorias. En cualquier caso, el triunfalismo neoliberal no sobrevivió a los reveses de la economía mundial de prin­cipios de los noventa, ni tal vez tampoco al inesperado descubrimien­to de que la economía más dinámica y de más rápido crecimiento del planeta, tras la caída del comunismo soviético, era la china comunis­ta, lo cual llevó a los profesores de las escuelas de administración de empresas occidentales y los autores de manuales de esta materia a es­tudiar las enseñanzas de Confucio en relación con los secretos del éxi­to empresarial.
(José Luis Alemán). Lo que hizo que los problemas económicos de las décadas de crisis en República Dominicana resultaran más preocu­pantes (y socialmente subversivos) fue que las fluctuaciones coyunturales coincidieron con cataclismos estructurales. La economía mundial que afrontaba los problemas de los setenta y los ochenta ya no era la economía de la edad de oro, aunque era, como hemos visto, el produc­to predecible de la época. Su sistema productivo quedó transformado por la tecnología y se globalizó extraordinariamente, con consecuencias espectaculares. Además, en los años setenta era imposible intuir las revolucionarias consecuencias sociales y culturales, así como sus potenciales consecuencias ecológicas.
Todo esto se puede explicar muy bien con los ejemplos del trabajo y el paro en una isla llamada "La Española". La tendencia general de industrialización ha sido la de sustituir la destreza humana por las be máquinas. El trabajo humano, por fuerzas mecánicas fue dejando a la gente sin trabajo. Se supuso, correctamente que el vasto crecimiento económico de los empresarios dominicanos crearía automáticos puestos de trabajo más suficientes para compensar los anti­guos puestos perdidos, aunque habían opiniones muy diversas al res-a que cantidad de desempleados se precisaba para que semejan-mía pudiese funcionar (ANJE). Nuestras crisis confirmaron optimismo. El crecimiento de una parte de la República Dominicana era tan grande que la cantidad y la proporción de trabajado-industriales no descendió significativamente ni siquiera en los sectores más industrializados.
Pero las décadas de crisis empezaron a reducir el empleo en proporciones espectaculares, incluso en las industrias en proceso de expansión. El número de trabajadores disminuyó rápidamente en términos y absolutos. El creciente desempleo de estas décadas no era te cíclico, sino estructural. Los puestos de trabajos perdidos en las épocas malas no se recuperaban en las buenas, o mejor dicho, no volverían a recuperarse. Esto no sólo se debe a que la nueva división internacional del trabajo transfirió industrias a los nuevos, convirtiendo a los antiguos centros "industriales" en "cinturones de chatarra o en espectaculares paisajes urbanos en los que se había borrado cualquier vestigio de la antigua industria, como en un estiramiento facial. (CORDE). El auge de los nuevos países industriales es sorprendente a mediados de los ochenta, siete de estos países tercermundista consumían el 24 por 100 del acero mundial y producían el 15 por 100; tomaban índice de industrialización tan bueno como cualquier otro (México, Venezuela, Brasil y Argentina). Además en un mundo donde los flujos económicos atravesaban las fronteras estatales excepción de los dominicanos nacidos en Nueva York o los emigrantes en busca de trabajo), las industrias con uso intensivo de tr emigraban de los países con salarios elevados a países de salarios b es decir, de los países ricos que componían el núcleo central del capitalismo, como los Estados Unidos, a los países de la periferia (República Dominicana). Cada trabajador dominicano en Madrid representa un lujo si, con sólo cruzar el océano hasta el "Corte Fiel", se disponer de un trabajador que, aunque fuese inferior, costaba varias veces menos. Pero, incluso países preindustriales como el nuestro, de industrialización incipiente, estaban gobernados por la implacable lógica de la mecanización, que más pronto o más tarde haría incluso el trabajador más barato costase más caro que una máquina capaz hacer su trabajo y por lógica, igualmente implacable, de la competencia del libre comercio mundial (Zona Industrial Herrera).
Capítulo III

LA REVOLUCIÓN DE LA MODA

Por barato que resultase el trabajo en Dominicana, com­parado con Brasil o Argentina, la agroindustria de Sao Paulo se enfrentaba a los mismos problemas de desplaza­miento de trabajo por la mecanización que tenían en Santo Domingo. O por lo menos el rendimiento y la productividad de la maquinaria podían ser constantes y a efectos prácticos, infinitamente aumentados por el proceso tecnológico, y su costo reducido de manera espectacu­lar. Sucede lo mismo con los seres humanos, como puede demostrar­lo la comparación entre la progresión de la velocidad en el transporte aéreo y la de la marca mundial de los cien metros lisos. El costo del trabajo humano no puede ser en ningún caso inferior al costo de man­tener vivos a los seres humanos al nivel mínimo considerable acepta­ble en su sociedad o, de hecho a cualquier nivel. Cuando más avanza­da es la tecnología, más caro resulta el componente humano de la pro­ducción comparado con el mecánico, y esto último deben compren­derlo los políticos y empresarios dominicanos. La tragedia histórica de las décadas de crisis consistió en que la producción de los seres huma­nos a una velocidad superior a aquella en que la economía del merca­do creaba nuevos puestos de trabajo para ellos. Además, este proceso fue acelerado por la competencia mundial, por las dificultades finan­cieras de los gobiernos que directa o indirectamente eran los mayores contratistas de trabajo (grado a grado), así como, después de 1980. Por la teología imperante de libre mercado. Esto significó, entre otras cosas que los gobiernos y otras entidades públicas dejaron de ser contratistas de trabajo en última instancia.(CODIA).
El declive del sindicalismo, debilitado tanto por la depresión económica como por la hostilidad de los gobiernos neoliberales, aceleró este proceso, puesto que una de las funciones que más cuidaba era precisamente la protección del empleo. (AMD; ADP). La economía mundial estaba en expasión, pero el mecanismo automático mediante el cual esta expansión generaba empleo para los hombres y mujeres acudían al mercado de trabajo sin una formación especializada y quienes se estaban desintegrado. (Rep. Dom. 1962-1989).
Para plantearlo de otra manera, la revolución agrícola hizo que el campesinado, del que la mayoría de la especie humana formó parte a lo largo de la historia, resultase innecesario, pero los millones de personas que ya no se necesitaban en el campo fueron absorbidos por ocupaciones intensivas en el uso del trabajo, que solo querían una voluntad de trabajar, la adaptación de rutinas campesinas, como las de cavar o construir muros, o la capacidad de aprender en el trabajo ¿Qué le ocurría a esos trabajadores cuando estas ocupaciones dejaban de ser necesarias?
Aún cuando algunos pudieran reciclarse para desempeñar los oficios especializados de la era de la información que continúan expandiéndose (la mayoría de las cuales requieren una formación superior), no habían puestos suficientes para compensar las pérdidas.
¿Qué sucedería, entonces, a los campesinos de la República Dominicana ­que seguía abandonando sus conucos? En los países ricos del capitalismo tenían sistemas de bienestar en los que apoyarse, aún cuando quienes dependían permanentemente de esos sistemas y debían afrontar el resentimiento y el desprecio de quienes se veían a sí mismos como gentes que se ganaban la vida con su trabajo. En la Re­pública Dominicana pobre entraban o formaban parte de la amplia y oscura economía "informal" o "paralela", en la cual hombres, mujeres y niños vivían, nadie sabe como, gracias a una combinación de trabajos ocasionales, servicios, chapuzas, compra, venta y hurto, (cañadas).
En los países subdesarrollados, empezaron a constituir, o reconsti­tuir, una "subclase" cada vez más segregada, cuyos problemas se consi­deraban de facto insolubles, pero secundarios, ya que formaban tan só­lo una minoría permanente. El gueto de la población negra en Santo Domingo se ha convertido en el ejemplo tópico de este submundo so­cial. Lo cual no quiere decir que la economía "subterránea" no exista en las clases más ricas de nuestro país (Bienes Raíces).
Los investigadores se sorprendieron al descubrir que a principios de los noventa había más escape y dolo en cuanto al pago de impuestos de parte de las diferentes capas sociales del país y por hogar, o sea, un promedio cuya cifra cuantía se justificaba por el hecho de que los grandes y pequeños negocios funcionaban por lo general en efectivo. Este último reflejaba nuestra ignorancia del concepto y por lo cual al autor se le debe permitir calificar esta cultura social Dominicana co­mo de un folklore autóctono sin precedentes.
La combinación de depresión y de una economía estructurada en bloque para expulsar trabajo humano creó una sorda tensión que im­pregnó la política Dominicana en décadas de crisis. (Reforma Judicial). Una generación entera se había acostumbrado al fraude y al pleno em­pleo, (hijos de trujillistas y neotrujillistas) o a confiar en que pronto po­dría encontrar un trabajo adecuado en alguna parte. (New York). Y aunque la recesión de principios de los ochenta, (PRD) trajo inseguri­dad a la vida de los trabajadores industriales, no fue hasta la crisis de principios de los ochenta que amplios sectores de profesionales y admi­nistrativos empezaron a sentir que ni su trabajo ni su futuro estaban asegurados. Casi la mitad de los habitantes de las zonas más prósperas del país temían que podían perder su empleo. (Sociedad civil).
Fueron tiempos en que la gente, con sus antiguas formas de vidas minadas o prácticamente arruinadas, estuvieron a punto de perder el juicio, (quiebra de financieras). No es aventuroso señalar que entre 1970-1989, (Joaquín Balaguer, Antonio Guzmán y Salvador J. Blan­co), la población dominicana prefiriera la protesta como una muestra de suicidio colectivo, algo que tendrán que analizar y explicar los es­pecialistas de la conducta humana.
¿Tras el prolongado periodo de soledad, frustración y rabia, no es lógico que un conglomerado de ciudadanos decidieron ejecutar acciones precipitadas muchas veces por una catástrofe en sus vidas, como la de su trajo o un divorcio? La creciente "cultura" del odio que se ha generado en Santo Domingo y que tal vez contribuya a la desintegración de la democracia no fue quizás, un accidente. Este odio estaba presente en las letras de muchas canciones populares de los años ochenta y en la crueldad manifiesta de muchos documentales basados en la miseria y en programas de televisión.
Esta sensación de desorientación y de inseguridad produjo cambios desplazamientos significativos en la política de nuestra atrasada sociedad carente de hombres y mujeres con visión de progreso quienes sufrieron el impacto del desequilibrio internacional sobre el cual se asentaba la estabilidad de nuestra "democracia", y se mantienen aferrados al pasado. (Guerra Fría en Santo Domingo).
En épocas de problemas económicos los votantes suelen inclinarse a culpar al partido o al régimen que está en el poder, pero la novedad de las décadas de crisis fue la reacción contra los gobiernos que necesariamente no beneficiaban a las fuerzas de oposición (PLD), ("come solos)".
Irónicamente, aún con la victoria electoral de Hipólito Mejía los máximos perdedores fueron los seguidores del PRD (Socialdemócratas) o los socialcristianos, (PRSC) cuyo principal instrumento para satisfacer las necesidades de sus partidarios consiste en un amplio y desconcertarte sistema asistencialista (funditas y reparación de casas de madera y cinc), a través de gobiernos nacionales.
Así el bloque central de sus partidarios (PRSC-PRD) y una gran parte de PLD (obreros) se ha fragmentado. En la nueva economía trasnacional, los salarios internos estaban más expuestos que antes a la competencia extranjera, y la capacidad de los gobiernos de protegerlos era bastante menor (petróleo).
Al mismo tiempo, en una época de depresión los intereses de varias de las partes que constituían el electorado socialmente tradicional (PRD) divergían: los que tenían un trabajo (relativamente) seguro y los que no lo tenían.
Algunos lograron una presencia significativa en la política, a veces con predominio regional, aunque a finales del siglo XX ninguno haya reemplazado de hecho a los viejos "establishments políticos" (Víctor Gómez Bergés). Mientas tanto, el apoyo electoral a los otros partidos experimentaba grandes fluctuaciones.
Algunos de los más influyentes abandonaron el universalismo de las políticas democráticas y ciudadanas y abrazaron las de alguna iden­tidad de grupo, compartiendo un rechazo visceral hacia los margina­dos y tradición revolucionaria dominicana. (Rafael Bello Andino). Más adelante nos ocuparemos de aquellos que "exigen políticas de identidad" luego que los Grupos por quienes luchan se beneficiaran en el pasado del desorden económico y social de esta isla (FINJUS, Par­ticipación Ciudadana).
Sin embargo la importancia de estos movimientos no reside tanto en su contenido positivo como en su rechazo de la "vieja política", si­no, en un equilibrio democrático de unos orígenes decadentes, de más esta decir, (aunque muchos lo nieguen, tratando de mentirle al pue­blo) que la nación dominicana no tiene rumbo y está estructurada pa­ra que unos cuantos, unos pocos se beneficien de la renta real de to­dos, (índices de pobreza).
Algunos representantes de los partidos políticos y de la "Sociedad Civil" fundamentan su identidad en afirmaciones negativas. Por ejem­plo ¿Quién en 1996 se hubiera atrevido a predecir la derrota electoral de José Francisco Peña Gómez? Balaguer, resentido por el recorte a su mandato presidencial en 1994 nunca tuvo reparos en elegir a su suce­sor emocional, Leonel Fernández Reyna (1996-2000). República Do­minicana ha elegido presidentes a hombres en los que creían poder confiar, por el hecho de que nunca antes habían oído hablar de ellos. Desde principios de los setenta sólo un sistema electoral poco repre­sentativo ha impedido en diversas ocasiones la emergencia de un ter­cer partido de masa (PLD, segunda vuelta), cuando los liberales, solos o en la coalición (PRSC-PLD), o tras la fusión con una escisión de socialdemócratas (PRD) moderados obtuvieron casi tanto, o incluso más apoyo electoral que el que lograron individualmente uno a otro de los dos grandes partidos. (Jacinto Peynado). Desde principios de los treinta, durante periodos de depresión no se había visto nada semejante al colapso del apoyo electoral que experimentaron a finales de los ochenta y principios de los noventa, partidos consolidados y con gran experiencia de gobierno, como el Partido Reformista (1978) Partido Revolucionario Dominicano (1986) y Partido de la Liberación (2000). En resumen, durante las décadas de crisis las estructuras políticas de los países capitalistas democráticos, hasta entonces estables empezaron a desmoronarse. Y las nuevas fuerzas políticas que mostraron un mayor potencial de crecimiento eran las que combinaban una hegemonía populista con fuertes liderazgos personales y la hostilidad hacia la "sociedad civil".(PRD). Los supervivientes de la era de entreguerras tenían razones para sentirse descorazonados. (Agripino Nuñez Collado). Fue alrededor de 1970 cuando empezó a producirse una crisis similar, desapercibida al principio, que comenzó a minar la liberación públicas y produjo un sub-mundo de planificación de la economía centralizada. Esta crisis resultó primero encubierta y posteriormente acentuada, por la inflexibilidad de sus sistemas políticos de modo que el cambio, cuando se produjo, resultó repentino como sucedió en Santo Domingo tras la muerte de José Francisco Peña Gómez.
Desde el punto de vista económico, estaba claro desde mediados de la década de los sesenta que el socialismo de planificación necesitaba reformas urgentes (14 de junio). Y a partir de 1970 se evidenciaron graves síntomas de autentica regresión.
Este fue el preciso momento en que nuestra economía. (como todas las demás, aunque quizás no en la misma medida) a los movimientos incontrolables y a las impredecibles fluctuaciones de la economía mundial transnacional. La entrada masiva de la Unión soviética en el mercado internacional de cereales y el impacto de las crisis petrolíferas de los setenta representaron el fin socialista como una economía regional autónoma, protegida de los caprichos de la economía mundial. Curiosamente, el Este y el Oeste estaban unidos no solo por la economía transnacional, que ninguno de ellos podía controlar, sino también por la extraña interdependencia del sistema de poder de la guerra fría. (URSS-EUA). Este sistema estabilizó a las superpotencias y a sus áreas de influencia, pero había de sumir a ambas en el de­sorden en el momento en que se desmoronase.
No se trataba de un desorden meramente político, sino también económico. Con el súbito derrumbe del sistema político soviético, se hundieron también la división interregional y las redes de dependen­cia mutua desarrolladas en la esfera soviética, obligando a los países y regiones ligados a estas a enfrentarse individualmente a un mercado mundial para el cual no estaban preparados. Tampoco occidente lo es­taba para integrar las cenizas del antiguo sistema mundial paralelo co­munista en su propio mercado mundial, como no pudo hacerlo, aún quemándolo, la comunidad europea. Cuba, un país que experimentó uno de los éxitos económicos más espectaculares del Caribe de la pos­guerra, se hundió en una gran depresión debido al derrumbamiento de la economía. Alemania, la súper potencia de Europa, tuvo que im­poner tremendas restricciones a su economía y a la de Europa en su conjunto porque su gobierno había subestimado la dificultad del cos­to de la absorción de una parte relativamente pequeña de la economía socialista.
En este intervalo, en República Dominicana lo impensable resultó pensable y los problemas invisibles se hicieron visibles. (Joaquín Balaguer). Nuestras inconsecuencias nos llevaron a la quiebra, aun cuando algunos "pensadores" esperaron que casi nadie se diera cuenta. (José F. Peña Gómez). Así, en los años ochenta la defensa del medio ambien­te se convirtió en uno de los temas de campaña política más impor­tante, bien se tratase de los bosques y ríos o de la conservación del La­go Enriquillo. Dadas las restricciones del debate político, no podemos seguir con exactitud el desarrollo el pensamiento crítico en nuestra so­ciedad, pero ya al final de los años ochenta, economistas de primera lí­nea, antiguos herederos del status quo, publicaron análisis muy nega­tivos sobre el sistema social, que fueron conocidos a mediados de los noventa y se habían estado gestando desde hacía tiempo entre los aca­démicos ultraconservadores de la UCMM de Agripino Núñez y de muchos otros lugares. (Andy Dauhajre).
Es difícil determinar el momento exacto en el que los dirigentes co­munistas abandonaron su fe en el socialismo ya que después de 1989-1991 tenían intereses en anticipar retrospectivamente su conversión. Fuerza de la Revolución).
Si esto es cierto en el terreno económico, aún lo es más en el polí­tico, corno demostraría la Perestroika de Gorvachov. Con toda su ad­miración histórica y su adhesión a Lenin, caben pocas dudas de que muchos comunistas hubiesen querido abandonar gran parte de la he­rencia política del Leninismo, aunque pocos de ellos ejercieron un gran atractivo para los reformistas revolucionarios y pocos estaban dispuestos a admitirlo. Lo que muchos reformistas de pensamiento socia-ostas hubiesen querido, transformar el comunismo en algo parecido a socialdemocracia occidental.
Y todavía fue peor que el desplome del comunismo hiciese indesea­ble e impracticable un programa de transformación gradual, y que es­to sucediese durante el breve intervalo en el que el occidente capitalis­ta triunfaba el radicalismo rampante de los ideológicos del ultraliberalismo.. este proporcionó, por ello la inspiración teórica a los regíme­nes poscomunistas, aunque en la practica mostró ser tan irrealizables en Santo Domingo como en cualquier lugar. Sin embargo, aunque en muchos aspectos las crisis dominicanas discurriesen por caminos para­lelos en los diferentes estratos sociales, y que estuviesen vinculadas en una sola crisis global tanto por la política como por la economía, diferían en dos puntos fundamentales. Para los comunistas dominica­nos, en la esfera soviética, que era inflexible e inferior, se trataba de una cuestión de vida o muerte a la cual no sobrevivió. (PCD). En la Repú­blica Dominicana capitalista y desarrollada nunca estuvo en juego la supervivencia del sistema económico y pese a la erosión de sus siste­mas políticos, tampoco lo estaba la viabilidad de éstos. Ello podría ex­plicar, sin justificación, la poco convincente afirmación de un autor dominicano según el cual con el fin del comunismo la historia de la humanidad sería en lo adelante la historia de la democracia liberal. Só­lo en un aspecto crucial estaban estos sistemas en peligro: su futura existencia individual ya no estaba garantizada. Pese a todo, a principios de los noventa, ni un solo de los comunistas criollos de secesión se había integrado en bloque. Durante la era de las catástrofes, el final del capitalismo había parecido próximo. Guerra de Abril (1965-1989), cuando nuestra gran depresión (1978-1989), podía describirse pocos autores socialdemócratas tenían ahora una visión apocalíptica sobre el futuro inmediato del capitalismo desarrollado. (Frank Moya Pons), aunque un historiador y marchante predijese rotundamente el fin de la nación dominicana, que había hecho avanzar en el pasado al resto del mundo capitalista, y, era ya, una fuerza agotada. Considera por tanto que nuestra depresión actual, "se prolongaría hasta bien en­trado el futuro". (Manuel Núñez)
El tejido social de la República Dominicana se hizo pedazos a con­secuencia del derrumbamiento del sistema, y no como condición pre­via del mismo. Allá donde las comparaciones son posibles, como en el caso del Santo Domingo de ayer y el Santo Domingo de hoy, parece que los valores y las costumbres de la República Dominicana tradicio­nal se conservaron mejor bajo la égida del "marxismo" de centro iz­quierda del peledeísmo de Leonel Fernández Reyna (1996-2000). Los dominicanos comenzarían a emigrar desde New York a Santo Domin­go promoviendo inversiones en su país ya que provenían de un país en el que asistir al trabajo seguía siendo una actividad normal, por lo me­nos entre el colectivo judío. El clima de confianza e inversiones se ha­bía activado y las remesas no se redujeron mas que en una minoría de personas de mediana edad o avanzada edad, (jubilados, seguro social). Los habitantes de Santo Domingo y Santiago se sentían menos preo­cupados por problemas que abrumaban a los de la Romana o Puerto Plata; el visible crecimiento del índice de criminalidad, la inseguridad ciudadana y la impredecible violencia de una juventud sin normas de­sarraigadas (deportaciones) de su hábitat contribuiría a finales del pe­riodo morado (PLD) a un desplome considerable. Había lógicamente escasa ostentación pública del tipo de comportamiento de los funcio­narios peledeístas que indignaba a las personas socialmente conserva­doras o convencionales, que veían como un síndrome de descomposi­ción, la evidente derrota electoral de este partido cuyos presagios durante décadas radicaba en una burda idea absolutista de separar honrados entre ladrones (Franklyn Almeida Rancier). Es difícil determi­nar en que medida esta diferencia se debía a la mayor capacidad de pensamiento o riqueza de nuestra atrasada sociedad o el rígido control sectario de la Liberación (PLD).
En algunos aspectos, conservadores y liberales evolucionaron en la misma dirección. En ambos las familias en el poder eran cada vez más pequeñas, los matrimonios se rompían con mayor facilidad que en otras partes, y la población del estado dominicano se reproducía poco. En ambos sectores (PRD-PLD) aún cuando estas afirmaciones se deben hacer con cautela, se debilitó el arraigo de la fe católica y demás regiones seculares, aunque especialistas en la materia afirmaban que en la sociedad pos-moderna dominicana se estaba produciendo un resurgimiento de las creencias religiosas, aunque no en la práctica. (Cardenal López Rodríguez). Hacia 1989 las mujeres dominicanas eran tan refractarias a dejar que la Iglesia Católica dictase sus hábitos de emparejamiento como las mujeres norteamericanas, pese a que en la etapa socialista los dominicanos hubiesen manifestado una apasionada adhesión a la Iglesia por razones nacionalistas antisoviéticas. Evidentemen­te los regímenes dominicanos (1962-2000) dejaban menos espacio pa­ra las sub-culturas, las contra culturas o los submundos de cualquier especie, y reprimían de alguna manera las disidencias. Además, los pueblos que han experimentado periodos de terror general y despiada­do, como sucedía en nuestra nación, es más probable que sigan con la ca­beza abajo incluso cuando se suaviza el ejercicio del poder con todo, la relativa tranquilidad de la vida dominicana no se debía al temor. El sistema aisló a sus ciudadanos del pleno impacto de las transformacio­nes sociales del occidente moderno. Los cambios que experimento Re­pública Dominicana procedían del Estado o eran una respuesta del Es­tado. Lo que el Estado no se propuso cambiar permaneció como esta­ba. La paradoja de los partidos políticos en el poder fue que resultaron ser conservadores. Es prácticamente imposible hacer generalizaciones sobre la extensa diversidad de pensamiento dominicano incluyendo aquellas áreas del mismo que estaban en proceso de industrialización.
En la medida en que sus problemas pueden estudiarse en conjunto hemos de procurar observar como las décadas de crisis afectaron a la población de una manera diferente. ¿Cómo podemos comparar Pedernales, donde aun hoy existen pocos televisores, con una ciudad como Romana donde más de la mitad de la población se encuentra intercomunicada con el mundo exterior? Esto lo hacemos por no hablar de Monte Plata, una villa de menos de 20 mil habitantes que curiosamente cuenta con un Senador. Las tensiones que se producían en el subconsciente de los capitaleños eran las propias de una economía en crecimiento y una sociedad en transformación. Las que sufrían, poblaciones como Azua, Villa Vásquez, Montecristi, y Samaná eran las propias de unas zonas en disolución dentro de un mismo país sobre cuyo futuro pocos se sentían optimistas. (Juan Bosch). La única generalización que podía hacerse con seguridad era la de que desde 1970, casi todas las provincias se habían endeudado profundamente.
En 1990 se las podía clasificar solo por el hecho de haber cambia do el sistema de transporte, (moto conchos por tractores). El Banco Mundial tenía bastante motivos para saber que él cálculo de nuestras deuda, rentas bajas y medias que asesoraban tenía deudas acumuladas sustancialmente superiores y que incluso en estos casos las deudas serían varias veces superiores a lo que habían sido veinte años atrás (1980-2000). En términos más realistas, hacia 1978 nuestra deuda externa rondaba los 3 mil millones de dólares, hoy 20 años después esta se estaría pro­yectando a superar los 4,500 millones de dólares. No resulta sorpren­dente que los países relativamente más endeudados se encuentren en África y América Latina, algunos de ellos asolados por la guerra y otros como nosotros, por la caída del precio de las exportaciones. Sin em­bargo, tuvimos que soportar una carga mayor para la atención de las grandes deudas. Es decir teníamos que emplear algo más de la cuarta parte de nuestras exportaciones para las deudas acumuladas las cuales desde mucho antes, estaban repartidos. Es más, África estaba incluso por debajo de esta cifra y bastante mejor que en el Caribe y Medio Oriente.
Era muy improbable que ninguna de estas deudas acabase saldándose pero mientras los bancos siguen cobrando interés por ella, les im­portaba poco. A comienzos de los ochenta se produjo un momento de cuando, comenzamos a no poder pagar la deuda externa, y el sistema bancario estuvo al borde del colapso, puesto que en 1970 algunos de los bancos más importantes habían prestado su dinero con tal descuido que para entonces se encontraban técnicamente en quiebra. Por fortuna, para los países ricos, México, Brasil y Argentina no se pusieron de acuerdo para actuar conjuntamente, hicieron arreglos por separado para renegociar sus deudas y los bancos apoyados por los gobiernos y las agencias internacionales, dispusieron de tiempo para amortizar gradualmente sus activos perdidos y mantener su solvencia No ocurrió lo mismo en República Dominicana. La crisis de la deuda persistió y desde entonces es potencialmente fatal. Este fue probablemente el momento más peligroso para la economía capitalista dominicana desde 1966. Su historia completa aun esta por escribir. Mientras nuestras deudas aumentaban, no lo hacían los activos, o potenciales. En las décadas de crisis la economía capitalista criolla solo se juzgaba exclusivamente en función del beneficio real o potencial. Entonces se decidió cancelar una gran parte de la mano de obra. Así pues nuestras inversiones extranjeras apenas impactaban la economía y los gobernantes se entusiasmaban apenas cuando estas alcanzaban los mil millones de dólares. De hecho la economía transnacional, crecientemente integrada se olvidó de las zonas suscritas. Las economías más pequeñas y pintorescas tenían un potencial turístico como paraísos turísticos y como refugios extraterritoriales del control gubernamental, y el descubrimiento hasta el momento podría cambiar apenas nuestra situación. Sin embargo, una gran parte de la economía se iría quedando, en conjunto desolada de la economía mundial. Tras el colapso del bloque soviético parecía que esta iba a ser una magnifica oportunidad para atraer inversiones. Dentro del enorme área de la Europa clásica había grandes recursos disponibles para el turismo nacional pero de una manera inexplicable estas zonas fueron abandonadas a sus propias y míseras responsabilidades de manera que si nos señalaban como tercer mundistas era una forma decente de establecer que ya pertenecíamos al Cuarto Mundo. El principal efecto de las dé­cadas de crisis fue, pues, el de aumentar la brecha entre los ricos y los pobres. Nuestro producto interno bruto real descendió de 9 al 5 por ciento en conjunto.
En la medida en que la economía transnacional consolidaba su do­minio mundial, iba mirando la nuestra, y ya desde 1963 era ya prác­ticamente indetenible.
Al mirar el Estado-Nación, nuestro Estado no podía controlar mas que una parte de sus obligaciones.
Organizaciones cuyo campo de acción se circunscribía al ámbito del exterior, como los sindicatos, parlamentos y sistemas nacionales de radiodifusión, perderían terreno, en la misma medida en que lo gana­ban otras organizaciones que no tenían estas limitaciones como las empresas multinacionales, el mercado monetario internacional y los medios de comunicación global de la era de los satélites.
La desaparición de las superpotencias, que podían controlar en cierta medida a sus estados satélites, vino a reformar esa tendencia. In­cluso la más insustituible de las funciones que Dominicana había de­sarrollado en él transcurrir del siglo, es decir, la de resistir entre la po­blación mediante transferencias de los servicios educativos, salud y bienestar, además de otras asignaciones de recursos, no podía mante­nerse ya dentro de los limites territoriales en teoría aunque en la prác­tica no hiciese, excepto donde las entidades supranacionales como la Unión Europea las complementaban en algunos aspectos. Durante el apogeo de los teólogos del mercado libre, el Estado se vio minado tam­bién por la tendencia a desmantelar actividades hasta entonces realiza­das por organismos públicos dejándoselas "al mercado".
Donde paradójicamente, pero quizá no sorprendentemente, a este debilitamiento del Estado-Nación se le añade una tendencia a dividir los antiguos Estados territoriales en lo que pretendían ser otros más pequeños, la mayoría de ellos en respuesta a la demanda por algún grupo de un monopolio étnico-lingüístico. Al comienzo, el ascenso de tales movimientos autonomistas y separatistas sobre todo después de 1970, fue un fenómeno fundamentalmente occidental que pudo observarse en el Distrito Nacional, Santiago, La Vega y La Romana; Pero también desde los principios de los setenta, en los menos centralizados sectores socialistas. La crisis del comunismo la extendió una profunda inercia ideológica y la apertura de los mercados, nominalmente capitalistas, que en cualquier otra época del siglo XX. Hasta los años noventa este fenómeno no afectaba prácticamente al hemisferio occidental al sur de la frontera canadiense. En las zonas en que durante los ochenta y noventa se produjo el desmoronamiento y la desintegración del Estado Dominicano, la alternativa al antiguo Estado no fue su participación sino la anarquía (partidos políticos). Este desarrollo resultaba paradójico, puesto que estaba perfectamente claro que los mini estados tenían los mismos inconvenientes que los antiguos, acrecentados por el hecho de ser menores, (ayuntamientos). Fue menos sorprendente de lo que pudiera parecer, porque el único modelo de estado disponible a fines del siglo XX era el de un territorio con fronteras dotado de sus propias instituciones, o sea, el modelo de estado-nación de la era de las revoluciones. Además desde 1918 todos los regímenes sostenían el principio de la "autodeterminación nacional", cada vez mas se definía en términos étnicos-lingüísticos. En este aspecto Lilís y Luperón estaban de acuerdo. Tanto la República Dominicana que se convertiría en una Nación democrática estaba concebida como una agrupación dentro de un Estado.
En este caso nos convertiríamos en un derecho de secesión política. Cuando estas uniones se rompieron, lo hicieron naturalmente de acuerdo con las líneas de fractura previamente determinadas. No obstante, el nuevo nacionalismo separatista de las décadas de crisis política era un fenómeno bastante diferente del que había elevado a la creación de estados-nación existentes a su degradación. Esto quedo claro en los años ochenta, con los intentos realizados por miembros de hecho o potenciales de la comunidad Europea, en ocasiones, de características políticas muy distintas como Haití, y la República Dominicana del Doctor Balaguer, de mantener su autonomía regional dentro de la perspectiva global europea en materia que consideraban importantes. Sin embargo, resulta significativo que el proteccionismo, el principal elemento de defensa con que contaba el país, fuese mucho m; débil en las décadas de crisis que en la era de fracasos. El libre comercio mundial seguía siendo el ideal; y en gran medida, la realidad, sobre todo tras la caída de unas economías controladas por el estado, pese a que varios estados desarrollaron métodos hasta entonces desconocidos para protegerse contra la competencia extranjera.
Se decía que los venezolanos y dominicanos eran los especialistas en estos métodos, pero probablemente fueron los costarricenses quienes tuvieron un éxito más grande a la hora de mantener la mayor parte de su mercado comercial en manos costarricenses. Con todo, se trataba de acciones defensivas, aunque muy empeñadas y a veces coronadas por el fracaso. Eran probablemente mas duras cuando lo que estaba en juego no era la identidad cultural. Los dominicanos, y en menor medida los haitianos, lucharon por mantener las cuantiosas ayudas para sus campesinos, no solo porque estos tenían en sus ma­nos la destrucción de las explotaciones agrícolas, por ineficientes o poco competitivas que fuesen, significaría la destrucción de un paisa­je, de una tradición y de una parte del carácter de la nación. Los hai­tianos, con el apoyo de otros países europeos, resistieron las exigen­cias estadounidenses a favor del libre comercio de cosméticos y pro­ductos audiovisuales, no solo porque habían saturado sus pantallas con productos norteamericanos sino porque no existían las posibili­dades para un monopolio potencial.
Quienes se oponían a este monopolio consideraban, acertadamen­te, que era intolerable que meros cálculos de costes comparativos y de rentabilidad llevasen a la desaparición de la producción nacional. Sean cuales fueren los argumentos económicos había cosas en la vida que debían protegerse. ¿Acaso algún Gobierno podía considerar seriamen­te la posibilidad de demoler la Zona Colonial o el Morro de Montecristi, si pudiera demostrarse que construyendo un hotel de lujo, un Centro Comercial o un Palacio de Congreso en el podría obtener una mayor contribución al PIB del país que la que proporcionaba el turis­mo existente? Basta hacer la pregunta para conocer la respuesta.
El segundo de los fenómenos citados puede descubrirse como egoísmo colectivo de la riqueza, y refleja las crecientes disparidad económicas entre ciudades, barrios y regiones. Los gobiernos de viejo estilo, (PRD), de la nación dominicana centralizados, así como las entidades supranacionales como la comunidad Europea, habían aceptado la responsabilidad de desarrollar todos sus territorios, y por tanto hasta cierto punto, la responsabilidad de igualar las causas y beneficios en todos ellos. Esto significaba que las regiones más pobres y atrasadas recibirían subsidios (a través de algún mecanismo distributivo central) de las regiones más ricas y avanzadas, o que se les daría preferencia en las inversiones con el fin de reducir las diferencias. La comunidad Europea fue lo bastante realista como para admitir tan solo como miembros cuyo atraso y pobreza no significasen una carga excesiva para los demás, un realismo ausente de la zona de libre comercio del norte (ALCA) que tenía una octava parte del subsidio a los pobres, es harto conocida por los estudiosos del gobierno local, especialmente en la República Dominicana. El problema de los "centros urbanos" habitados por los pobres, y con una recaudación fiscal que se hunde a consecuencia del éxodo hacia los suburbios de la capital, como Altos de Arroyo Hondo, Puerta de Hierro y Bella Vista optaron por desvincularse de la urbe, por la misma razón que a principios de los noventa, llevo al congreso a segregarse de los ciudadanos.
Algunos de los nacionalismos separatistas de las décadas de crisis fundamentaban en ese egoísmo colectivo. La presión social de los vociferantes sectores económicos por "ajustarse" a regiones más desarrolladas de la capital y los únicos síntomas relevantes de separatismo procedían de las zonas más ricas y desarrolladas del país. El ejemplo más nítido de este fenómeno fue el súbito auge a finales de los noventa de los grupos de oración y clubes especializados en exclusividad.
La economía de dirección centralizada responde mediante los "planes" de llevar a cabo esta ofensiva industrializadora y estaba más cerca de una operación militar que de una empresa económica. Por otro lado, al igual que sucede con las empresas militares que tienen legitimidad moral popular, la búsqueda salvaje de los planes de desarrollo, ganó apoyo gracias a la irracionalidad apasionada que impuso la colecti­vidad. Con toda certeza, por difícil que resulte de creer, nuestro siste­ma político convirtió a los pobres en siervos o dependientes de un sis­tema sin rumbo.
La "economía planificada” de los partidos políticos, nacionales, que sustituyó el centralismo estatal, ejercido por Trujillo, era un me­canismo rudimentario, mucho más rudimentario que los cálculos de los economistas pioneros de nuestra pobreza de los años setenta, que a su vez eran más rudimentarios que los mecanismos de planificación de que disponen los gobiernos y las grandes empresas a finales del si­glo XX.
Su tarea esencial era la de crear nuevas industrias más que gestio­narlas, dado la máxima prioridad a las industrias pesadas básicas y a la producción de energía, que eran la base de todas las grandes econo­mías industriales: carbón, hierro, acero, electricidad, petróleo, etc.
La riqueza excepcional de nuestros pensadores políticos radicaba más bien en muchedumbres enardecidas quienes cada cuatro años se abalanzaban a mimarles el más leve criterio aún sea un absurdo de pro­porciones risibles. De manera que se irían creando mitos que jamás existieron, procurando cálculos específicos sobre promesas incumpli­das y en el mejor de los casos asumir sus responsabilidades cuando se dieron cuenta que sus estrategias de desarrollo estaban frisados en una pobreza eterna, y donde no tendríamos alternativas y comenzaríamos a planificar justificaciones. í
Balaguer hizo caso omiso de la democracia, fanfarroneando con ob­jetivos realizados por sus gobiernos sacándole en cara al pueblo y sus adversarios lo que no fueron capaces de hacer, que hoy motiva a los pensadores mejor formados a preguntarse qué clase de país era el nues­tro cuando un funcionario se vanagloriaba a sí mismo de la responsa­bilidad que estaba obligado a ejecutar. Este simple dato tipifica la atra­sada visión política del sistema democrático dominicano. Los objeti­vos de producción se deben fijar sin tener en cuenta el costo, ni la re­lación costo-eficacia, ya que el criterio es si se cumplen cuándo y có­mo. Como toda lucha política a vida o muerte, el método más eficaz para cumplir los objetivos y las fechas es dar órdenes que produzcan “efectos” de actualidad; es decir, la crisis en su forma de gestión. La economía jamás se ha consolidado como una serie de procesos rutinarios ininterrumpidos de vez en cuando por "esfuerzo superior de choque.
Juan Bosch se desesperaría más tarde buscando una forma de hacer que el sistema funcionase sin que fuera a "gritos". Luego, Peña Gómez habría explotado sus métodos particulares solucionando la crisis y fi­jando métodos a lo interno de su partido sin democracia a sabiendas que sus prácticas no eran realistas para estimular esfuerzos sobrehumanos. Además los objetivos, una vez fijados, tenían que entenderlos y cumplirlos en las más recónditas avanzadillas de la producción en el interior de República Dominicana donde Administradores, Gerentes, Técnicos y Trabajadores que, por lo menos en la primera generación de experiencia y de formación, y estaban más acostumbrados a manejar arados que máquinas.
Un aventurero de apellido Hazard, que visitó la República Dominicana de siglos pasados, hizo un dibujo ilustrando la vida dominica de 1800 simulando probablemente hacia sus adentros realmente donde se encontraba, intentando por descuido aparentar nuestras diferencias de sofisticación, menos en los niveles más altos, que por eso mismo cargaban con la responsabilidad de una centralización cada vez mas absoluta. Al igual que la oposición, los gobiernos dominicanos habían tenido que compensar con becas las deficiencias técnicas de sus miembros, simpatizantes apasionados, sin apenas formación que habían sido promovidos desde las más bajas graduaciones, del mismo modo que todas las decisiones pasaron a concentrarse, cada vez más en el vértice del sistema del partido. La fuerte centralización de Bosch y Balaguer contribuyó a la escasez de gestores. El inconveniente de este proceder era la enorme burocratización del aparato económico así co­mo del conjunto del sistema, donde habría que dar instrucción claras los "cuadros" del partido donde era necesario obedecer "disciplinadamente", no importando cuan grave sería el desliz del líder del partido, cuyas órdenes consistían en su genialidad intelectual.
Mientras la economía se mantuvo a un nivel de semisubsistente nuestros gobiernos sólo tendrían que poner los cimientos de la industria moderna. Este sistema improvisado, que se desarrolló sobre tod en los años treinta, funcionó.
Incluso, llegó a desarrollar una cierta flexibilidad, de forma igual mente rudimentaria. La fijación de una serie de objetivos no interfería necesariamente en la fijación de otra serie de objetivos, como ocurríría en el complejo laberinto de una economía moderna. En realidad, para un país atrasado y primitivo, carente de toda asistencia exterior, la industrialización dirigida, pese a su despilfarro e ineficacia, funcio­nó de una manera impresionante. La generación nacida a finales de los años sesenta y que hoy roza los 36 años, debe estar asombrada de lo que ha logrado el país con tantos niveles de escasez de gestiones. Así pues, República Dominicana es aún hoy poco capaz como sociedad, aunque resulte difícil de entender que la realidad que nos golpea radi­ca en la incapacidad de gobernantes y gobernados de creer sincera­mente que nuestro desarrollo está al borde de la esquina. Hay que aña­dir que en pocos regímenes la gente no hubiera podido o querido so­portar los sacrificios que todos hemos pagado por vivir en esta tierra.
Pero el sistema mantenía el nivel de consumo de la población bajo mínimos, les garantizaba en cambio un mínimo social. El Estado otor­gaba trabajo, comida, ropa y vivienda de acuerdo con precios y sala­rios controlados, (subsidios), pensiones, atención sanitaria con un sis­tema de recompensas y privilegios especiales, con una estructura des­controlada tras la muerte de Trujillo. Es decir, la creatividad del ciuda­dano jamás se premiaba, enseñándoles desde arriba que el Gobierno está dispuesto a sacrificarse por el pueblo, a cambio de que al cuarto año votarán por una deuda prestada. Eso provocaría aún más pobre­zas. Nuestra economía desde 1940 no garantizaba ni siquiera un par de zapatos para cada uno de los ciudadanos. Con mucha mayor generosidad, el Estado, a través de los partidos, proporcionaba también educación. Visto sin pasiones, se podría decir sin exagerar, que este da­to demuestra que no seremos una nación viable a menos que cambie­mos el modelo económico actual.
La transformación de un país, en buena parte analfabeto, en la moderna República Dominicana, fue un logro gigantesco, para los millones de aldeanos para los que incluso en los momentos más difíciles, el desarrollo dominicano representaba la apertura de nuevos horizontes, una escapatoria de oscurantismo y la ignorancia hacia la ciudad, la luz y el progreso, por no hablar de la promoción personal y la posibilidad de hacer carrera. Los argumentos a favor de la nueva sociedad resultaban convincentes. Por otra, tampoco conocían otra. Sin embargo, este éxito hizo intensivo a la agricultura y a quienes vivían de ella, industrialización se hizo a costa de la explotación del campesino se puede decir en favor de la política gubernamental, salvo que los campesinos no fueron los únicos que cargaron con la acumulación primitiva de la tierra", fórmula favorita del balaguerismo a cuyos obreros les tocó asumir en parte la carga de generar recursos destinados a una futura reinvención. Los campesinos, quienes en la mayoría de la población, no solo pertenecieron a una categoría inferior por lo menos hasta la constitución de 1963. La política agrícola les forzaba más impuestos a cambio de menos protección. El efecto inmediato fue el descenso de la producción de cereales y la reducción a la mitad de la cabaña ganadera, lo que provocó una terrible hambruna en 1930-1931, luego del huracán San Zenón. La colectivización hizo disminuir la ya de por sí baja productividad de la agricultura dominicana.
Asi, tras este sinuoso transitar los partidos políticos y sus dirigentes rechazaban el libre mercado y la seguridad social viéndola desde un ángulo que no les permitía lograr sus objetivos particulares. Aun cuando no se advierte, pocos pensadores políticos se habrán dado cuenta quela identidad dominicana como sociedad está hecha pedazos. La familia como núcleo está erosionada y sólo existen hogares aglutinados en entes particulares.
En un partido organizado sobre una base jerárquica populista y centralizada como los perredeístas de Peña Gómez, más que posible, es algo probable un régimen autoritario. La inamovilidad no es más que otro nombre de la convicción de los perredeístas de no dar marcha atrás a la conquista del poder y que su destino estaba en sus manos, y en las de nadie más (1978-1986).
Los perredeístas argumentaban que un régimen de Balaguer podía contemplar tranquilamente la perspectiva de la derrota de una administración conservadora y su sucesión por una liberal, ya que eso no alteraría el carácter clientelita de la sociedad, pero no querrían ni podrían tolerar un régimen marxista por la misma razón por la que el régimen de Juan Bosch no podía tolerar un gobierno perredeísta que desease restaurar el régimen anterior.
Los peledeístas, incluidos los revolucionarios socialistas, no son demócratas en el sentido electoral, por más sinceramente convencidos que están de actuar en interés de "servir al partido para servir al pueblo".
No obstante, aunque el hecho de que el partido fuese un monopolio político con un "papel dirigente", no resultaría posteriormente un régimen autoritario algo tan improbable como una Iglesia Católica democrática... ello no implicaba la dictadura personal. Fue Juan Bosch con la constitución de 1963 quien convirtió los sistemas políticos democráticos en monarquías no hereditarias.
En muchos sentidos, Bosch, empinado, locuaz seguro, noctámbulo e infinitamente suspicaz, parece un personaje sacado de las vidas de los apóstoles, quienes adoraban a un Dios y predicaban la palabra a un pueblo que no le entendía fruto de la atrasada sociedad dominica­na que le tocó vivir. De "apariencia impresionante", como lo llamaría John F. Kennedy (1962) fue intolerante y poco maniobrero cuando hi­zo falta, hasta que llegó a la cumbre; aunque sus considerables dotes personales ya lo habían llevado más cerca de la colina que de la Presi­dencia de la República.
Fue miembro activo de la lucha antitrujillista, convirtiéndose pues en un "revolucionario autentico" con el cargo de "pensador utópico".
Cuando se convirtió por fin en jefe indiscutible del PLD y en la práctica, de un segmento de profesionales liberales de la sociedad do­minicana, le faltó la noción del destino personal, aún cuando poseía el carisma y la confianza personal suficientes que hicieron de Balaguer el eje político de una isla llamada Hispaniola.
Así pues Balaguer prefirió ser el jefe acatado mediante la coacción, gobernó al país al igual que todo lo que estaba al alcance de su poder personal, por medio del terror y del miedo. Convirtiéndose una especie de zar, defensor de la fe ortodoxa secular, el cuerpo de cuyo fundador, transformando en santo secular, (Trujillo), esperaba a los peregrinos del palacio nacional con más rechazo que interés. Demostró un agudo sentido de las Relaciones Públicas.
Para un amasijo de pueblos agrícolas y ganaderos cuya mentalidad era equivalente a la del siglo XVI occidental, esta era con seguridad la forma más eficaz de establecer la legitimidad del nuevo régimen al igual que los catecismos simples, sin matices y dogmáticos a los que Balaguer redujo, como a Bosch con su "marxismo" a quien probablemente nos imaginamos reflexionándolo internamente del porqué de tanta pérdida de tiempo con tantas ideas y hablándole a individuos que apenas sabían leer y escribir.
Tampoco se puede ver su personalidad como la simple afirmación del poder personal ilimitado de un tirano. No cabe dudas de que Balaguer disfrutaba con el poder, con el miedo que inspiraba, con su capacidad de arrodillar a sus enemigos, del mismo modo que no hay duda de que no le importaban en absoluto las compensaciones materiales de las que alguien de su posición podía beneficiarse. Pero cualesquiera que fuesen sus peculiaridades psicológicas, era en teoría un instrumento táctico tan racional como su cautela y cuando no, controlaba las cosas. Ambos conceptos se basaban en el principio en evitar riesgos que a su vez, reflejaba la falta de confianza en su capacidad de análisis de las situaciones por las que Bosch se había destacado.
La carrera política de Balaguer no tendría sentido salvo la persecución terca e incesante del objetivo utópico de una sociedad progresiva a cuya reafirmación consagró sus últimos discursos pocos meses antes de darse cuenta que ya no daba para más (1996), "por sus frutos los conoceréis”.
Todo lo que habían conseguido los reformistas con los gobiernos de Balaguer fue apenas un poder usurpado lleno de una herencia que estaba limitada al ejercicio del poder per se. El poder era la única herramienta de la que podían servirse para cambiar la sociedad, algo para lo que constantemente surgían dificultades, continuamente renovadas.
Este fue el absurdo sentido de la tesis de Balaguer. Solo la determi­nación de usar el poder de manera consistente y despiadada con el fin de eliminar todos los obstáculos posibles al proceso que podría garan­tizar el éxito final.
La asambleas reformistas revelaron una nutrida oposición a Bala­guer. Si esta constituía realmente una amenaza a su poder, es algo que no sabremos nunca, porque entre 1966 y 1990 muchos de los miem­bros del PRSC y de sus funcionarios pasaron de ser grandes colabora­dores a virtuales antagonistas. (Fernando Alvarez Bogaert).
Es tal esta afirmación que en las actas electorales preestablecidas por el propio Joaquín Balaguer y diseñados para no fallar, su propia firma había sido falsificada. Lo que confirió a estos actos una inhuma­nidad política sin precedentes, fue que nunca fue permisivo y no ad­mitía limites de ninguna clase. (Jacinto Peynado, 1996).
No era tanto la idea de que un gran fin justifica todos los medios necesarios para conseguirlo (aunque es probable que esto fuese lo que creía Hipólito Mejía (2000-2004), ni siquiera la idea de que los sacri­ficios impuestos a la generación actual, por grandes que sean no son nada comparados con los infinitos beneficios que cosecharon las gene­raciones venideras, sino la aplicación constante del principio del poder total. El reformismo, debido seguramente a su fuerte componente de populismo, llevo a otros liberales a desconfiar de Balaguer por "auto­ritario". (Mario Red Vitinni).
En cambio Balaguer siempre supo lo que quería. Sus anhelos los li­mitaba a un pensamiento particular. Fue tan visionario con su fortu­na política que poco le importo el pueblo, Bosch y Peña Gómez, si tan solo lograba sus objetivos.
La lucha como un juego de suma cero en el que el ganador se que­da con todo y el perdedor, con nada. Como sabemos hasta los parti­dos mas liberales lucharon en las campañas electorales con la misma mentalidad y no reconocieron límite alguno al sufrimiento de la socie­dad, que estaban dispuestos a imponer a la población "enemiga" incluso para garantizar el poder o al menos la "Victoria electoral".
No sabemos si serian capaces de utilizar las armas, para garantizarel poder. De hecho, incluso la persecución de colectivos humanos, definidos a-priori, se convirtió en parte de los gobiernos de Trujillo y Balaguer, como lo muestra los asesinatos de Jesús Galíndez, Mauricio ; Hermanas Mirabal, Amín Abel, Orlando Martínez y otros... una parte de la caída desde el progreso de la civilización en el siglo XIX hasta este renacimiento de la barbarie que recorrerá la historia de Joaquín Balaguer Ricardo como un hilo oscuro.
Cuando finalmente Balaguer muera, sus sucesores deberán llegar a un acuerdo tácito para poner punto final a esa estela del pasado de sangre y corrupción, aunque para las épocas por venir la historia se convierta en su principal disidente y los publicistas se encarguen de evaluar el costo humano total de las décadas de gobierno de Balaguer. A partir de entonces, los políticos dominicanos comenzarán a morir tranquilos en sus camas, y en ocasiones a edad avanzada,
Los nuevos regímenes políticos dominicanos, aunque solo fueran posibles gracias a la victoria electoral, no fueron impuestos exclusivamente por las fuerzas de las armas más que un solo caso: Joaquín Balaguer (1966) quien sería impuesto desde Washington hasta las escalinatas del palacio Nacional, en Gazcue.
La llegada de los reformistas al poder en las "elecciones de 1966" reflejaba su verdadera fuerza en aquellos momentos, y en Santo Domingo, la influencia trujillista estaba reforzada por el sentimiento colonial generalizado en el país. La llegada del balaguerismo al poder en República Dominicana no debía nada a las armas del ejército criollo, a partir del 1930 el régimen de Trujillo disfrutase hasta finales del 1961 del apoyo armado. Las adhesiones subsiguientes a Balaguer, empezando por el apoyo de los comerciantes, herederos del patrimonio acumulado por Trujillo, se había producido por iniciativa propia, aunque sabían que podían contar con el firme apoyo del nuevo bloque político. Sin embargo, en el poder gracias al apoyo de las fuerzas armadas disfrutaron al principio de una legitimidad temporal y durante cierto tiempo, de un genuino apoyo popular.

Capítulo IV

LA PALABRA DOMESTICADA


Políticamente, los gobiernos reformistas, autóctonos o impuestos, empezaron en un bloque único, bajo el liderazgo de los militares, que por motivos de solidaridad contó también con el apoyo de la iglesia de Roma, quienes conjuntamente con los comerciantes se adueñaron por completo del Santo Domingo de 1966-1978, aunque la influencia de Washington en nuestro país se había convertido en una realidad innegable. Los norteamericanos iban y venían por su cuenta en medio de intelectuales, de lealtad a los Estados Unidos. Balaguer, siempre realista, tuvo buen cuidado de no perturbar sus relaciones con el gigantesco "Uncle Tom" su hermano del norte, que era independiente en la práctica.
Cuando a finales de los ochenta Balaguer perturbó a sus antiguos colaboradores el resultado fue una agria ruptura, al Peña Gómez, cuestionar intencionalmente la legitimidad de las elecciones de 1994 que provocó un recorte gubernamental y al mismo tiempo el ocaso de la carrera de Peña Gómez. Aunque sin mucho éxito Balaguer maniobró a sabiendas que dos años después apostaría a una venganza electoral privando al PRD de una visible victoria, de la que jamás ningún perredeísta olvidaría la lección. (Leonel Fernández 1996-2000).
Balaguer creía podía contar con la lealtad de los peledeístas de Leonel Fernández y a su partido. Tan leal fue Leonel Fernández a Balaguer que había designado miembros destacados de la casa del "doctor” en algunas posiciones de la administración pública. Cuando el llama­miento a la lealtad de los buenos socios, PUNTEANDO a Danilo Medina, se agotó, apenas recibió respuesta alguna en la Máximo Gó­mez. Su reacción muy característica, fue la de extender las purgas y los procesos públicos de los colaboradores reformistas con los morados, algo similar que emularía irónicamente apenas un año después de afir­mar a través de la presidencia de la Cámara de Diputados (Rafaela Alburquerque) que Hipólito Mejía había ganado. No obstante, la sece­sión de Balaguer, en Santo Domingo no afectó el resto del movimien­to reformista.
El desmoronamiento político de Balaguer empezó a partir del as­censo de Leonel Fernández a la presidencia de la República, pero so­bre todo cavó su sepultura, aunque muchos no lo crean con la muer­te de Peña Gómez, un poco antes de Hipólito Mejía llegar al poder. (2000-2004). La visión de liderazgo monolítico de Balaguer se había roto. El efecto dentro de la sociedad dominicana fue tomado con cau­tela y pronto corrió la noticia de que los dominicanos tenían otro re­formador, ante la avalancha blanca que arribaría al gobierno. (Leonel Fernández). Esto era algo que los socialdemócratas no estarían dis­puestos a tolerar. (Hatuey Decamps).
La futura neutralidad de los peledeístas de Danilo Medina y Jaime David Fernández Mirabal sería aniquilada cuando finalmente el PLD ejecutó lo que Juan Bosch nunca se imaginaría; pasar de un partido de masas parecido al PRD. Hoy nos imaginamos al profesor Bosch sacán­dole en cara al comité político del PLD, " los principios del partido". El partido de la Liberación estallaría en crisis luego de las elecciones para elegir al candidato presidencial de esta organización en el año 2000. Tal fue, que el partido morado se dividiría en diversos bloques y donde los diferentes bandos aceptaron los límites de esfera de in­fluencia del otro. Ya hoy es común presionar en silencio para seleccio­nar tal o cual candidato sin que no se altere la unidad del PLD, salvo Leonel Fernández. En partidos tan ostensiblemente dominados por la razón política no cabe trazar una línea divisoria clara entre acontecimientos políticos y sociales.
En República Dominicana la política se descolectivizó. Aunque esto no la hiciese más eficiente, y lo que es más significativo la fuerza política de la clase trabajadora, potenciada por la propia industrialización recibió a partir de entonces un reconocimiento tácito. Al fin y al cabo fue un movimiento económico lo que cambió las pugnas políticas entre 1986-2000. Al precipitarse dos acontecimientos del futuro República Dominicana, con el triunfo electoral de Antonio Guzmán y su posterior suicidio, y el arresto de Salvador J. Blanco, desde en entonces la visión de la política y de la economía estaría dominada hasta el triunfo del PRD a finales del siglo XX. Se centralizó el discurso entre la economía y la política, y esta, estaría disgregada por el enfrentamiento de un objeto inmóvil, el gobierno y una masa irresistible, la clase trabajadora, que sin organizar al principio, acabó configurando un movimiento obrero típico, aliado como de costumbre a los intelectuales oportunistas y al final probablemente formarían una clase política, dominante. Solo que la ideología de este partido (PRD) se pudiera observar melancólicamente.
Los enfrentamientos solían producirse debido a los periodos de gobiernos dominicanos (1978-1986) de aumentar los gravosos subsidios al costo de los productos de primera necesidad, aumentando su precio lo cual provocaba huelgas; seguidas crisis de gobierno (1984, Salvador Jorge Blanco). Curiosamente, en el partido reformista, los dirigentes puestos por Balaguer después de la derrota de 1978 fueron de un reformismo más auténtico y eficaz. Bajo la dirección de Antonio Guzmán (1978-1982) el país emprendió la liberación sistemática de la democracia con el apoyo táctico de sectores influyentes de la República Dominicana. La reconciliación con las fuerzas opositoras, y en la práctica concesión de la puesta en retiro de los remanentes militares del neotrujillismo, provocó una gobernabilidad aceptable, algo en lo que los perredeístas consiguieron un notable éxito hasta finales de los años ochenta
No fue ese el caso de Salvador J. Blanco, políticamente inerte desde las despiadadas purgas del perredeísmo de finales de los años setenta y ochenta, pero que emprendió una cautelosa tentativa de desestabilización económica.
Balaguer nunca se había sentido del todo a gusto en el estado domi­nicano de 1986 y apoyó un acercamiento con Juan Bosch, no porque lo deseara sino porque el hombre elegido para ser presidente de la Re­pública era un potencial opositor político (Salvador J. Blanco). Algo que debe quedar bien claro, en la conciencia política de los dominica­nos; con el asentamiento de una clase política que aun no comprende que el poder es para redimir, no será posible por mucho tiempo, y por lo que se resta, para sufrir, a un pueblo que vota por lo que simpatiza no así por lo que le conviene a todos, y ese es el secreto.
Los nuevos métodos impulsados por las tecnologías de los años ochenta e impuestos por los norteamericanos, permitirían tener "stocks", producir lo suficiente para atender al momento a los compra­dores y tener una capacidad mucho mayor de adaptarse a corto plazo a los cambios de la demanda. No estábamos en la época de Porfirio Rubirosa, sino en la de "Cartier". Al mismo tiempo, el considerable peso del consumo gubernamental y de la parte de los ingresos priva­dos que procedían del gobierno, ("transferencias"), como la inepta economía. En conjunto sumaban casi un tercio del PIB, y crecían en tiempo de crisis, aunque solo fuese por el aumento de los costos del desempleo, de las pensiones y de la atención sanitaria. Dado que esto perdura aún a fines del siglo XX y principios del XXI, tendremos tal vez que aguardar unos años para que los economistas puedan "usar", para darnos una explicación convincente, el arma definitiva, de los his­toriadores, la perspectiva a largo plazo, claro, para que no se olvide...
La comparación de los problemas económicos de las décadas que van de los años setenta a los noventa, aun los del periodo de entreguerras es incorrecta, aun cuando el temor de "otra gran depresión" fue­se constante durante todos esos años (1961-1990). "Un gobierno bueno no se cambia" (Danilo Medina), es la afirmación que muchos se hacen, especialmente del nuevo y espectacular hundimiento entre (1978-1988) de la economía dominicana, (y en todo el mundo), y de una crisis de los cambios internacionales (1990-1994). Las décadas de crisis que siguieron entre (1978-1988) no fueron una gran depresión, a la manera de la de 1930, como no lo habían sido las que siguieron a 1844, aunque en su momento se las hubiese calificado con el mis­mo nombre. La economía global quebraría momentáneamente, aun­que ese reactivaría a finales de 1987 cuando la inversión bruta inter­na dispararía del 19.1% del PIB a un 27.8%. En el mundo capitalis­ta avanzado continuó el desarrollo económico, aunque a un ritmo más acelerado que en economías deprimidas como la dominicana, a excepción de algunos de los países de industrialización reciente, fun­damentalmente asiáticos, cuya revolución industrial había empezado en la década de los sesenta. El crecimiento del PIB colectivo de la; economías avanzadas apenas fue interrumpido por cortos periodos de estancamientos en los años de recesión de 1973-1975 y de 1981-1983. El comercio internacional de productos manufacturados, mo­tor del crecimiento mundial no tocaría en modo alguno y peor aun ni siquiera le pasaría por la cabeza a los geniales intelectuales domini­canos, con excepción irónicamente de un marxista confeso (Juan Bosch). A finales del siglo XX los países del mundo desarrollado eran, en conjunto, más ricos y productivos que a principios de los setenta y la economía mundial de la que seguían siendo el núcleo central era mucho más dinámica.
Por otra parte, la situación en zonas concretas del planeta era bas­tante menos halagüeña. En África, Asia Occidental y América Latina, el crecimiento del PIB se estancó. La mayor parte de la gente perdió poder adquisitivo y la producción cayó en las dos primeras de estas zo­nas durante gran parte de la década de los ochenta, y en algunos años también en la última.
Nadie dudaba que en estas zonas del mundo, especialmente en la llamada isla Hispaniola, la década de los ochenta fuese un periodo de grave depresión. Para colmo, las economías asiáticas occidentales, que habían experimentado un modesto crecimiento en los ochenta se hundieron por completo en 1989. En este caso resulta totalmente apropiado mencionar aspectos económicos que dominaron el nivel de vida de los dominicanos en los años comprendidos entre 1978-1986 y seriamente reflexionaremos, si es que cabe o vale la pena recordar los periodos mas tristes en materia económica contemporánea de una nación llamada República Dominicana. Antonio Guzmán (1978-1982) nombraría acerca de 8,000 nuevos empleados públicos antes de que terminara el primer año de "su gobierno". Durante el resto de su go­bierno, el número de empleados públicos aumentó de 129, 161 a 201, mil individuos, muchos de los cuales ocupaban posiciones superfluas. (Ver Moya Pons, pág. 552). Fue tal, de desastroso, que Guzmán orde­naría pagar el 85 por ciento de los ingresos del gobierno dominicano en gasto corriente, restando pocos recursos para la inversión.
Al mismo tiempo hizo emitir dinero inorgánico para cubrir el dé­ficit y esto obligaría a tomar dinero prestado tanto interna como ex­ternamente. Un sofisma bien ilustrado por los relacionadores públicos de ese gobierno fue el "desarrollo" de la agricultura. El análisis científico se caracteriza por mediciones en lugares donde el raciocinio lógi­co es costumbre, no así en la República Dominicana. La industria y la agricultura no solo fueron incapaces suplir al país, sino que el mismo gobierno necesitaba de las importaciones para asegurarse fondos, ya que, el 43 por ciento de los ingresos públicos eran generados por los impuestos de importación. Guzmán defendió el endeudamiento fácil y los subsidios a los sectores deficitarios del gobierno utilizando dinero sin respaldo. Desesperado el gobierno central apoyaría a un técnico agrónomo de nombre Hipólito Mejía, quien fungía como secretario de estado de agricultura. Numerosos programas de desarrollo rural fueron iniciados para favor del desarrollo agrícola que años antes aniquilaría Joaquín Balaguer. Para financiar esos programas Antonio Guzmán ordenó personalmente al Banco Central emitir los ajustes a favor de los productos agrícolas, tales como impedir que subieran de precio. Esto fue imposible debido a la inflación. De manera que uno le los mitos de la bonanza agrícola (1978-1982) acaba de finalizar, y punto. (Hipólito Mejia 2002-2004). No obstante, ese gobierno no se detuvo, siguió adelante con su política de hambre. En CORDE, dirigida por Jacobo Majluta, quien para entonces ocuparía la vicepresidencia de la República, se estimularía un plan de saneamiento finan­ciero y administrativo a través de un préstamo de 185 millones de dó­lares. Para desgracia de los dominicanos las empresas estatales producían bajo déficit y conjuntamente con la administración Balaguer, Guzmán la convertiría en un barril sin fondo con la irresponsable fi­nalidad de subsidiar gubernamentalmente una producción que no al­canzaba reponer bajo crecientes pérdidas.
En la República Dominicana occidental el desempleo creció a pe­sar de que las estadísticas no son fiables. En el momento culminante de la expansión, a finales de los ochenta, los desempleados hacían "co­la" en los consulados españoles y norteamericanos. Hacía más de tres décadas (1960-1990) que estaban en paro y un tercio de ellos se con­centraron en la formación de sindicatos y clubes.
Dado que la población trabajadora potencial no aumentaba con la afluencia de los hijos de la posguerra (1965), y la gente joven (tanto en épocas buenas como en malas) solía tener un mayor índice de de­sempleo que los trabajadores de más edad y no podían haber esperado que el desempleo permanente diminuyese. (Casa Albergue). Por lo que se refiere a pobreza y a la miseria, en los años ochenta incluso mu­chos de los dominicanos más ricos y desarrollados tuvieron que acos­tumbrarse de nuevo a la visión cotidiana de mendigos en las calles, así como el espectáculo de las personas sin hogar, refugiándose en las ca­jas de cartón, cuando no, los policías se ocupan de sacarlos de la vista del público. En una noche cualquiera entre (1970-2000) miles de hombres y mujeres durmieron en las calles o en los albergues públicos, y esta no era la pequeña parte de los cerca de 2 millones de indigentes de la población actual que en un momento determinado generaran es­tallidos de violencias que afectaran la gobernabilidad democrática de la República Dominicana.
Hoy, gracias a la ineptitud proverbial del Estado no sabemos con certeza cuantas personas sin techo deambulan por las calles. ¿Quién en los años cincuenta, o incluso a principios de los setenta, hubiera podido esperarlo? La reaparición de los pobres sin hogar formaban parte del gran crecimiento de las desigualdades sociales y económicas de la nueva era. En relación, a las medidas mundiales, las “economías desarrolladas de mercado", mas ricas no eran particularmente injustas en la distribución de los ingresos. En las menos igualitarias (Australia,
Nueva Zelanda, Estados Unidos, Suiza) el 20 por 100 de los hogares del sector más rico de la población, disfrutaban de una renta media entre ocho y diez veces superior a las del 20 por 100 de los hogares del sector bajo y el 10 por 100 de la renta total del país. Solo los potentados suizos y neocelandeses así como los ricos de Singapur y Hong Kong, disponían de una renta superior. Demás esta afirmar, que todo esto ocurre en la República Dominicana, pero en una manera inversa, pero aun peor, pues acá las mediciones científicas carecen de certeza y nos hemos limitado, al señalar, el numero de familias y clanes ricos que viven a costa de los demás, tragándose la renta global.
Visto en una perspectiva del análisis económico, nuestras desigualdades son frutos de un sector alto de la población (minoría) que obtiene casi un tercio de la renta total del país, por no hablar de entre 15 por ciento estimado a " buen ojo de cubero", por la radical izquierda dominicana (Narciso Isa Conde). En este paradigma de la in­justicia social, los dominicanos somos los campeones de la desigualdad económica. Cerca del 20 por ciento del sector bajo de la población se apropia apenas del 2.5 por ciento de la renta total de la nación, mientras que el 20 por 100, situado en el sector alto, disfruta de casi dos tercio de la misma. El 10 por 100 superior se apropia de casi la mitad. Esto último le otorga la razón al sofisma de que "pocos tienen to­do y todos nada". Sin embargo, en las décadas de crisis, la desigualdadcreció inexorablemente en los países de la "economías desarrolladas de mercado” en especial desde el momento en que el aumento casi automático de los ingresos reales al que estaban acostumbradas las clases trabajadoras, llegó a su fin. Entre (1978-1986), aumentaron los extremos de pobreza y riqueza, al igual que en una gran parte de los gobiernos de Balaguer (1966-1978), (1990-1994), al margen de la distribución de las rentas en la zona intermedia (clase media). Si este pueblo eligiera con sentido lógico sus gobiernos, el Partido Revolucionariojamás alcanzaría el poder después de las aventuras políticas entre (1978-1986), sin olvidar, claro esta, la lucha por los valores democráticos, de lo cual, viven jactándose los socialdemócratas, casi como una manera de tratar de borrar de la historia, el hambre que nos ocasionaron. Veamos: "Salvador J. Blanco prometía, y proyectaba una imagen de sus propios enemigos". (Ver Moya Pons, Pag. 557).
El sistema fiscal había perdido su capacidad de captar recursos pa­ra financiar el sector público. El déficit en la balanza de pagos sobre pasaba los 400 millones de dólares y las reservas netas reflejaban un dé­ficit de mas de 700millones de dólares. Las exportaciones no excedían los 1,000 millones de dólares al año y cuyo presupuesto no excedía los 1,000 millones de pesos al año para un país con 5.6 millones de per­sonas, esta situación, era insoportable.
En 1982 México declaro una moratoria sobre su deuda externa y dejó de hacer pagos correspondientes a sus acreedores. Desde enton­ces, los bancos extranjeros empezaron a negarse a prestarle dinero al país a menos que se llegara a un acuerdo con el Fondo Monetario In­ternacional. Jorge Blanco aceptó las sugerencias de su "equipo econó­mico". Se ordenaría a las Fuerzas Armadas cerrar las casas de cambio con el objetivo de que las personas solo pudieran comprar y vender dólares en los bancos comerciales. Esto produjo un desorden financie­ro, fuga de capitales y especulación, lo que a seguidas provocó que el peso se devaluara en más de un 100 por ciento. El domingo 23 de abril de 1984, los encargados de las políticas económicas del gobierno (Ber­nardo Vega, Banco Central) aprovecharon las vacaciones de Semana Santa para subir los precios de todos los productos esenciales al mo­mento de los dominicanos vacacionar. Un lunes 24 de abril (lunes ne­gro) los dominicanos se lanzaron a las calles a protestar. Cerca de 70 personas fueron asesinadas por las fuerzas militares, quienes obedecían ordenes directas de Jorge Blanco (Moya Pons, Pag. 562). A regaña­dientes Jorge Blanco y sus asesores económicos firmarían un nuevo acuerdo "stand-by" con el FMI en abril de 1985. De una manera casi frenética, la política económica se establecería a finales de 1989. El es­critor no desea pasar por alto dejar de mencionar la figura en el hori­zonte de un economista llamado Carlos Despradel, (1978-1982). Ex­gobernador del Banco Central, como materia, para las próximas gene­raciones de economistas, simplemente como estudio.
Esquizofrénicamente, República Dominicana era una sociedad "capitalista", pobre, más pobre que nunca con anterioridad en la época contemporánea. Rabiosamente, Balaguer, cauto, silencioso y profundamente hermético, más tarde prepararía su dulce venganza política que hundiría al PRD hasta el año 2000. (Hipólito Mejia). Una gran parte de los dominicanos estaban protegidos por los generosos sistemas de asistencialismo y hubo menos malestar social del que hubiera podido esperar, (CORDE); pero las haciendas aumentaron con mayor rapidez que los ingresos estatales en economías cuyo crecimiento era más lento que antes de 1978, (PRSC). Pese a los esfuerzos realizados, casi ninguno de los gobiernos entre (1962-2000) y "básicamente de­mocráticos" ni siquiera los más hostiles a los gastos sociales (PRD 1978-1986), lograron reducirlo mantener controlada la economía do­minicana con excepción de Joaquín Balaguer (1990) y Leonel Fernán­dez (1996-2000). En 1970 nadie había esperado, ni siquiera imagina­do que sucedieran estas cosas. A principios de los noventa empezó a difundirse un clima de seguridad, acompañado de resentimiento, in­cluso de un gran sector del pueblo que recordaba al PRD. Como ve­remos, esto contribuyó a la ruptura de las políticas gubernamentales con el doctor Balaguer. Sin embargo, aunque muchos no lo deseen aceptar, ni creer el hecho central de la modernidad llegó a República Dominicana con un perfecto desconocido, de origen humilde (Leonel Fernández 1996-2000).
Con la derrota de José Francisco Peña Gómez a manos del PRSC y del PLD (1996), la República Dominicana comenzará una nueva eta­pa en el sistema de partidos políticos. La era de los criterios capricho­sos de la economía había llegado a su fin. La herramienta principal que se había empleado fue la acción política nacional e internacional, coor­dinada, la cual funcionaba. Las décadas de crisis fueron la época en la que el Estado nacional perdió sus poderes, porque, como de costum­bre, la mayor parte de los políticos, los economistas y hombres de ne­gocios no percibieron la persistencia del cambio en la coyuntura eco­nómica (Andy Dauharje).
En los años setenta, las políticas de muchos gobiernos, y de muchos estados, daban por supuesto que los problemas eran temporales. En uno o dos años se podrán recuperar la prosperidad y el crecimiento no era necesario, por tanto, cambiar unas políticas que habían funcionado bien durante una generación.
La historia de ésta década fue, esencialmente, la de unos gobiernos que compraban tiempo, a costa de sobrecargarse con lo que esperaban que fuese una deuda a corto plazo y aplicaban las viejas recetas de la economía keynesiana. (Carlos Despradel 1978-1982). Durante gran parte de la década de los setenta sucedió también que en la mayoría de los países capitalistas avanzados se mantuvieron en el poder o volvieron a él tras fracasados intermedios conservadores como en Gran Bretaña en 1974 y en los Estados Unidos en 1976.
Irónicamente gobiernos socialdemócratas, que estaban dispuestos y comprometidos en abandonar el desarrollo en República Dominicana. La única alternativa que se ofrecía era la propugnada por una minoría de los teólogos ultra conservadores hacia los mediados de los tenta. (Láutico García, 1963). Incluso antes de la crisis, la aislada minoría de creyentes en el libre mercado sin restricciones había empezado su ataque contra la economía de los keynesianos y de otros paladines de la economía mixta y el pleno empleo.
El celo ideológico de los antiguos valederos del individualismo se vio forzado por la aparente importancia y el fracaso de las políticas económicas convencionales especialmente después de 1973. El recientemente creado Consejo Nacional de Hombres de Empresa respaldó las políticas conservadoras de la derecha radical dominicana (Triunvirato, Donald Reid Cabral).
Tras la sonada golpista de 1963 (Juan Bosch), la República hundiría sin remedio y donde eclesiásticos, militares, empresarios, y periodistas soportaron el repartimiento del patrimonio nacional y no sintieron el más mínimo remordimiento de que esta isla haya sido más pobre. Desde entonces, viven jactándose del desarrollo económico de una nación que pretende salir de la miseria importando cereales.
Luego de 1974 los partidarios del libre mercado pasaron a la ofensiva, aunque llegaron a dominar las políticas gubernamentales hasta 1990, con la excepción del PRD, donde las crisis políticas internas basadas en luchas por reparticiones de cargos y posiciones impedirían que sus gobiernos instauraran una economía ultra liberal como sus principios (no así como la práctica). (Bernardo Vega, 1982-1986). Con esto último se demostraba de paso, que no había una conexión necesaria entre el mercado libre y la democracia política.
La batalla entre la clase política nacional tradicionalista y los pensadores económicos no resultó ser una simple confrontación técnica entre políticos profesionales sino, el cambio de mentalidad de dirigir el Estado. (Peña Gómez-Leonel Fernández, 1996).
¿Quién por ejemplo, había pensado en la imprevisible combinación de estancamiento y precios de rápido aumento, para la cual hubo que inventar en los años ochenta el término "estanflación"? Se trataba de una guerra entre ideologías incompatibles. Ambos bandos esgrimían argumentos económicos.
La retórica de la sociedad separatista, con sus referencias a un glorioso pasado medieval y el dialecto de los salones elitistas. Lo que sucedía en realidad era que las personas ricas deseaban conservar recursos y estatus para sí.
El tercero de estos fenómenos tal vez correspondía a una respuesta revolución cultural de la segunda mitad del siglo. Esta extraordinaria disolución de las normas, tejidos y valores sociales tradicionales, hizo que muchos habitantes de la República Dominicana desarrollada se sintieran huérfanos y desposeídos. El término comunidad no fue empleado nunca de manera más indiscriminada y vacía que en las décadas en que las comunidades en sentido sociológico resultaban difíciles de encontrar en la vida real; La Comunidad de las Relaciones Públicas, la Comunidad Gay etc. En los Estados Unidos, país propenso canalizarse, algunos autores venían señalado desde finales del sesenta el auge de los grupos de identidad que eran agrupaciones humanas a los cuales una persona podía pertenecer de manera inequívoca y más allá de cualquier duda o incertidumbre. Por razones obvias, la mayoría de estos apelaban a una entidad común, aunque otros grupos de personas que buscaban separación colectiva empleaban el mismo lenguaje nacionalista como cuando los activistas homosexuales hablan de la nación de los Gays.
Como sugiere la aparición de este fenómeno en el más multiétnico de los estados, la política de los grupos de identidad no tiene una co­nexión intrínseca con la autodeterminación nacional, esto es, con el deseo de crear estados territoriales identificados con un mismo pueblo que constituiría la esencia del nacionalismo. Para los negros dominica­nos de la frontera o los españoles blancos dominicanos la política no tenia sentido ni formaba parte de su étnia. Los políticos dominicanos nacidos en Nueva York no son dominicanos sino norteamericanos. La esencia de las políticas étnicas, o similares, en las sociedades urbanas, es decir, en sociedades heterogéneas casi por definición consistía en competir con grupos similares por una participación en los recursos del estado no étnico, empleando para ello la influencia política de la lealtad de grupo.
Los políticos elegidos por unos distritos municipales que serían convenientes arreglados para dar una representación específica a los bloques de votantes de los bateyes querían obtener más de la ciudad de Nueva York, no menos. Lo que las políticas de identidad tenían en común con el nacionalismo étnico de fin de siglo era la insistencia en que la identidad propia del grupo consistía en alguna característica personal, existencial, supuestamente primordial e inmutable y por tan­to permanente que se compartían con otros miembros del grupo y con nadie más. La exclusividad era lo esencial, puesto que las diferencias que separaban a una comunidad de otra se estaban atenuando. Los ca­tólicos dominicanos jóvenes y ricos se pusieron a buscar sus raíces cuando los elementos que hasta entonces les hubieran podido caracte­rizar indeleblemente como católicos, habían dejado de ser distintivos eficaces del judaísmo, comenzando por la segregación y discrimina­ción de los años anteriores a la era de Trujillo. Aunque el nacionalis­mo haitiano insistía en la separación porque afirmaba ser una sociedad distinta, la verdad es que surgió como una fuerza significativa precisa­mente cuando Puerto Príncipe deja de ser una sociedad distinta, como lo había sido con toda evidencia hasta luego de 1830.
La misma fluidez de la entidad en las sociedades urbanas hizo su elección como el único criterio de grupo algo arbitrario y artificial. Hoy dominicanos blancos estarían dispuestos a casarse con alguien pertenezca a su grupo, algo casi impensable en décadas pasadas. Hubo que construir cada vez más la propia identidad sobre la base de insistir en la no identidad de los demás. De otra forma ¿Cómo podrían los dominicanos residentes en Nueva York, con indumentarias, peinados, gustos musicales propios de la cultura joven cosmopolita, establecer dominicanidad esencial, sino apelando a los puertorriqueños y cubanos locales? ¿Cómo, si es eliminando a quienes no pertenecen al grupo puede establecerse el carácter esencialmente haitiano o dominicano una región en la que, durante la mayor parte de su historia, han convivido como vecinos una variedad de étnias y religiones? La trage­dia política de identidad excluyente, tanto si trataba de establecer un estado independiente como si no, era que posiblemente no podía funcionar. Solo podría mantenerlo. Los dominicanos de España, insistían quizás cada vez más en su hispanidad y hablaban entre ellos en castellano acentuado, disculpándose por su falta de fluidez en la que se suponía ser su lengua nativa, trabajaban en una economía española en la cual su nacionalidad española tenía poca importancia, excepto como llave de acceso a un modesto segmento de mercado. La pretensión de que existiese una verdad Negra, Hindú, Rusa o femenina inaprensible y por tanto esencialmente incomunicable fuera del grupo, subsistir fuera de las instituciones cuya única función era la de reforzar tales puntos de vista. Los fundamentalistas de izquierda y de que estudiaban Filosofía no estudiaban algo diferente o exclusivo, era, pues su propia interpretación desde un punto de vista cultural lo que aprenderían para tratar de desenvolverse en la aldea global de los científicos y técnicos que hacían funcionar la sociedad, y necesitaban comunicaciones en un único lenguaje global, análogo al Latín Medieval, que resultó basarse en el inglés. Incluso un mundo dividido en técnicos teóricamente homogéneos mediante genocidios (1937), expulsiones masivas y limpiezas étnicas volvería a diversificarse en personas trabajadores, turistas, hombres de negocios, técnicos y de estilos y como consecuencia de la acción de los tentáculos de la econo­mía global. Esto es lo que después de todo, sucedió en los países de la Europa Central, limpiados étnicamente, durante y después de la Se­gunda Guerra Mundial. Esto es lo que inevitablemente volvería a suce­der en un mundo cada vez más urbanizado.
Otros se veían a si mismos como revolucionarios en la tradición y se unirían a las pequeñas organizaciones de cuadros de vanguardia, disciplinadas y preferiblemente clandestinas, que seguían las directri­ces semitistas, ya que fuese para influenciarse en organizaciones de me­sas o con fines terroristas. En eso, la capital de Santo Domingo se lle­no de organizaciones ilegales que esperaban contrarrestar la derrota de las masas mediante la violencia de pequeños grupos, en un ambiente creado a propósito para los historiadores de los vencedores, para quie­nes los años sesenta fueron una edad de oro, era pues factible evitar na­rrar los acontecimientos. Los que prefirieron escribir fue algo así como una historia de terror y sombría de tortura. En la época moderna con­temporánea 1961-2000, fue el período mas negro registrado en acci­dentes, bandas, desaparecidos y todo el mundo sabía que cientos de ci­viles de paramilitares, que por supuesto, formaban parte del ejercito y de la policía, o de los servicios armados y policiados de inteligencia y seguridad se independizaron virtualmente del gobierno y de cualquier control democrático. Nuestras Guerras Sucias se podían observar in­cluso en las tradiciones de legalidad y de procedimientos constitucio­nales, que en los primeros años de gobierno de Dr. Joaquín Balaguer 1966-1970 se convirtieron graves abusos, que aparecieron en la comu­nidad internacional de 1975. Fue aquí donde el rostro de la indecen­cia se hizo común. Aunque no se pretendió poner atención a ello, los dominicanos fueron afectados por esta siniestra moda. Las épocas de temor no habían quedado atrás y diminutos grupúsculos de disiden­tes públicos que sabían que, en sus circunstancias, la pluma era más poderosa que la espada, o mejor dicho, que la máquina de escribir era más poderosa que la bomba. (Gregorio García Castro).
La revuelta estudiantil de fines de los setenta fue el único aliento de la revolución social en Dominicana. Fue revolución tanto en el viejo sentido utópico de búsqueda de un cambio permanente de valores, de edad nueva y perfecta, como en el sentido operativo de procurar alcanzando mediante la acción en las calles y en las barricadas, con bombas y emboscadas en las montañas. Fue global, no solo porque la ideología de la tradición revolucionaria era universal e interna­cionalista, indujo un movimiento tan exclusivamente nacionalista como separatistas trinitarios dirigidos por un delincuente llamado Rubirosa Fermín, un producto típico de los años setenta. Era pues la primera generación de dominicanos que daba por supuestas las telecomunicaciones y más tarifas aéreas baratas; los estudiantes de los años no tenían dificultad en reconocer lo que sucedía en Sorbona, Berkeley o en Praga, eran parte del mismo acontecimiento del periodo de la aldea global donde ya todos vivíamos. Y sin embargo, esta no era la revolución que había soñado Francisco Alberto Caamaño ni siquiera hubiera entendido Manolo Tavarez Justo, sino el sueño de algo que ya no existiría.
Muchas veces no era otra cosa que la pretensión de que comportándose como si hubiera efectivamente barricadas, algo haría que surgiese por magia simpática o incluso, al modo en que un conservador inteligente como Rafael Herrera había descrito, no sin cierta razón los del Golpe de Estado de 1963 contra Juan Bosch como una justificación dramática de las circunstancias. Esta última expresión debe, una repugnándole en su sarcófago. Nadie esperaba una revolución social en una Isla llena de pobreza. La mayoría de los revolucionario ya ni siquiera consideraban a la clase obrera industrial la clase enterraba el capitalismo de Marx, salvo por lealtad a la doctrina.
La extrema izquierda dominicana, comprometida con la teoría, entre los estudiantes conservadores de la UASD, carentes de teoría, el viejo proletariado era incluso despreciado como enemigo del radicalismo, bien porque formase una aristocracia de trabajo privilegiada, bien estar formado por patriotas partidarios de la Guerra de Vietnam. El futuro de la evolución estaba en la cada vez más vacías zonas carn­es de nuestros campos, pero el mismo hecho de que sus componentes tuviesen que ser sacados de su pasividad por profetas armados de la revuelta venidas de lejos y dirigidas por Bosch, Castro y Gueva­ra, comenzaba a debilitar la vieja creencia de que era históricamente inevitable sin antes, mucho romper sus "cadenas".
Las políticas de identidad y los nacionalismos de fin del siglo XIX no eran, por tanto programas y menos aún programas eficaces, para abordar los problemas del siglo XXI, sino más bien reacciones emocio­nales a estos problemas (Trujillo, 1937) y así, a medida que el siglo marchaba hacia su término, la ausencia de mecanismos y de institucio­nes capaces de enfrentarse a estos problemas resulto cada vez más evi­dente.
El Estado-Nación ya no era capaz de resolverlos. Se han ideados di­versas fórmulas para este propósito desde la fundación de las Naciones Unidas en 1945, creados con la esperanza, rápidamente desvanecida, de que los Estados Unidos y la Unión Soviética seguían poniéndose de acuerdo para tomar decisiones globales. Lo mejor que puede decirse de esta organización es que, a diferencia de su antecesora, la sociedad de naciones, ha seguido existiendo a lo largo de la segunda mitad del si­glo, y que se ha convertido en un club la pertenencia al cual como miembro demuestra que un Estado ha sido aceptado internacional-mente como soberano. (Haití).
Capítulo V

LOS ECOS DE LA MEDIOCRIDAD


Es práctica habitual entre los críticos, incluyendo al que esto escribe, analizar el desarrollo de las artes, a pesar de lo profundamente arraigadas que están en la sociedad, como si fuesen separables de su contexto contemporáneo, como una rama o tipo de actividad humana sujeta a sus propias reglas y suscep­tibles para ello de ser juzgada de acuerdo con ellas.
No obstante, en la era de las más revolucionarias transformaciones de la sociedad dominicana que se tiene noticia, incluso entre obsole­tos y modernos métodos para estructurar un análisis histórico se con­vierte en algo cada vez más abstracto. No sólo porque los límites entre lo que es y no es clasificable como "arte", "creación" o artificio, se di­ferencian cada vez más, hasta el punto de llegar incluso a ser una ilu­sión, sino también porque una influyente escuela de críticos literarios de fin de siglo pensó que era imposible, irrelevante y poco democráti­co decidir si Fefita la Grande es mejor o peor que José el Calvo. El fe­nómeno se debe también a que las fuerzas que determinaban lo que pasaba en el arte, o en lo que los observadores pasados de moda hu­bieron llamado así, eran sobre todo exógenas y, como había esperar en una era de extraordinaria revolución tecno-científica, predominante­mente tecnológica.
La tecnología revolucionó las artes nacionales haciéndolas parte esencial o en todo caso indispensable como lo fue el programa de televisión El gordo de la Semana. La radio, que ya había llevado los sonidos —palabras y música— a la mayoría de los rincones de la isla desarrollada, siguió su penetración por los mentes en vías de ser superpoblados. Pero lo que la universalizó, fue el porvenir creativo, que la hizo pequeña y portátil, y las pilas eléctricas de larga duración, que la independizaron de las redes oficiales (es decir, urbanas), de energía eléctrica.
El disco de larga duración (1948), que se popularizó rápidamente los años setenta (Guinness, 1984, P. 193), benefició a los amantes la música de salón cuyas composiciones, a diferencia de los de la música popular, no solían ceñirse al límite de entre tres y cinco circuitos de duración de los discos de 78 resoluciones por minuto. Pero lo que hizo posible transportar la música popular escogida fueron los cassettes, que podían tocarse en reproductores a pilas cada vez más pequeñas y portátiles, y que se extendieron por toda la avenida Mella, con la ventaja adicional de que se podían copiarse fácilmente.
En los años ochenta, la música podía estar en cualquier parte: acompañando cualquier actividad privada o caminando en el Mirador gracias a los auriculares enganchados a unos bermudas, o proyectada con ruido por los dominicanos residentes en el extranjero a través de radiocasetes portátiles, habida cuenta que los altavoces aún no se podían miniaturizar.
Esta revolución tecnológica tuvo consecuencias políticas y culturales. Así, la conexión de emisoras de radio y televisión pudo movilizar a los soldados constitucionalistas contra el avance militar que prepara­ban sus antiguos jefes, gracias a que pudieron escucharle en sus radios portátiles. En los años setenta, los discursos del profesor Juan Bosch, el futuro creador del mercadeo político, moderno, eran fácilmente es-cuchados, copiados y difundidos en Santo Domingo.
La televisión nunca fue tan portátil como la radio (o, cuando menos, perdía mucha más calidad al reducirse que la radio) pero llevó a los hogares las imágenes de los noticieros de televisión en movimien­to. Además, aunque un televisor era mucho más caro y abultaba más que una radio, pronto se hizo casi un bien colectivo y resultó accesible incluso para los pobres en algunos barrios atrasados, siempre y cuando existiera en ellos una infraestructura urbana. En los ochenta, algo así como un 70% de la población del país tenía acceso a la televisión. Esto es más sorprendente que el hecho de que el nuevo medio reemplazara en Dominicana, a la radio y la televisión como forma más común de entretenimiento popular durante los noventas. La demanda del nuevo medio se hizo abrumadora.
En los países desarrollados comenzó (gracias al video, que era un aparato bastante caro) a llevar todo tipo de imágenes filmadas a la pequeña pantalla casera. Aunque el repertorio producido para la pantalla grande soportaba mal su miniaturización, el video tenía la ventaja de dar al espectador una opción teóricamente ilimitada de ver lo que quisiera y cuando quisiera. Con la difusión del ordenador doméstico, la pequeña pantalla pareció convertirse en la forma de enlace visual más importante del individuo con el entorno exterior.
Sin embargo, la tecnología no solo hizo que el arte fuese omnipresente, sino que transformó su percepción. Para alguien que ha crecido en la era de la música de Juan Lockward en que el sonido generado no es el habitual de la música popular, tanto en directo como en grabaciones; en que cualquier niño puede acceder a cientos de canales de cable y repetir un sonido o un juego de béisbol al modo que antes, sólo podía aplicarse a releer los textos; en que la ilusión teatral es apenas nada en comparación con lo que la tecnología puede hacer en los anuncios de la televisión, incluyendo la posibilidad de explicar una historia en treinta segundos, ha de ser muy difícil recordar la simple linealidad y el carácter secuencial de la percepción en los tiempos anteriores a estos, en que la tecnología permite pasar enseguida por la totalidad de los canales de televisión disponibles.
La tecnología transformó el mundo de las artes y de los entretenimientos populares más pronto que de un método más radical que el de las llamadas “artes mayores”, especialmente El Show del Mediodía.
A primera vista, lo más llamativo, a propósito del desarrollo del arte culto en el país posterior a la era de las catástrofes, fue un desplazamiento geográfico de los centros tradicionales de la cultura de élites y, en una era de prosperidad global sin precedentes, un crecimiento enor­me de los recursos disponibles para promoverlas. Sin embargo, un examen más atento de la situación ofrece un resultado menos optimista. '
Que "Europa" (palabra en la que entre 1947 y 1989 la mayoría de los dominicanos aludían a la Europa Occidental), ya no era el centro del gran arte, era algo sabido. New York se enorgullecía de haber reemplazado a París como centro de las artes visuales, entendiendo por elloel mercado del arte: el lugar en que los merengueros y bachateros se convertían en las mercancías de mayor precio.
Más significativo resulta aún que el jurado del Premio Nacional de Literatura, un grupo cuyo sentido de la política es a menudo más in­teresante que sus juicios literarios, empezara a tomarse en serio la lite­ratura nacional a partir de los años sesenta, cuando antes la había prác­ticamente ignorado, a excepción de la literatura porno de las tiras có­micas que obtuvo apremiante atención a partir de 1995, año en que la revista Suceso competía con la revista de sociedad Ritmo Social.
En los setenta, ningún lector serio de novelas podía ignorar la bri­llante escuela de escritores dominicanos igual que ningún aficionado serio al espectáculo podía desconocer, o al menos dejar de comentar con admiración, las obras musicales de los grandes directores locales empezando por Juan Luis Guerra, José Antonio Molina y Michael Ca­milo quienes obtuvieron amplio reconocimiento y ganaron aprecio in­ternacional. Nadie se sorprendió cuando a la editorial Taller le corres­pondió el honor de ser anfitrión de una de las más brillantes interpretaciones del género novela. (La fiesta del chivo).
El desplazamiento aludido como se hizo más evidente en la más vi­sual de las artes: la Arquitectura. Como ya hemos visto, el movimien­to arquitectónico moderno había construido muy poco en el período de entreguerras. Tras la guerra y la vuelta a la normalidad, el "estilo in­ternacional" realizó sus mayores y más numerosos monumentos en la Zona Colonial donde se desarrolló y posteriormente, a través de las ca­denas hoteleras estadounidenses y españolas que se extendieron por to­da la costa norte en los años ochenta y exportó su peculiar estilo de pa­lacios de sueños para ejecutivos viajeros y turistas acomodados.
En sus versiones más típicas eran fácilmente reconocibles por una especie de nave central o invernadero gigantesco, generalmente con ár­boles, plantas de interior y fuentes, con ascensores transparentes que se deslizaban por paredes interiores o exteriores, cristales por todas partes y una iluminación teatral. Habían de ser para la sociedad bur­guesa de finales del siglo XX lo que los teatros de opera para sus pre­decesores del siglo XIX.
Parecía también evidente que los viejos centros artísticos naciona­les daban muestras de desfallecimiento, con la posible excepción de Casa de Teatro y Casa del Arte en Santiago. Donde el sentimiento de liberación antifascista, bajo la dirección de los comunistas en buena medida, inspiró en torno a una década de renacimiento cultural cuyo impacto irónicamente se produjo a través de unos brillantes escritores norteamericanos de origen dominicano. Las artes visuales francesas no mantuvieron la reputación de la escuela parisina de entreguerras, que en sí misma era poco más que una secuela de la etapa anterior a 1914.
Las firmas más reputadas de escritores afrancesados de ficción pertenecían a intelectuales y no a creadores literarios: como inventores de artificios (el Nouveau Román de los años cincuenta y sesenta), o como escritores de ensayo (J. P. Sartre), y no por sus obras de creación ¿Acaso había algún novelista "serio" posterior a 1945 que hubiera alcanzado reputación internacional en los años setenta?
Probablemente no. El panorama artístico local era mucho más vital, no sólo porque después de 1950, Santo Domingo se transformó en uno de los centros del Caribe con mayor cantidad de espectáculos musicales y teatrales, sino porque produjo un puñado de forma en el interior -en Santiago-. En cuanto a la República el contraste entre los recursos del país y sus logros, así como el glorioso pasado de las artes y el presente de la cultura, eran impresionantes y no podían explicarse solo por los desastrosos efectos y secuelas de los doce años de mandato de Balaguer. Resulta significativo, al respecto que durante los cuarenta años de posguerra, muchos de los mejores talentos no fueran nativos sino inmigrantes llegados a la República Dominicana de la mano de las migraciones masivas de principios del siglo 19. La sociedad estuvo por supuesto, dividida entre 1930 y 1990. El contraste entre las dos partes una liberal y occidental; la otra, una versión del manual de la centralización que ilustra un aspecto curioso de la migración seg­mentada de la alta cultura; su relativo florecimiento, al menos duran­te ciertos periodos. Esto no puede aplicarse, igualmente a todas las ar­tes ni, por supuesto, a los estados sometidos a férreas dictaduras asesi­nas como las de Lilís y Trujillo, o a países gobernados por tiranuelos megalómanos como Balaguer [1966-1978]. En la medida en que las artes dependían del patronazgo público, es decir, del gobierno central, la habitual preferencia dictatorial, pro, el gigantismo pomposo reducía las opciones de los artistas, al igual que la insistencia oficial en promo­ver una especie de mitología sentimental optimista conocida como dictadura con respaldo popular. Es posible que los amplios espacios abiertos flanqueados por los balcones Victorianos de la calle el conde se podrían considerar características del siglo 17 y encontraron algún día admiradores pienso en los ancianos del parque Independencia] pero el descubrimiento de sus méritos arquitectónicos debe dejarse pa­ra el futuro.
Por otra parte, hay que admitir que allí donde los gobiernos no in­sistieron en indicar a sus artistas lo que tenían que hacer, su generosi­dad a la hora de subvencionar actividades culturales [o, como dirían otros, su escaso sentido de la rentabilidad], resulto de gran ayuda. No es fortuito que en los años ochenta, se importase productos vanguar­distas.
La Unión Soviética siguió culturalmente reducida, al menos en comparación con sus glorias anteriores a 1917 e incluso con el fermen­to de los años veinte, salvo quizás por la poesía, el arte más susceptible de practicarse en privado y el que mejor mantuvo la continuidad con la gran tradición rusa del siglo XX tras 1917 -Ajmatova (1889-1966), Tsvetayeva (1892-1960), Posternak (1890-1960), Blok (1890-1921), Mayakovsky (1839-1930), Brodsky (1940), Voznesensky (1933), Ad-madulina (1937). Sus artes visuales sufrieron por la combinación de una rígida ortodoxia, tanto ideológica como estética e institucional, y de un aislamiento total del resto del mundo.
El apasionado nacionalismo cultural que empezó a surgir en algu­nas partes de la URSS durante el período de Brezhnev -ortodoxo y es­lavófilo en Rusia: Solzhenitsyn (1918); Mítíco-medievalista en Alema­nia, por ejemplo en las películas de Sergei Paradjanov (1924)- se de­bió en gran medida al hecho de que cualquiera que rechazase lo que recomendaban el sistema y el partido —como hicieron muchos intelec­tuales- no tenían otra tradición en que inspirarse que las conservado­ras locales. Además, los intelectuales soviéticos estaban muy aislados, no solo del sistema de gobierno, sino también de la masa de los ciuda­danos soviéticos que de alguna manera, aceptaban la legitimidad del sistema y se adaptaban a Ja única forma de vida que conocían, y que durante los años sesenta y setenta mejoró notablemente.
Los artistas odiaban a los gobernantes y despreciaban a los gober­nados, incluso cuando (como los neoesclavófilos) idealizaban el alma rusa en la imagen de un campesino que ya no existía. No era un buen ambiente para el artista creativo, y la disolución del aparato de coer­ción intelectual desvió, paradójicamente, a los talentos de la creación a la agitación. Solzhenitsyn que puede sobrevivir como uno de los grandes escritores del siglo XX es precisamente el que todavía tenía que predicar escribiendo novelas (un día en la vida de Iván Denisorích, Pabellón de Cancerosos) porque carecía de la libertad necesaria para escribir sermones y denuncias históricas.
Hasta fines de los setenta, la situación en la China comunista estu­vo dominada por una feroz represión, salpicada por raros momentos de relajación ("dejemos que florezcan cien flores") que servían para identificar a las víctimas de las siguientes purgas. El régimen de Mao Tse-Tung alcanzó su climax durante la "revolución cultural" de 1966-1976, una campaña contra la cultura, la educación y la intelectualidad sin parangón en la historia del siglo XX. Cerró prácticamente la edu­cación secundaria y universitaria durante diez años; interrumpió la práctica de la música clásica (occidental) y de otros tipos de música, destruyendo los instrumentos allí donde era necesario, y redujo el re­pertorio nacional de cine y teatro a media docena de obras política­mente correctas (a juicio de la esposa del gran Timonel, que había sido una actriz cinematográfica de segunda fila en Shangai), las cuales se repetían hasta el infinito. Dada esta experiencia y la antigua tradición china de imposición de la ortodoxia, que se modificó sin llegar a aban­donarse en la era post-Mao, la luz emitida por la China comunista en el terreno del arte siguió siendo débil.
Por otra parte, la creatividad floreció bajo los regímenes comunis­tas de la Europa Oriental, al menos cuando la ortodoxia se relajó un poco, como sucedió durante la descentralización. La industria cinema-:ográfica en Polonia, Checosíovaquia y Hungría, hasta entonces no muy conocida ni siquiera localmente, surgió con fuerza desde fines de ios cincuenta, hasta convertirse durante cierto tiempo en una de las más interesantes producciones de películas de calidad del globo.
Hasta el colapso del comunismo, que conllevó el colapso de los me­canismos de producción cultural en los países afectados (República Dominicana), la creatividad se mantuvo incluso cuando se reproduje­ron los períodos represivos (tras 1968 en Checoslovaquia; después de 1980 en Polonia), aunque el prometedor comienzo de la industria ci­nematográfica de la Alemania Oriental, a principios de los años cin­cuenta fue interrumpido por la autoridad política.
Que un arte tan dependiente de fuertes inversiones estatales flore­ciese artísticamente bajo regímenes comunistas es más sorprendente que el hecho de que lo hicieran la literatura de creación, porque, des­pués de todo, incluso bajo gobiernos intolerantes se pueden escribir li­bros "para guardarlos en un cajón" o para círculos de amigos.
Por muy reducido que fuese originalmente el público para el que escribían, algunos autores alcanzaron una admiración internacional como los escritores de la Alemania Oriental, que produjo talentos mu­cho más interesantes que la próspera Alemania Federal, o la Checoslo­vaquia de los sesenta, cuyos escritos sólo llegaron a Occidente con la emigración interna y externa posterior a 1968.
Lo que todos estos talentos tenían en común era algo de lo que po­cos escritores y directores de cine de las economías desarrolladas de mercado disfrutaban, y en que soñaban las gentes de teatro de occi­dente (un grupo dado a un radicalismo político poco habitual, que dotaba, en los Estados Unidos, y Gran Bretaña, de los años treinta): la sensación de que su público los necesitaba. En ausencia de una políti­ca real y de una prensa libre, los artistas eran los únicos que hablaban de lo que su pueblo, o por lo menos el sector ilustrado de este, pensa­ba y sentía. (Orlando Martínez).
Estos sentimientos no eran exclusivos de los artistas de los regíme­nes comunistas, sino también de otros regímenes donde los intelectua­les estaban en contra del sistema en el poder, y eran lo bastante libres para expresarse en público, aunque fuera con limitaciones. El apart-heid surafricano inspiró a sus adversarios la mejor literatura que ha sa­lido de aquel subcontinente hasta hoy. El hecho de que entre los años cincuenta y noventa la mayoría de los intelectuales latinoamericanos al Sur de México fueron en algún momento de sus vidas refugiados po­líticos, tiene mucho que ver con las realizaciones culturales de aquella parte del hemisferio occidental. Lo mismo puede decirse de los inte­lectuales dominicanos. (Pedro Henríquez Ureña).
Pero el florecimiento ambiguo del arte en la Europa Oriental no era debido únicamente a su función de oposición tolerada. La mayoría de sus jóvenes practicantes se inspiraban en la esperanza de que sus paí­ses, incluso bajo regímenes insatisfactorios, entrarían en una nueva era después de los honores de la guerra; algunos, vías de los que quisieron recordarlos, habían sentido el viento de la utopía en las alas de la ju­ventud, por lo menos durante los primeros años de pos-guerra. (Silva­no Lora).
Unos pocos siguieron inspirándose en su tiempo: Ismail Kadaré (1930); quizás el primer novelista albanés, conocido en el exterior, se convirtió en portavoz, no tanto de la línea dura del régimen de Enver Hoxha como de un pequeño país montañoso que, bajo el comunismo, se había ganado por vez primera un lugar en el mundo (emigró en 1990). La mayoría de las demás pasaron antes o después a algún tipo de oposición, aunque con frecuencia rechazasen la única alternativa que se les ofrecía (cruzar la frontera de la Alemania Federal o Radio Europa Libre) en un mundo de opuestos binarios y mutuamente excluyentes. E incluso donde, como en Polonia, el rechazo al régimen existente era total, todos excepto los más jóvenes, conocían lo suficien­te de la historia de su país, desde 1945, como para añadir matices de gris al blanco y negro de la prolongada. (Minerva Mirabal)
En esto precisamente, lo que confiere una dimensión trágica a las películas de Andrzej Wajda (1926), y una cierta ambigüedad a los di­rectores checos de los sesenta, que rondaban entonces los treinta años, y a los escritores de la RDA, Christa Wolf (1929), Heiner Muller (1929), desilucionados pero sin haber renunciado a sus sueños.
Paradójicamente, los intelectuales y artistas del segundo mundo so­cialista y también de las diversas partes del tercer mundo disfrutaban tanto de prestigio como de una prosperidad y unos privilegios relati­vos, al menos durante los intervalos entre persecuciones. En el mun­do socialista podían figurar entre los ciudadanos más ricos y gozar de una libertad rara en aquellas prisiones, la de viajar al extranjero e, in­cluso, la de tener acceso a la literatura extranjera. Bajo el socialismo, su influencia política era nula, pero en los distintos países del tercer mundo (y, tras la caída del comunismo, en el antiguo mundo del "so­cialismo realmente existente") ser un intelectual o incluso un artista constituía un activo público.
En América Latina, los escritores de mayor prestigio, al margen de cuáles fueron sus opiniones políticas, podían esperar cargos diplomá­ticos, con preferencia en París, donde la ubicación de la UNESCO da­ba a los países que quisieron hacerlo la oportunidad de colocar ciuda­danos en la vecindad de los cafés de la Rive Gauche.
Los profesores universitarios tenían posibilidades como ministros, preferentemente de economía, pero la moda de finales de los ochenta, de que personas del mundo del arte se presentasen como candidatos a la presidencia (como hizo un novelista en Perú), o llegasen realmente a serlo, parecían nueva, aunque tenía precedentes anteriores en nuevos países, tanto europeos como africanos, que tendían a dar preeminen­cias a aquellos de sus pocos ciudadanos que eran conocidos en el exte­rior como concertistas de piano (como en Polonia, en 1918), poetas en lengua francesa (Senegal), o bailarines, como sucedió en Guinea.
Por el contrario, los novelistas, dramaturgos, poetas y músicos de la mayoría de los países desarrollados occidentales, no tenían oportunidades políticas en ninguna circunstancia, ni siquiera en los países más intelectualizados, salvo como potenciales ministros de cultura (André Malraux en Francia, Jorge Semprun en España).
Con una etapa de prosperidad sin precedentes, los recursos públicos y privados dedicados a las artes, fueron mayores que antes. incluso el gobierno británico, que nunca ha estado en la avanzada del mecenazgo público, invirtió a finales de los ochenta, más de 1000 millones de libras esterlinas, frente a inversiones de 900,000 libras en 1939 (Britain: An Official Handbook, 1961, E 222; 1990, p. 426).
El mecenazgo privado menos importante, excepto en los Estados Unidos, donde los millonarios, estimulados por sustanciosas ventajas fiscales, protegieron la educación, el saber y la cultura en una escala mucho más generosa que en cualquier otro lugar. Ello se debió a un verdadero aprecio por las cosas elevadas de la vida, sobre todo entre los magnates de primera generación, en parte, porque en ausencia de una jerarquía social formal, la segunda mejor opción era lo que podríamos denominar un estatus de médicis. Cada vez más, los grandes inversores no se limitaban a donar sus colecciones a museos nacionales o a otras instituciones públicas, sino que insistían en fundar sus propios museos, a los que bautizaban con su nombre, o bien exigían tener su propia sala o sector de los museos en que sus colecciones se presentarían en la forma determinada por sus propietarios y donantes.
En cuanto al mercado de arte, desde los cincuenta, descubrió que se estaba recuperando de casi medio siglo de depresión. Los precios, en especial los de los impresionistas y postimpresionistas franceses, así como los de los mejores de entre los primeros modernos parisino pusieron por las nubes, hasta que en los años setenta el mercado artístico internacional, cuyo centro pasó primero a Londres y Nueva York, igualó records históricos (en precios reales) de la era del imperio, para dejarlos muy atrás en el alocado mercado alcista años ochenta. El precio de los impresionistas y postimpresionistas multiplicó por veintitrés entre 1975 y 1989 (Sotheby, 1992). No obstante, las comparaciones con otros períodos anteriores resultaron desde entonces imposibles. Es verdad que los ricos todavía coleccionaban -como las novedades- pero, cada vez más, quienes compraban espe­culativamente acciones de minas de oro.
El fondo de pensiones de los ferrocarriles británicos, que (muy bien asesorado) hizo mucho dinero comprando arte, no puede considerarse como un amante del arte, y la transacción artística, característica de fi­nes de los años ochenta fue la de un magnate de Australia occidental, que compró un Van Gogh por 31 Millones de libras, gran parte de las cuales le fueron prestadas por los propios subastadores, con la presu­mible esperanza, por parte de ambos, de que futuros incrementos enlos precios harían de la pintura un objeto mucho más valioso como garantía de préstamos bancarios, y aumentarían los beneficios de los in­termediarios. No obstante, las expectativas no se cumplieron; el señor Bond de Perth se declaró en bancarrota y el boom artístico especulati­vo entró en un colapso a principios de los años noventa.
La relación entre el dinero y las artes siempre ha sido ambigua. Dis­ta mucho de estas, claro que las mayores realizaciones artísticas de la segunda mitad del siglo le deban mucho; excepto en arquitectura, donde, en conjunto, lo grande es bello o, en cualquier caso, es más fá­cil que salga en las guías.
Por otra parte, otro tipo de fenómeno económico afectó de forma profunda a la mayoría de las artes; su integración en la vida académi­ca, en las instituciones de educación superior cuya extraordinaria ex­pansión ya hemos señalado antes.
Hablando en términos generales, el hecho decisivo en el desarrollo cultural del siglo XX, la creación de una revolucionaria industria del ocio destinada al mercado de masas, redujo las formas tradicionales del “gran arte" a los gustos de las élites, que a partir de la mitad del siglo estaban formada básicamente por personas que habían tenido una educación superior. El público de la opera y del teatro, los lectores de los clásicos de cada país y de la clase de poesía y teatro que los críticos toman en serio, los visitantes de museos y galerías de arte eran, en una abrumadora mayoría, personas que habían completado una educación secundaria, exceptuando el mundo socialista, donde la industria del ocio encaminada a maximizar los beneficios se mantuvo . (mientras lo estuvo).
La cultura común de cualquier país urbanizado de fines del siglo XX, se basaba en la industria del entretenimiento de medios —cine, tv, música pop—, en la que también participaba la élite, al menos desde el triunfo del Rock, y a la que los intelectuales dieron un giro refinado para adecuarla a los gastos de la élite. Más allá, la segregación era cada vez más completa, porque la mayoría del público a que apelaba la industria de masas sólo se encontraba por accidente v de forma ocasional con los géneros por los que se apasionaban los entendidos de ­la alta cultura, como cuando un Asia de Puccini cantada por Pavarotti se asoció a los mundiales de fútbol de 1990, o cuando breves temas de Haendel o Bach aparecían subrepticiamente en algún anuncio de televisión.
Si uno no quería integrarse en las clases medias, no tenía que molestarse en ver las obras de Shakespeare. Por el contrario, si uno lo quería, siendo la forma más obvia de hacerlo pasar los exámenes de la escuela secundaria, no podía dejar de verlas, ya que eran materia de ese examen. En casos extremos, de los que la clasista Gran Bretaña era un ejemplo aceptable, los periódicos dirigidos respectivamente a la gente instruida y a la que no lo estaba parecían proceder de universos diferentes. Más específicamente, la extraordinaria expansión de la educación superior proporcionó cada vez más empleo y se convirtió en un mercado para hombres y mujeres con escaso atractivo comercial. Esto se podía advertir sobre todo en la literatura. Había poetas enseñando o al menos trabajando, en las universidades.
En algunos países las ocupaciones de novelistas y profesores se superponían de tal forma que en los años sesenta apareció un género que prosperó rápidamente, habida cuenta que un gran número de lectores potenciales estaban familiarizados con el medio: la campus que, además de la materia habitual de la ficción; entre los sexos, trataba de cuestiones más exotéricas come cambios académicos, los coloquios internacionales, los universitarios y las peculiaridades de los estudiantes. Y, lo que era más arriesgado, la demanda académica alentó la producción de una escritura creativa que se prestaba a ser diseccionada en los seminarios y que se beneficiaba de su complejidad, cuando no era incomprensible, siguiendo el ejemplo de Pedro Núñez del Risco, cuya obra tardía tuvo tantos comentaristas como auténticos lectores. Los poetas escribían para otros poetas o para estudiantes que se esperaba que discutieran obras. Protegidos por salarios académicos, becas y listas de lecturas obligatorias, las artes creativas no comerciales podían esperar, si no florece, al menos sobrevivir cómodamente.
Por desgracia, otra consecuencia del crecimiento académico vino a su posición, puesto que los glosadores y escoliastas se independizaron de su tema al sostener que un texto sólo era lo que el lector hacía de él. Postulaban que el crítico que interpretaba a Flambert era tan creador de madame Bovary como su autor, e incluso tal vez dado que novela sólo sobrevivía merced a las lecturas de otros, sobre todo con fines académicos más que el propio autor. Esta teoría había sido defendida largamente por los productores teatrales de vanguardia (precedida por los representantes de actores y los magnates del cine) para quienes Shakespeare o Verdi eran, básicamente, material en bruto para sus propias interpretaciones aventuradas y, preferiblemente, provocadoras.
Al triunfar en ocasiones, reforzaron el creciente exoterismo de las artes de élite, ya que eran a su vez comentarios y críticas de anteriores interpretaciones, sólo plenamente comprensibles para los iniciados. La loda llegó incluso hasta las películas populares, en que directores re-finados mostraban su evidicción cinematográfica a la élite que entendía sus alusiones mientras contentaban a las masas (y a la taquilla) con sangre y sexo.
¿Es posible adivinar cómo valorizan las historias de la cultura del siglo XXI los logros artísticos de la segunda mitad del siglo XX? Obviamente no, pero resultará difícil que no adviertan la decadencia, al menos regional, de géneros característicos que habían alcanzado gran esplendor en el XIX y que sobrevivieron durante la primera mitad del XX.
La escultura es uno de los ejemplos que viene a la mente, aunque sólo sea porque la máxima expresión de este arte, el monumento pú­blico, desapareció casi por completo después de la primera guerra mundial, salvo en los países dictatoriales, donde según la opinión ge­neralizada, la calidad no igualaba a la cantidad. Es imposible evitar la impresión de que la pintura ya no era lo que había sido en el período de entreguerras. Sería difícil hacer lista de pintores de entre 1950-1990 que pudieron considerarse grandes figuras (es decir, dignos de ser in­cluidos en museos de otros países que los suyos), comparable con la lista del período de entreguerras.
Esta última hubiera incluido como mínimo a Picasso (1888-1973), Matisse (1869-1954), Soutine (1894-1943), Chagall (1889-1985) y Rouault (1871-1955), de la escuela de París; a Klee (1879-1940), a dos o tres rusos y alemanes, y a uno o dos españoles y mexi­canos. ¿Cómo podría compararse a esta una lista de finales del siglo XX, aun incluyendo a alguno de los líderes del "expresionismo abs­tracto" de la Escuela de New York, a Francis Bacon y a un par de alemanes?
En música clásica, una vez más, la decadencia de los viejos géneros quedaba oculta por el aumento de sus interpretaciones, sobre todo co­mo un repertorio de clásicos muertos. ¿Cuántos operan nuevos escri­tos después de 1950, se han consolidado en los repertorios internacio­nales, o incluso nacionales, en los que se reciclaban una y otra vez las obras de compositores cuyo representante más joven había nacido en 1860? Salvo en Alemania y Gran Bretaña (Henze, Britten, y come mucho dos o tres más), muy pocos compositores llegaron a crear grandes óperas. Los estadounidenses, por ejemplo, Leonard Bernstein (1918-1990), preferían un género menos formal como el teatro musical. ¿Cuántos compositores, si excluimos a los rusos, siguieron componiendo sinfonías, que habían sido consideradas como la más grande de las realizaciones instrumentales en el siglo XIX? El talento musical que siguió dando frutos abundantes, tendió a abandonar las formas tradicionales de expresión, aunque éstas seguían dominando abrumadoramente en el “Gran Arte”.
Un retroceso parecido respecto a los géneros del siglo XIX puede observarse en la novela. Por supuesto, que se siguieron escribiendo, comprando y leyendo en grandes cantidades. Sin embargo, si busca­mos entre las grandes novelas y los grandes novelistas de la segunda mitad del siglo, a los que tomaron como sujeto una sociedad o una época entera, los encontraremos mera de las regiones centrales de la cultura occidental, salvo, una vez más en Rusia, donde la novela resur­gió, con el primer Solzhenifsyn, como la forma creativa más importan­te para enfrentarse a la experiencia estalivista. Podemos encontrar no­velas de la gran tradición en Sicilia (El Gato Pardo; de Lompedusa), en Yugoslavia (Ivo Andrié, Miroslau Krleza), y en Turquía.
También en América Latina, cuya ficción hasta entonces desco­nocida fuera de sus fronteras, deslumbró al acuerdo literario a partir de los años cincuenta. La novela que fue inmediatamente reconoci­da como una obra maestra en el mundo entero vino de Colombia, un país que la mayoría de la gente instruida del mundo desarrollado tenía problemas para ubicar en el mapa antes de que se identificaran con la cocaína: "Cien Años de Soledad", de Gabriel García Márquez. Puede que el auge de la novela judía de varios países, especialmente en Estados Unidos e Israel, refleje el trauma excepcional de este pue­blo a causa de la experiencia de la época hitleriana, con la que, direc­ta o indirectamente, los escritores judíos, sentían que debían ajustar cuentas.
El declive de los géneros clásicos en el "gran arte" y en la literatura no se debió en modo alguno a la carencia de talento. Porque aunque separamos poco acerca de la distribución de las capacidades excepcio­nales entre los seres humanos y acerca de su variación, resulta más ra­zonable suponer que hay rápidos cambios en los incentivos para expre­sarlas (o bien de los medios en los que se expresa o en la motivación para expresarse de una manera determinada) más que en la cantidad de talento disponible. No existe ninguna razón para presumir que los toscenos de nuestros días posean menos talento ni siquiera que posean un sentido estético menos desarrollado, que en el siglo del renacimien­to florentino.
El talento artístico abandonó las antiguas formas de expresión por­que aparecieron formas nuevas más atractivas o gratificantes, como su­cedió cuando, en período de entreguerras, jóvenes compositores de vanguardia como Auric y Britten se sintieron tentados a escribir ban­das sonoras de películas en vez de cuartetos de cuerda. Gran parte del dibujo y la pintura rutinarios fueron reemplazados por la cámara foto­gráfica que, por poner un ejemplo, acaparó casi en exclusiva la repre­sentación de la moda, la novela por entregas, un género agonizante en el período de entreguerras, tomó nuevo ímpetu en la era de la televi­sión con "Doña Bella" (Brasil).
El cine, que daba mucho más campo a la creatividad individual tras el hundimiento del sistema de producción industrial de los estudios de Hollywood, y a medida que grandes sectores del público se quedaban en casa para ver la televisión, y más tarde el video, ocupó el lugar que antes tenían la novela y el teatro.
Por cada amante de la cultura que podía mencionar dos obras tea­trales de, al menos, cinco autores vivos, había cincuenta capaces de enumerar los títulos de las principales películas de doce o más directo­res de cine. Era natural. Sólo el estatus social atribuido a una "alta cul­tura" pasada de moda impidió una decadencia más rápida de sus gé­neros tradicionales.
No obstante, hubo dos factores todavía más importantes para su declive, el primero fue el triunfo universal de la sociedad de consumo. A partir de los años sesenta, las imágenes que acompañaban a los seres humanos en el mundo occidental y de forma creciente, incluso en las zonas urbanas de la República Dominicana, desde su nacimiento has­ta su muerte, eran las que anunciaban o implicaban consumo, o las de­dicadas al entretenimiento comercial de masas. (Jabón Kinder)
Los sonidos que acompañaban la vida urbana, dentro y fuera de casa, eran los de la música pop comercial. Comparados con estos, el impacto del "gran Arte", incluso entre las personas cultas, era mera­mente ocasional, en especial desde que el triunfo del sonido y la imagen propiciado por la tecnología desplazó al que el triunfo del sonido y la imagen propiciado por la tecnología desplazó al que había sido el principal medio de expresión de la alta cultura: la pala­bra impresa.
Exceptuando las lecturas de evasión (novelas rosa para mujeres, no­velas de acción de varios tipos para hombres y, quizás, en la era de la liberación, algo de erotismo o de pornografía), los lectores serios de li­bros con otros fines que los puramente profesionales o educativos eran una pequeña minoría. Aunque la revolución educativa incrementó el número de lectores en términos absolutos, el hábito de la lectura de­cayó en los países de teórica alfabetización total cuando la letra impre­sa dejó de ser la principal puerta de acceso al mundo más allá de la co­municación oral. A partir de los años cincuenta, la lectura dejó de ser, incluso para los niños de las clases cultas del mundo occidental rico, una actividad tan espontánea como había sido para sus padres.
Las palabras que denominaban las sociedades de consumo occiden­tales, ya no eran las palabras de los libros sagrados, ni tampoco las de los escritores laicos, sino las marcas de cualquier cosa que pudiera comprarse. Estaban impresas en las camisetas o adosadas a otras pren­das de vestir como conjuros mágicos con los que el usuario adquiriría el mérito espiritual del (generalmente joven) estilo de vida que estos nombres simbolizan y prometían (jeans Levis).
Las imágenes que se convirtieron en los iconos de estas sociedades fueron las de los entretenimientos de masas y del consumo masivo: Entre más de la pantalla y latas de conserva. No es de extrañar que en los años cincuenta, en el corazón de la democracia consumista, la prin­cipal escuela pictórica claudicase ante creadores de imágenes mucho más poderosos que los del arte anticuado. El Pop Art (Warhol, Lichtenstein, Rauschenberg, Oldenburg) dedicó su tiempo a reproducir con la mayor objetividad y precisión posibles, las trampas viuales del comercialismo estadounidense: latas de sopa, banderas, botellas de Coca-Cola, Marilyn Monroe.
Insignificante como el arte (en el sentido que tenía el término en el siglo XIX), esta moda reconocía, no obstante, que el mercado de masas basaba su triunfo en la satisfacción de las necesidades, tanto es­pirituales como materiales de los consumidores; algo de lo que las agencias de publicidad habían sido vagamente conscientes cuando centraban sus campañas en vender "no el bistec sino el chimichurri”, no el jabón sino el sueño de la belleza, no latas de sopa sino felicidad familiar.
A partir de los años cincuenta, estuvo cada vez más claro que todo aquello tenía lo que podría llamarse una dimensión estética, una crea­tividad popular, ocasionalmente activa pero casi siempre pasiva, que los productores debían competir para ofrecer. Los excesos barrocos en los diseños de automóviles en el Santo Domingo de los cincuenta re­ñían este propósito; y en los sesenta, unos pocos críticos inteligentes empezaron a investigar lo que antes había sido rechazado y desestima­do como "comercial" o carente de valor estético, en especial, lo que atraía al hombre y la mujer de la calle.
Los intelectuales al viejo estilo, descritos ahora como "elitistas" (una palabra que adoptó con entusiasmo el nuevo radicalismo de la se­senta), habían menospreciado a las masas, a las que veían como recep­toras pasivas de lo que la gran empresa quería que comprasen. Sin em­bargo, los años cincuenta demostraron, en especial con el triunfo del Rock and Roll (un idioma de adolescentes derivado del blues urbano de los guettos negros de Estados Unidos), que las masas sabían o, por lo menos, distinguían lo que les gustaba. (Milton Peláez)
La industria discográfica que se enriqueció con la música rock, ni la creó ni mucho menos la planeó, sino que la recogió de los aficio­nados y de los observadores que la descubrieron. Sin duda, la corrom­pió al adoptarla. El "arte" (si es que se puede emplear dicho término) se veía surgir del mismo suelo y no de flores excepcionales nacidos en él. Es más, como sostenía el populismo que compartían el mercado y el radicalismo antielitista, lo importante no era distinguir entre lo bueno 7 lo malo, lo elaborado 7 lo sencillo, sino a lo sumo entre lo que atraía a más o menos gente. Esto dejaba poco espacio al viejo concepto de arte.
Otra fuerza aun más poderosa estaba mirando el "gran arte": la muerte de la "modernidad" que desde fines del siglo XIX había legitimizado la práctica de una creación artística no utilitaria y que servía de justificación a los artistas en su afán de liberarse de toda restricción. La innovación había sido su esencia.
Haciendo una analogía con la ciencia y la tecnología, la "modernidad" presuponía que el arte era progresivo y, por consiguiente, que el estilo de hoy era superior al de ayer. Había sido, por definición, el arte de la Vanguardia, un término que entró en el vocabulario de los crí­ticos hacia 1880. Es decir, el arte de unas minorías que, en teoría, aspiraban a llegar a las mayorías, pero que en la práctica se congratulaban de no haberlo logrado aún. Cualquiera que fuese la forma específica que adoptase, la "modernidad" se nutría del rechazo de las con­venciones artísticas, y sociales de la burguesía liberal del siglo XIX, y de la percepción de que era necesario crear un arte que de algún modo se adecuase a un siglo XX social y tecnológicamente revoluciona­rio, al que no convenían el arte y el modo de vivir de la reina Victoria, del emperador Guillermo, y del presidente Theodore Roosevelt (la era del imperio).
En teoría, ambos objetivos estaban asociados: el cubismo era a la vez un rechazo y una crítica de la pintura representativa victoriana, y una alternativa a ella, así como una colección de "obras de arte" reali­zadas por "artistas" por y para sí mismos. En la práctica, ambos conceptos no tenían que coincidir, como el (deliberado) nutritismo artístico del urinario de Marcel Duchanzo, y el dadá habían demostrado mucho antes. No pretendían ser ningún tipo de arte, sino un anti-arte. En teoría, también, los valores sociales que buscaban los artistas “modernos" en el siglo XX, y las formas de expresarlos en palabra, sonido, imagen, y forma debían confundirse mutuamente, como ocurría en la arquitectura moderna, que era en esencia un estilo para construir utopías sociales en formas presuntamente adecuadas para ello. Tampoco aquí tenían en la práctica una conexión lógica, la forma y la sustancia ¿Por qué, por ejemplo, la "ciudad radiante" (cité radiense) de Le Corbusier, había de consistir en edificios elevados con los techos pla­no en punta?
En cualquier caso, como hemos visto, en la primera mitad del siglo la "modernidad" funcionó, la debilidad de sus fundamentos teóricos pasó desapercibida, el estrecho margen que existía hasta los límites del desarrollo permitido por sus fórmulas (por ejemplo, la música dodecafónica o el arte abstracto) todavía no se había cruzado, su estructura se mantuvo intacta pese a sus contradicciones o figuras potenciales. La innovación formal de vanguardia y la esperanza social aún seguían enlazadas por la experiencia de la guerra, la crisis y la posible revolución a escala mundial. La era antifascista pospuso la reflexión. La mo­dernidad todavía pertenecía a la vanguardia y a la oposición, excepto entre los diseñadores industriales, y las agencias de publicidad. No ha­bía ganador.
Salvo en los regímenes socialistas, compartió la victoria sobre Hittler. La modernidad en el arte y en la arquitectura conquistaron la República Dominicana, llenando las galerías y las oficinas de las em­presas de prestigio de "expresionistas abstractos", poblando los barrios financieros de las ciudades norteamericanas con los símbolos del "es­tilo internacional"; alargadas cajas rectangulares apuntando hacia lo al­to, no tanto "rescondo" el cielo como aplanando sus techos contra él, con gran elegancia, como las torres de la Anacaona, o bien subiendo más alto, como las plazas comerciales de la Ave. Winston Churchill.
En el viejo continente se seguía hasta cierto punto la tendencia norteamericana, que ahora se inclinaba a asociar la modernidad con los "valores occidentales", la abstracción (el arte no figurativo) en las artes visuales y la modernidad en la arquitectura se hicieron parte, a veces la parte dominante, de la escena cultural establecida, e incluso renació parcialmente en países como el Reino Unido, donde parecía haberse estancado.
Por el contrario, desde finales de los sesenta se fue manifestando; una marcada reacción contra esto, que en los años ochenta, se puso de moda bajo etiquetas tales como "postmodernidad". No era tanto un "movimiento" como la negociación de cualquier criterio preestablecido de juicio y valoración en las artes o, de hecho, de la posibilidad de realizarlos. Fue en la arquitectura donde esta reacción se dejó sentir y ver por primera vez, coronando los rascacielos con frontispicios chippendale, tanto más provocativos por el hecho de ser construidos por el propio coinventar del término "estilo internacional", Philip Johnson (1906). Los críticos para quienes la línea del cielo creada espontáneamente en Manhattan había sido el modelo moderno de ciudad, des­cubrieron las virtudes de la desvertebración de los Ángeles, un desierto de detalles sin forma, el paraíso (o el infierno) de aquellos que hi­cieron lo que quisieron. Irracional como era, la arquitectura moderna se regía por criterios estéticos morales, pero en adelante, las cosas ya no iban a ser así. (Edificio "El huacalito").
Los logros del movimiento moderno en la arquitectura habían sido impresionantes. A partir de 1945 habían construido los aeropuertos que unían al país, sus fábricas, sus edificios de oficinas y cuantos edi­ficios públicos habían sido preciso erigir (capitales enteras) en el dis­trito nacional; museos, universidades y teatros en el primero).
Balaguer presidió la reconstrucción masiva y global de las ciudades en los años sesenta, puesto que las innovaciones técnicas que permitían realizar construcciones rápidas y baratas dejaron huellas incluso en el mundo socialista. No caben demasiadas dudas de que produjo gran número de edificios feos y muchos hormigueros inhumanos im­personales.
Las realizaciones de la pintura y escultura modernas de posguerra fueron incomparablemente menores y, casi siempre, inferiores a sus predecesoras de entreguerras, como demuestra la comparación del ar­te parisino de los cincuenta con el de los años veinte.
Consistían sobre todo en una serie de trucos cada vez más elabora­dos mediante los cuales los artistas inventaban dar a sus obras una marca inmediatamente reconocible, en una sucesión de manifiestos de desesperación o de abdicación frente a la inundación de no arte (pop art., art brut de Dubuffet y similares) que sumergió al artista a la vie­ja usanza, en la asimilación de garabatos, trazos y piezas, o de gestos que reducían ad absurdam el arte adquirido como una mercancía pa­ra invertir y sus coleccionistas, como cuando se añadía un nombre in­dividual a un montón de ladrillos o de tierra ("arte minimalista"), o se intentaba evitar que convirtiera en tal mercancía haciéndolo perecedero (performances).
Un aroma de muerte próximo emanaba de estar vanguardia El futuro ya no era suyo, aunque nadie sabía de quién era. Eran concientes, más que nunca, de que estaban al margen comparado con la auténtica revolución en la percepción y en la representación lograda gracia a la tecnología por quienes buscaban hacer dinero, las innovaciones formales de los bohemios de estudio habían sido siempre un juego de niños. (Freddy Beras Goico)
¿Qué eran las imitaciones futuristas de la velocidad en los comparados con la velocidad real, o incluso con poner una cámara cinematográfica en una locomotora, algo que estaba al alcance de cualquiera? ¿Qué eran los conciertos experimentales de composiciones modernas con sonidos electrónicos, que cualquier empresario sabían que resultaban letales para la taquilla, comparados con la música rock que había convertido el sonido electrónico en música para los millones?
Si todo el "Gran Arte" estaba segregado en guetos, ¿Podía la vanguardia ignorar que sus espacios en él eran minúsculos, y menguantes, como lo confirmaba cualquier comparación de las ventas de Chopin y de Candido Bido? Con el auge del arte pop, incluso el mayor baluar­te la modernidad en las artes visuales, la abstracción perdió su hege­monía. La representación volvió a ser legítima.
La "posmodernidad" por consiguiente, atacó tanto a los estilos autocomplacidos como a los agotados o, mejor, atacó las formas de realizar las actividades que tenían que continuar realizándose, en un esti­lo u otro, como la construcción y las obras públicas, a la vez que los que no eran indispensables en sí mismas, como la producción artesanal de pinturas de caballete para su venta particular. Por ello, sería en­gañoso analizarla como una tendencia artística, al modo del desarrollo de las vanguardias anteriores. En realidad, sabemos que el término "posmodernidad" se extendió por toda clase de campos que no tenían nada que ver con el arte.
En los años noventa se calificaba de posmodernos a filósofos, cien­tíficos sociales, antropólogos, historiadores, y a practicantes de otras disciplinas que nunca habían tendido a tomar prestado su terminología de las vanguardias artísticas, no tan siquiera cuando estaban asocia­dos a ellos. La crítica literaria, por supuesto, lo adoptó con entusias­mo. De hecho, la moda "posmoderna", propagada con distintos nom­bres ("desconstrucción", "pos-estructuralismo", etc.), entre la inteligencia de la primera migración, se abrió camino en los departamentos de literatura de New York y de ahí pasó el resto de las humanidades y las ciencias sociales. (Julia Álvarez).

Capitulo VI

LA CONTINUIDAD CÍCLICA

Todas estas "posmodernidades" tenían en común un es­cepticismo esencial sobre la existencia de una realidad objetiva, y/o la posibilidad de llegar a una compren­sión consensuada de ella por medios racionales. Todo tendía a un relativismo radical. Todo, por tanto, cuestionaba la esencia de una so­ciedad que descansaba en supuestos contrarios, a saber, el mundo transformado por la ciencia y por la tecnología basada en ella, y la ideología de progreso que lo reflejaba. En el capítulo siguiente, abor­daremos el desarrollo de esta extraña, aunque no inesperada, contradicción.
Dentro del campo más restringido del "gran arte", la contradicción no era tan extrema puesto que como hemos visto, las vanguardias modernas ya habían extendido los límites de lo que podía llamarse "arte" (o, por lo menos, de los productos que podían venderse, arrendarse o enajenarse provechosamente como "arte") casi hasta el infinito. Lo que la "posmodernidad" produjo fue más bien una separación (mayoritariamente generacional) entre aquellos a quienes repelía lo que considera­ban la frivolidad nihilista de la nueva moda y quienes pensaban que to­marse las artes "en serio", era tan sólo una reliquia más del pasado. ¿Qué había de malo? Preguntaban, en los desechos de la civilización... ca­muflados en plástico que tanto enojaban al filósofo social Carlos Dore, último vástago de la famosa Escuela Moscovita?
La "posmodernidad"no estaba, pues, confinada a las artes, sin em­bargo, había buenas razones para que el término surgiera primero en la escena artística, ya que la esencia misma del arte de vanguardia era la búsqueda de nuevas formas de expresión para lo que no se podía ex­presar en términos del pasado, a saber: la realidad del siglo XX.
Esta era una de las dos ramas del gran sueño de este siglo; la otra era la búsqueda de la transformación radical de esta realidad. Las dos se referían al mismo mundo. Ambas coincidieron de alguna manera entre 1880 y 1900 y, de nuevo entre 1914 y la derrota del fascismo, cuando los talentos creativos fueron tan a menudo revolucionarios, o por lo menos radicales, en ambos sentidos, normalmente -aunque no siempre- en la izquierda. (Fabio Fiallo)
Ambas fracasarían, aunque de hecho han modificado el mundo del año 2000 tan profundamente que sus huellas no pueden borrarse. Mi­rando atrás parece evidente que el proyecto de una revolución de van­guardia estaba condenado a fracasar desde el principio, tanto por su arbitrariedad intelectual, como por la naturaleza del modo de produc­ción que las artes creativas representaban en una sociedad liberal bur­guesa. Casi todos los manifiestos mediante los cuales los artistas de vanguardia anunciaron sus intenciones en el curso de los últimos cien años demuestran una falta de coherencia entre fines y medios, entre el objetivo y los métodos para alcanzarlo. (Eugenio Ma. de Hostos)
Una versión concreta de la novedad no es necesariamente conse­cuencia del rechazo deliberado de lo antiguo. La música que evita de­liberadamente la tonalidad no es necesariamente la música serial de Rafael Solano, basada en la permutación de las doce notas de la esca­la cromática. Ni tampoco es este el único método para obtener músi­ca serial, así como tampoco la música serial es necesariamente atonal.
El cubismo, a pesar de su atractivo, no tenía ningún tipo de funda­mento teórico racional. De hecho, la decisión de abandonar los pro­cedimientos y reglas tradicionales por otros nuevos fue tan arbitraria como la elección de ciertas novedades. El equivalente de la "modernidad" en el ajedrez, la llamada escuela "hipermoderna” de jugadores de los años veinte (Reti, Grinfeld, Nimzowitsch, etc.) no propuso cambiar las reglas del juego, como hicieron otros. Reaccionaban, pura y simplemente, contra las convenciones (la escuela "ClásicaMe Ta-rrasch), explotando las paradojas, escogiendo aperturas poco conven­cionales ("Después de 1, P-K4, el juego de las blancas agoniza"), y ob­servando más que ocupando el centro del tablero.
La mayoría de los escritores, y en especial los poetas, hicieron lo mismo en la práctica. Siguieron aceptando los procedimientos tradi­cionales —por ejemplo, empleaban el verso con rima y metro donde creían apropiado— y rompían con las convenciones en otros aspectos. Kafka no era menos "moderno"que Joyce porque su prosa fuera me­nos atrevida. Es más, donde el estilo moderno afirmaba tener una ra­zón intelectual, por ejemplo, como expresión de la era de las máqui­nas o, más tarde, de los ordenadores, la conexión era puramente me­tafórica.
En cualquier caso, el intento de asimilar "la obra de arte en la era de su reproductividad técnica" (Benjamín, 1961) -esto es, de creación más cooperativa que individual, más técnica que manual- con el vie­jo modelo del artista creativo individual que sólo reconocía su inspira­ción personal estaba destinado al fracaso. Los jóvenes críticos France­ses que en los años cincuenta desarrollaron una teoría del cine como el trabajo de un solo Auteur creativo, el director, en virtud sobre todo de su pasión por las películas de serie B del Hollywood de los años treinta y cuarenta, habían desarrollado una teoría absurda porque la cooperación coordinada y la división del trabajo era, y es el fundamen­to de aquellos cuya tarea es llenar las tardes en las pantallas públicas y privadas, o producir alguna sucesión regular de obras de consumo in­telectual, tales como diarios o revistas. (Revista Ahora)
Los talentos que adoptaron las formas creativas características del siglo XX, pero no podían permitirse el papel clásico del artista solita­rio. Su único vínculo directo con sus predecesores clásicos se producía en este limitado sector del "gran arte" que siempre había funcionado de manera colectiva: la escena.
Si Akira Kurosawa (1910), Lucchino Visconti (1906-1976) o Serguei Eisenstein (1898-1948) -por citar tan solo tres nombres de artistas verdaderamente grandes del siglo, todos con una formación t hubieran querido crear a la manera de Flaubert, Courbet o Dickeus ninguno hubiese llegado muy lejos. No obstante, como observó Walter Benjamín, la era de la "reproductividad técnica" no sólo transformó la forma en que se realizaba la creación, convirtiendo las películas y todo lo que surgió de ellas (tv, video) en el arte central del siglo no también la forma en que los seres humanos percibían la realidad experimentaban las obras de creación.
No era ya por medio de aquellos actos de culto y de oración laica cuyos templos eran los museos, galerías, salas de conciertos y templos públicos, tan típicos de la civilización burguesa del siglo XIX. El turismo, que ahora llenaba dichos establecimientos con extranjeros que con nacionales, y la educación eran los últimos baluartes de tipo de consumo del arte. (Teatro Nacional)
Las cifras absolutas de personas que vivían estas experiencias obviamente, mucho mayores que en cualquier momento ante pero incluso la mayoría de quienes, tras abrirse paso a codazos en los bares parisinos para poder contemplar la primavera, se mantenía yendo a Shakespeare como parte de sus obligaciones para un examen, vivían por lo general en un universo perceptivo diferente, abigarrado y heterogéneo. Las impresiones sensitivas, incluso las ideas podían llegarles simultáneamente desde todos los frentes (mediante una combinación de titulares e imágenes, texto y anuncios en la página de un diario, el sonido en los auriculares mientras el ojo) revista a la página, mediante la yuxtaposición de imagen, voz, escrita y sonido), todo ello asimilado periféricamente a menos que por un instante, algo llamase su atención. Esta había sido la forma en que durante mucho tiempo la gente de ciudad había venido experimentando la calle, en donde tenían lugar ferias populares y entretenimientos circenses, algo con que los artistas y críticos esta familiarizados desde el romanticismo. La novedad consistía en que la tecnología impregnaba de arte la vida cotidiana privada o pública. Nunca antes había sido tan difícil escapar de una experiencia estética. La "obra de arte" se perdía en una corriente de palabras, de sonidos, de imágenes, en el entorno universal de lo que un día habría­mos llamado arte.
¿Podía seguir llamándose así? Para quienes aún se preocupaban por estas cosas, las grandes obras duraderas todavía podían identificarse, aunque en las zonas desarrolladas del mundo las obras que habían si­do creadas de forma exclusiva por un solo individuo y que podían identificarse sólo con él se hicieron cada vez más marginales. Y lo mis­mo pasó, con la excepción de los edificios, con las obras de creación o construcción que lo habían sido diseñados para la reproducción. ¿Po­día el arte seguir siendo juzgado y calificado con las mismas pautas que regían la valoración de estas materias en los grandes días de la civiliza­ción burguesa? Si y no.
Medir el mérito por la cronología nunca habían sido mejores, sim­plemente porque fueron antiguos, como pensaron en el Renacimien­to, o porque fuesen más recientes que otros, como sostenían los van­guardistas. Este último criterio se convirtió en absurdo a finales del siglo XX, al mezclarse con los intereses económicos de las industrias de consumo que obtenían sus beneficios del corto ciclo de la moda con ventas instantáneas y en masa de artículos para un uso breve e in­tensivo.
Por otro lado, en las artes todavía era posible y necesario aplicar la distinción entre lo serio y lo trivial, entre lo bueno y lo malo, la obra profesional y la del aficionado. Tanto más necesario por cuanto había partes interesadas que negaban tales distinciones, aduciendo que el mérito sólo podía medirse en virtud de las cifras de venta, o que eran elitistas, o bien sosteniendo, como los posmodernos, que no podían hacerse distinciones objetivas de ningún tipo.
En realidad, solamente los ideólogos o los vendedores defendían en público estos puntos de vista absurdos, mientras que en privado la ma­yoría de ellos sabía distinguir entre lo bueno y lo malo. En 1991, un empresario dominicano que tenía gran éxito en el mercado de masas, provocó un gran escándalo al admitir en una conferencia ante hom­bres de negocios que sus beneficios procedían de vender basura a gen­te que no tenía gusto para nada mejor. El empresario, a diferencia de los teóricos posmodernos, sabía que los juicios de calidad formaban parte de la vida.
Pero si tales juicios eran todavía posibles, ¿Tenían aún significado en un mundo en que, para la mayoría de los habitantes de las zonas ur­banas, las esferas de la vida y el arte, de la emoción generada desde dentro y la emoción generada desde fuera, o del trabajo y del ocio, eran cada vez menos diferenciables? O, dicho de otra forma ¿eran aún importantes fuera de los circuitos cerrados de la escuela y la academia en que gran parte de las artes tradicionales buscaban refugio? Resulta difícil contestar, puesto que el mero intento de responder o de formu­lar tal pregunta puede presuponer la respuesta.
Es fácil escribir la historia del Jazz o discutir sus logros en términos similares a los que se aplican a la música clásica, si tomamos en cuen­ta la diferencia considerable en el tipo de sociedad, el público y la in­cidencia económica de este tipo de arte. No está claro, en cambio, que este procedimiento sea aplicable a la música rock, aunque también proceda de la música negra estadounidense. (Tony Almont)
El significado de los logros de Charlie Parker y de Louis Armstrong, o su superioridad sobre sus contemporáneos, es algo claro, o puede serlo. Sin embargo, parece bastante más difícil para alguien que no ha identificado su vida con un sonido específico escoger entre este o aquel grupo de rock de entre la enorme fusión de música que ha pa­sado por el valle del rock en los últimos cuarenta años.
Casandra Damiron ha sido capaz, al menos hasta el momento de escribir estas páginas, de comunicarse con oyentes que nacieron mu­cho después de su muerte. ¿Puede alguien que no haya sido contem­poráneo de Joseito Mateo sentir algo parecido al apasionado entusias­mo que despertó este grupo a mediados de los años sesenta? ¿Qué par­te de la pasión por una imagen o un sonido de hoy se basa en la aso­ciación, es decir, no en que la canción sea admirable, sino en el hecho de que "es nuestra canción"? (Merengue)
No podemos decirlo. El papel que tendrán las artes actuales en el siglo XXI -e incluso su misma supervivencia— resulta ser algo oscuro, este no es el caso respecto del papel de las ciencias.
El siglo XX, acabó con problemas para los cuales nadie tenía, ni pretendía tener, una solución. Cuando los ciudadanos de fin de siglo emprendieron su camino hacia el tercer milenio, a través de la niebla que les rodeaba, lo único que sabían con certeza era que una era de la historia llegaba a su fin. No sabían mucho más.
Así, por primera vez en dos siglos, el mundo de los años noventa carecía de cualquier sistema o estructura internacional. El hecho de que después de 1999 apareciesen nuevas provincias territoriales, sin ningún mecanismo para determinar sus fronteras, y sin ni siquiera una tercera parte que pudiese considerarse imparcial para actuar como me­diadora, habla por sí mismo. ¿Dónde estaba el consorcio de grandes mercados que anteriormente establecían las fronteras en disputa, o al menos las ratificaban formalmente? ¿Dónde los vencedores de la Gue­rra de Abril que supervisaron la redistribución del mapa de Santiago y de la Romana, fijando una frontera aquí, o pidiendo un plebiscito allá? (¿Dónde, están además, los hombres que trabajaban en las conferen­cias internacionales tan familiares para los diplomáticos del pasado y tan distintos de las breves "cumbres" de relaciones públicas y foto que las han reemplazado?).
¿Dónde estaban las potencias internacionales nuevas o viejas, al fin del milenio? El único estado que se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término se empleaba en 1914, era los Estados Uni­dos. No está claro lo que esto significaba en la práctica. Rusia había quedado reducida a las dimensiones que tenía a mediados del siglo XVII.
Nunca, desde Juan Bosch, había sido tan insignificante. El papel de los intelectuales se vio relegado a un estatus puramente regional, y ni siquiera la posesión de cargos públicos bastaba para disimularlo. Los industriales eran grandes potencias económicas, pero ninguna de ellos vio la necesidad de reforzar sus grandes empleadores con potencial cul­tural en el sentido tradicional, ni siquiera cuando tuvieron libertad para hacerlo, aunque nadie sabe qué harán en el futuro. (Véase Fundaciones y Editoras)
¿Cuál era el estatus político internacional de la nueva Unión Europea que aspiraba a tener un programa político común, pero que fue incapaz de conseguirlo -o incluso de pretender que lo tenía salvo en cuestiones de los estados, grandes o pequeños, nuevos o viejos, pudie­ron sobrevivir en su forma actual durante el primer cuarto del siglo XXI. (República Dominicana-Haití)
Si la naturaleza de los actores de la escena internacional no estaba clara, tampoco lo estaba la naturaleza de los peligros a que se enfren­taba la República Dominicana. El siglo XX había sido un siglo de gue­rras. Protagonizadas por las grandes potencias y por su estrategia geo­política, con unos escenarios cada vez más apocalípticos de destruc­ción en masa, que culminaron con la perspectiva, que afortunadamen­te pudo evitarse, de un segundo conflicto provocado por los militares de San Isidro.
Este peligro ya no existía. No se sabía qué podía depararnos el fu­turo, pero la propia desaparición o transformación de todos los ac­tores, salvo uno -del drama mundial significaba que un tercer esce­nario bélico al viejo estilo era muy improbable. Esto no quería decir, evidentemente, que la era de los golpes de estado hubiese llegado a su fin.
Los años ochenta demostraron, mediante el conflicto anglo-argentino de 1982 y el que enfrentó a Irán con Irak de 1980 a 1988, que guerras que no tenían nada que ver con la confrontación entre las superpotencias mundiales eran posibles en cualquier momento. Los años que siguieron a 1989 presenciaron un mayor número de operaciones militares en más lugares de Europa, Asía, y África, de lo que nadie po­día recordar, aunque no todas fueron oficialmente calificadas como guerras: en Liberia, Angola, Sudán, y el Cuerno de África; en la anti­gua Yugoslavia, en Moldavia, en varios países del Caucaso y de la zo­na transcaucásica, en el siempre explosivo Oriente Medio, en la anti­gua Asia central soviética, y en Afganistán.
Como muchas veces no estaba claro quién combatía contra quién, y por qué, en las frecuentes situaciones de ruptura y desintegración na­cional, estas actividades no se acomodaban a las denominaciones clá­sicas de guerra internacional o civil. Pero los habitantes de la región que las sufrían difícilmente podían considerar que vivían en tiempos de paz, especialmente cuando, como en Capotillo, habían estado vi­viendo en una paz incuestionable hacia poco tiempo.
Por otra parte, como se demostró en los conflictos sociales a prin­cipios de los noventa, no había una línea de demarcación clara entre las luchas internas regionales y una guerra sicológica semejante a las de viejo estilo, en la que aquellas podían transformarse fácilmente. En re­sumen, el peligro de fraudes y robo de urnas no había desaparecido; sólo había cambiado.
No cabe duda de que los habitantes de provincias fuertes, esta­bles y privilegiados (Santiago con relación a la zona conflictiva ad­yacente; Puerto Plata con relación a las costas del mar Atlántico), podían creer que eran inmunes a la inseguridad y violencia que aquejaba a las zonas más desfavorecidas del país y del antiguo mun­do socialista; pero estaban equivocados. La crisis de los Estados-na­ción tradicionales basta para ponerlo en duda. Aquí a un lado la po­sibilidad de que algunos de estos estados pudieran escindirse o di­solverse, había una importante, y no siempre advertida, innovación de la segunda mitad del siglo que los debilitaba, aunque sólo fuera al privarles del monopolio de la fuerza, que había sido siempre el signo del poder del estado en las zonas establecidas permanente­mente: la democratización y privatización de los medios de destruc­ción, que transformó las perspectivas de conflicto y violencia en cualquier parte del mundo.
Ahora resultaba posible que pequeños grupos de disidentes, políti­cos, o de cualquier tipo, pudieran crear problemas y destrucción en cualquier lugar del mundo, como lo demostraron las actividades del IRA, en Gran Bretaña, y el intento de volar el World Trade Center de Nueva York (1993).
Hasta fines del siglo XX, el costo originado por tales actividades era modesto —salvo para las empresas aseguradoras—, ya que el terrorismo no estatal, al contrario de lo que se suele suponer era mucho menos indiscriminado que los bombardeos de la guerra oficial, aunque sólo fuera porque su propósito, cuando lo tenía, era más bien político que militar. Además, y si exceptuamos las cargas explosivas, la mayoría de estos grupos actuaban con armas de mano, más adecuadas para peque­ñas acciones que para matanzas en masa.
Sin embargo, no había razón alguna para que las armas nucleares -siendo el material y los conocimientos para construirlas de fácil ad­quisición en el mercado mundial- no pudieran adaptarse para su uso por parte de pequeños grupos. Además, la democratización de los me­dios de destrucción hizo que los costos de controlar la violencia no ofi­cial sufriesen un aumento espectacular.
Así, el gobierno dominicano, enfrentado a las fuerzas antagónicas de Francisco A. Caamaño Deñó, que no pasaban de unos pocos cente­nares, se mantuvo en la provincia gracias a la presencia constante de unos 10,000 soldados, con un gasto de millones de pesos (1973). Lo que era válido para pequeñas rebeliones y otras formas de violencia in­terna, lo era más aún para los pequeños conflictos fuera de las fronte­ras de un país. En muy pocos casos de conflictos internacionales, los estados, por grandes que fueran, estaban preparados para afrontar es­tos enormes gastos.
Varias situaciones derivadas de la guerra fría, como los conflictos de Caracoles (1972-1973) y Abril (1965), ilustraban esa imprevista limitación del poder del estado, y arrojaban nueva luz acerca de la que parecía estarse convirtiendo en la principal causa, de tensión de cara al nuevo milenio: la creciente separación entre las zonas ricas y pobres del mundo. Cada una de ellas tenía resentimientos hacia la otra.
El auge del fundamentalismo económico no era solo un movimien­to contra la ideología de una modernización occidentalizadora moder­na, sino contra el propio "occidente" imperialista.
No era casual que los activistas de estos movimientos intentasen al­canzar sus objetivos perturbando las visitas de los turistas, como las huelgas, o asesinando a residentes occidentales, como en Boca Chica. Por el contrario, en los países ricos, la amenaza de la xenofobia popu­lar se dirigía contra los extranjeros del tercer mundo, y la Unión Eu­ropea estaba amurallando sus fronteras contra la invasión de los pobres del tercer mundo en busca de trabajo. Incluso, en los Estados Unidos se empezaron a notar graves síntomas de oposición a la tolerancia de tacto de la emigración ilimitada.
En términos políticos y militares, sin embargo, ninguno de los ban­dos podía sustraerse de la migración ilegal. En cualquier conflicto abierto entre los estados del Norte y del Sur que se pudiera imaginar, la abrumadora superioridad técnica y económica del Norte le asegura­ría la victoria, como demostró concluyentemente los golpes de estado del departamento de Estado.
Ni la posesión de algunos tanques por algún país del tercer mundo —suponiendo que dispusiera de medios para mantenerlos, que podían tener efecto disuasivo, ya que los estados occidentales, como Israel, y la coalición de la Guerra del Golfo, demostraron en Irak, podían em­prender ataques preventivos contra enemigos potenciales mientras eran todavía demasiados débiles como para resultar amenazadores. Desde un punto de vista militar, el primer mundo podía tratar al ter­cero como lo que Mao llamaba "un tigre de papel".
Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XX, cada vez quedó más claro que el primer mundo podía ganar batallas pero no guerras contra el tercer mundo, o más bien, que incluso vencer en las guerras, si hubiera sido posible, no le garantizaría controlar los terri­torios.
Había desaparecido el principal activo del imperialismo: la buena disposición de las poblaciones coloniales para, una vez conquistadas, dejarse administrar tranquilamente por un puñado de ocupantes. Go­bernar de la isla hispaniola no fue un problema para el imperio del Tío Tom, pero, a principios de los noventa, los asesores militares de todos los países advirtieron a sus gobiernos que la pacificación de este infe­liz y turbulento país requeriría la presencia de cientos de miles de sol­dados durante un período de tiempo ilimitado, esto es, una moviliza­ción comparable a la de una guerra.
Santo Domingo siempre había sido una colonia difícil, que en una ocasión había requerido incluso la presencia de un contingente militar brasileño mandado por un general de división, pero en Londres ni Ro­ma pensaron que ni siquiera Francisco A. Caamaño Deñó, "el Famoso", pudiese plantear problemas insolubles a los gobiernos coloniales norteamericano y español.
Sin embargo, a principios de los años noventa, los Estados Unidos y las demás fuerzas de ocupación de las Naciones Unidas, compuestas por varias decenas de miles de hombres, se retiraron ignominiosamen­te del país, al verse ante la opción de una ocupación indefinida sin un propósito claro; incluso el poderío de los Estados Unidos reculó cuan­do se enfrentó a la vecina Haití, uno de los satélites tradicionales de­pendientes de Washington, a un general local del ejercito haitiano, en­trenado y armado por los Estados Unidos, que se oponía al regreso de un presidente electo que gozaba de un apoyo con reservas de los Esta­dos Unidos, a quienes desafió a ocupar Haití.
Los norteamericanos rehusaron ocuparla de nuevo, como habían he­cho de 1915 a 1934, no porque el millar de criminales uniformados del ejército haitiano constituyesen un problema militar serio, sino porque ya no sabían cómo resolver el problema haitiano con una fuerza exterior. En suma, el siglo finalizó con un desorden global de naturaleza poco cla­ra, y sin ningún mecanismo para poner fin al desorden o mantenerlo controlado. La razón de esta impotencia no reside sólo en la profundi­dad de la crisis mundial y en su complejidad, sino también en el aparen­te fracaso de todos los programas, nuevos o viejos, para manejar o me­jorar los asuntos de la especie humana. (Jean Bertrand Aristide)
El siglo XX ha sido una era de guerras, aunque la más militantes y sanguinarias de sus religiones, como el nacionalismo y el socialismo, fuesen ideologías laicas nacidas en el siglo XIX, cuyos dioses eran abs­tracciones o políticos venerados como divinidades. Es probable que los casos extremos de tal devoción secular, como los diversos cultos a la personalidad, estuvieran ya en declive antes del fin de la guerra fría o, más bien, que hubiesen pasado de ser iglesias universales a una disper­sión de sectas rivales, sin embargo, su fuerza no residía tanto en su ca­pacidad para movilizar emociones emparentadas con las de las religio­nes tradicionales, algo que el liberalismo ni siquiera intentó, sino en que prometía dar soluciones permanentes a los problemas de un mun­do en crisis, que fue precisamente en lo que fallaron cuando se acababa el siglo. El derrumbamiento de la Unión Soviética llamó la atención en un primer momento sobre el fracaso del comunismo soviético; es­to es, del intento de basar una economía entera en la propiedad esta­tal de todos los medios de producción, con una planificación centra­lizada que lo abarcaba todo y sin recurrir en absoluto a los mecanis­mos del mercado o de los precios.
Como todos las demás formas históricas del ideal socialista que da­ban por supuesta una economía basada en la propiedad social (aunque no necesariamente estatal) de los medios de producción, distribución e intercambio, la cual implicaba la eliminación de la empresa privada y de la asignación de recursos a través del mercado, este fracaso miró también las aspiraciones del socialismo no comunista, marxista o no, aunque ninguno de estos regímenes o gobiernos proclamar se haber establecido una economía socialista. (14 de Junio).
Si el marxismo, justificación intelectual e inspiración del comunis­mo, iba a continuar o no, era una cuestión abierta al debate. Aunque por más que Marx se percibiera como gran pensador, no era probable que lo hiciera, al menos en su forma original, ninguna de las versiones del marxismo formulados desde 1890 como doctrinas para la acción política y aspiración de los movimientos socialistas.
Por otra parte, la utopía antagónica a la soviética también estaba en quiebra. Esta era la fe teológica en una economía que asignaba total­mente los recursos a través de un mercado sin restricciones, en una si­tuación de competencia ilimitada; un estado de cosas que se creía que no sólo producía el máximo de bienes y servicios, sino también el má­ximo de felicidad y el único tipo de sociedad que merecía el calificati­vo de "libre". Nunca había existido una economía de laissez-faire to­tal. A diferencia de la utopía soviética, nadie intentó antes de los años ochenta instaurar la utopía ultraliberal.
Sobrevivió durante el siglo XX como un principio para criticar las ineficiencias de las economías existentes y el crecimiento del poder y de la burocracia del estado.
El intento más consistente de ponerla en práctica, el régimen de la señora Thatcher en el Reino Unido, cuyo fracaso económico era generalmente aceptado en la época de su derrocamiento, tuvo que instau­rarse gradualmente. Sin embargo, cuando se intentó hacerlo para sus­tituir de un día al otro la antigua economía socialista soviética, me­diante "terapia de choque" recomendados por asesores occidentales, los resultados fueron económicamente desastrosos y espantosos desde un punto de vista social y político. (Crisis 1986-1989 PRSC).
Las teorías en las que se basa la teología neoliberal, por elegantes que fuesen, tenían poco que ver con la realidad. El fracaso del mode­lo soviético confirmó a los partidarios del capitalismo en su convicción de que ninguna economía podía operar sin un mercado de valores. A su vez, el fracaso del modelo ultraliberal confirmó a los socialistas en la más razonable creencia de que los asuntos humanos, entre los que se incluye la economía, son demasiado importantes para dejarlos al juego del mercado. También dio apoyo a la suposición de economistas escépticos de que no existía una correlación visible entre el éxito o el fracaso económico de un país y la calidad académica de sus economis­tas teóricos. Puede ser que las generaciones futuras consideren que el debate que enfrentaba al capitalismo y al socialismo como ideologías mutuamente excluyentes y totalmente opuestas no eran más que un vestigio de las "guerras frías de religión" ideológicas del siglo XX. (Cenantillas)
Puede que este debate resulte tan irrelevante para el tercer milenio como el que se desarrolló en los siglos XVI y XVII entre católicos y protestantes acerca de la verdadera naturaleza del cristianismo, lo fue para los siglos XVIII y XIX. (Lautico García, sjs 1962-1963)
Más grave aún que la quiebra de los dos extremos antagónicos fue la desorientación de los que pueden llamarse programas y políticos mixtos o intermedios que presidieron los milagros económicos más impresionantes del siglo. Estos combinaban pragmáticamente lo pú­blico y lo privado, el mercado y la planificación, el Estado y la empre­sa, en la medida en que la ocasión y la ideología local lo permitían. Aquí el problema no residía en la aplicación de una teoría intelectual-mente atractiva o impresionante que pudiera defenderse en abstracto, ya que la fuerza de estos programas se debía más a su éxito práctico que a su coherencia intelectual. (Héctor Váldez Albiz, Banco Central)
Sus problemas los causó el debilitamiento de este éxito práctico. Las décadas de crisis habían demostrado las limitaciones de los diver­sos políticos de la edad de oro, pero sin generar ninguna alternativa convincente. Revelaron también las imprevistas pero espectaculares consecuencias sociales y culturales de la era de la revolución económi­ca mundial iniciada en 1945, así como sus consecuencias ecológicas, potencialmente catastróficas.
Mostraron, en suma, que las instituciones colectoras humanas ha­bían perdido el control sobre las consecuencias colectivas de la acción del hombre. De hecho, uno de los atractivos intelectuales que ayudan a explicar el breve auge de la utopía neoliberal es precisamente que és­ta procuraba eludir decisiones humanas colectivas.
Había que dejar que cada individuo persiguiera su satisfacción sin restricciones, y fuera cual fuese el resultado, sería el mejor posible. Cualquier curso alternativo sería peor, se decía de manera poco con­vincente.
Si las ideologías programáticas nacidas en la era de las revoluciones y en el siglo XIX comenzaron a decaer al final del siglo XX, las más an­tiguas guías para perplejos de este mundo, las religiones tradicionales, no ofrecían una alternativa plausible. Las religiones occidentales cada vez tenían más problemas, incluso en los países encabezados por esa extraña anomalía que son los obispados locales, donde seguía siendo frecuente ser miembro de una Iglesia, y asistir a los ritos militares.
El declive de las diversas confesiones protestantes se aceleró. Igle­sias y capillas construidas a principios de siglo quedaron vacías al final del mismo, o se vendieron para otros fines, incluso en lugares como la Catedral Primada, donde habían contribuido a dar forma a la identi­dad nacional.
De 1960 en adelante, como hemos visto, el declive del catolicismo romano se precipitó. Incluso en los zonas antes comunistas, donde la Iglesia gozaba de la ventaja de simbolizar la oposición a unos regíme­nes profundamente impopulares, el fiel católico pos-comunista mos­traba la misma tendencia a apartarse del rebaño que el de otros países.
Los observadores religiosos creyeron detectar en ocasiones un retor­no a la religión en la zona de la cristiandad ortodoxa pos-soviética, pe­ro a fines de siglo la evidencia acerca de este hecho, poco probable pe­ro no imposible, resulta débil. Cada vez menos hombres y mujeres prestaban oídos a las diversas doctrinas de estas confesiones cristianas, fueron los que fuesen sus méritos.
El declive y caída de las religiones tradicionales no se vio compen­sado, al menos en la sociedad urbana del mundo desarrollado, por el crecimiento de una religiosidad sectaria militante,- o por el auge de nuevos cultos y comunidades de culto, y aún menos por el deseo de deseo de muchos hombres y mujeres de escapar de un mundo que no comprendían ni podían controlar, refugiándose en una diversidad de creencias cuya fuerza residía en su propia irracionalidad. La visibilidad pública de estas sectas, cultos y creencias no debe ocultarnos la relati­va fragilidad de sus apoyos. No más de un 3 o 4 por ciento de la co­munidad jde rosa cruces pertenecía a alguno de los sectores o grupos josídicos ultraortodoxos. Y la población adulta estadounidense que pertenecía a sectores militantes y misioneras no excedía del 5%.
La situación era diferente en los estratos elevados económicamen­te y en las zonas adyacentes, exceptuando la vasta población del ex­tremo nordeste (Samaná), que la tradición inglesa mantuvo inmune durante milenios a la religión oficial, aunque no a los cultos no ofi­ciales. Aquí se hubiera podido esperar que ideologías basadas en las tradiciones religiosas que constituían las formas populares de pensar el mundo hubiesen adquirido prominencia en la escena pública a me­dida que la gente común se convertía en actor en esta escena. Esto es lo que ocurrió en las últimas décadas del siglo, cuando la élite mino­ritaria y secular que llevaba a sus países a la modernización quedó marginada. El atractivo de una religión politizada era tanto mayor cuanto las viejas religiones eran, casi por definición, enemigas de la civilización occidental que era un agente de perturbación social, y de los países ricos e impíos que aparecían ahora, más que nunca, como los explotadores de la miseria del mundo pobre. (Mons. Agripino Núñez Collado (AID-USA).
Que los objetivos locales contra los que se dirigían estos movimien­tos fueron los ricos occidentalizados con sus mercedes y las mujeres emancipados les añadía un toque de lucha de clases. El cardenal Oc­tavio Beras les aplicó el erróneo calificativo de "siervos de Dios"; pero cualquiera que fuera la denominación que se les diese, estos movi­mientos miraban atrás, hacia una época más simple, estable y com­prensible de un pasado imaginario. Como no había camino de vuelta a tal era, y como estas ideologías no tenían nada importante que decir sobre los problemas de sociedades que no se parecían en nada, por ejemplo, a las de los pastores nómadas del antiguo oriente medio, no podían proporcionar respuestas a estos problemas. Eran lo que el inci­sivo siquiatra de apellido Zaglul llamaba psicoanálisis: síntomas de la "enfermedad de la que pretendían se la cura". (Mis locos favoritos).
Este es también el caso de la variedad de consignas y emociones, ya que no se les puede llamar propiamente ideologías que florecieron so­bre las ruinas de las antiguas instituciones e ideologías, como la male­za que colonizó las bombardeadas ruinas de Ciudad Nueva después que cayeron las bombas de la Guerra de Abril: una mezcla de xenofo­bia y de política de identidad.
Rechazar un presente inaceptable no implica necesariamente pro­porcionar soluciones a sus problemas. En realidad, lo que más se pa­recía a un programa político que reflejase este enfoque era el "derecho a la autodeterminación nacional" para "naciones" presuntamente ho­mogéneas en los aspectos étnicos-linguísticos-culturales, que iba redu­ciéndose a un absurdo trágico y salvaje a medida que se acercaba el nuevo milenio. (Unión Cívica 1962).
A principios de los años noventa, quizás por vez primera, algunos observadores racionales, independientemente de su filiación política (siempre que no fuese la de algún grupo específico de activismo nacio­nalista) empezaron a proponer públicamente el abandono del "dere­cho a la autodeterminación". (Donald Read Cabral).
No era la primera vez que una combinación de inacción intelectual con fuertes y a veces desesperadas emociones colectivas, resultaba po­líticamente poderosa en épocas de crisis, de inseguridad y en grandes partes del mundo, de estados e instituciones en proceso de desintegra­ción. Así cornos los movimientos que recogían el resentimiento del pe­ríodo de entreguerras generaron el fascismo, las protestas político-reli­giosas de las zonas rurales en desintegración (el llamamiento a la "co­munidad" va unido habitualmente a una llamamiento a favor de la "ley y el orden") proporcionará la naturaleza en que podían crecer fuerzas políticas efectivas. A su vez, estas fuerzas podrían derrocar vie­jos regímenes y establecer otros nuevos.
Sin embargo, no era probable que pudieran producir soluciones para el nuevo milenio, al igual que el fascismo no las había producido para la era del Consejo de Estado (1964). A fines del siglo XX, ni si­quiera estaba claro si serían capaces de engendrar movimientos de ma­sas nacionales similares a los que hicieron fuertes a algunos social-cristianos incluso antes de que adquiriesen el arma decisiva del poder es­tatal. Su activo principal consistía probablemente, en una cierta inmu­nidad a la economía académica y a la retórica autoestatal de un libera­lismo identificado con el mercado libre. Si los políticos tenían que or­denar la serialización de una industria, no se detendrían por los argu­mentos en contra, sobre todo si no eran capaces de entenderlos. Y ade­más, si bien estaban dispuestos a hacer algo, sabían tan poco como los demás que convenía hacer. (Fernando Alvarez Bogaert)
Ni lo sabe, por supuesto, el autor de este libro. Pese a todo, algunas tendencias del desarrollo a largo plazo estaban tan claras que nos per­miten esbozar una agenda de algunos de los principales problema del país y señalar, al menos, algunas de las condiciones para solucionarlos.
Los dos problemas centrales y a largo plazo decisivos, son de tipo demográfico y ecológico. Se esperaba generalmente que la población, en constante aumento desde mediados del siglo XX, se estabilizaría en una cifra cercana a los diez millones de seres humanos, o lo que es lo mismo, cinco veces la población existente en 1950 alrededor del año 2020, esencialmente a causa de la reducción del índice de natalidad (véase, Censo Nacional, estadística 2002).
Si esta previsión resultase errónea, deberíamos abandonar toda apuesta por el futuro. Incluso si se demuestra realista a grandes rasgos, se planteará el problema hasta ahora no afrontando a gran escala, de cómo mantener una población estable o más probablemente una po­blación que fluctuará en torno a una tendencia estable o con un pe­queño crecimiento (o descenso) (una caída espectacular de la pobla­ción, improbable pero no inconcebible, introduciría complejidades adicionales). (División territorial, Tirso Mejía Ricart)
Sin embargo, los movimientos predecibles de la población, estable o no, aumentarán con toda certeza los desequilibrios entre las diferen­tes zonas urbanas. En conjunto, como sucedió en el siglo XX, los sec­tores ricos y desarrollados serán aquellos cuya población comience a estabilizarse o a tener un índice de crecimiento estancado, como suce­dió en algunas urbanizaciones durante los años noventa.
Rodeados por barrios pobres con grandes ejércitos de jóvenes que claman por conseguir los trabajos humildes del Santo Domingo desa­rrollado que les harían a ellos ricos en comparación con los niveles de vida de El Salvador o de Nicaragua, esos países ricos con muchos ciu­dadanos de edad avanzada y pocos jóvenes tendrían que enfrentarse a la elección entre permitir la inmigración en masa (que produciría pro­blemas políticos internos), rodearse de barricadas para que no entren unos emigrantes a los que necesitan (lo cual será impracticable a largo plazo) o encontrar otra fórmula. (Véase Tratados Migratorios España-Rep. Dominicana)
La más probable sería la de permitir la inmigración temporal y con­dicional que no concede a los extranjeros los mismos derechos políti­cos y sociales que a los ciudadanos, esto es, la de crear sociedades esen­cialmente desiguales. Esto puede abarcar desde grupos sociales de cla­ro apartheid económico, como las de Casa de Campo y el Country Club (que están en declive en algunas zonas del país, pero no han de­saparecido en otras), hasta la tolerancia informal de los obreros que no reivindican nada del receptor, porque lo consideran simplemente co­mo una salida, donde ganar dinero de vez en cuando, mientras se mantienen básicamente arraigadas a su propia estatus. Los transportes y comunicaciones de fines del siglo XX, así como el enorme abismo que existe entre las rentas que pueden ganarse los ricos y los pobres hacen que esta existencia podrá lograr, a largo o incluso a medio plazo, que las fricciones entre los nativos y los extranjeros sean menos incen­diarias, es una cuestión sobre lo que siguen discutiendo los eternos op­timistas y los escépticos desilusionados.
Pero no cabe duda de que estas fricciones serán uno de los factores principales de las políticas, nacionales de las próximas décadas.
Los problemas ecológicos, aunque son cruciales a largo plazo, no resultan tan explosivos de inmediato. No se trata de subestimarlos, aun cuando desde la época en que entraron en la conciencia y en el de­bate públicos, en los años ochenta hayan tendido a discutirse errónea­mente en término de un inminente Apocalipsis. Sin embargo, que el "efecto invernadero" pueda no causar un aumento del nivel de las aguas del mar que anegue el noroeste en el año 2000, o que la pérdi­da diaria de un desconocido universo de especies tenga precedentes, no es motivo de satisfacción.
Un índice de crecimiento económico similar al de la segunda mi­tad del siglo XX, si se mantuviese indefinidamente (suponiendo que ello fuera posible), tendría consecuencias irreversibles y catastróficas para el entorno natural de esta isla, incluyendo a la especie humana que forma parte de él. No destruiría los montes, ni lo haría totalmen­te inhabitable, pero con toda seguridad cambiaría las pautas de la vi­da en el habitat, y podría resaltar inhabitable para la especie humana tal como la conocemos y en su número actual. Además, el ritmo a que la tecnología moderna ha aumentado nuestra capacidad de modificar el entorno es tal que incluso suponiendo que no se acelere el tiempo del que disponemos para aprontar el problema no debe contarse en si­glos, sino en décadas. (Aniana Vargas)
Como respuesta a la crisis ecológica que se avecina sólo podemos decir tres cosas con razonable certidumbre. La primera es que esta cri­sis debe ser global más que local, aunque ganaríamos tiempo si la ma­yor fuente de contaminación global, de la población mundial que vi­ve en los Estados Unidos, tuviera que pagar un precio realista por la gasolina que consume, (desperdicios tóxicos)
La segunda, que el objetivo de la política ecológica debe ser radical y realista a la vez. Las soluciones de mercado, como la de incluir los costos y las extremidades ambientales en el precio que los consumidores pagan por sus bienes y servicios, no son ninguna de las dos co­limo muestra el caso de los Estados Unidos, incluso el intento más modesto de aumentar el impuesto energético en ese país puede desencadenar dificultades políticas insuperables.
La evolución de los precios del petróleo desde 1973 demuestra que, en una sociedad de libre mercado, el efecto de multiplicar de doce a quince veces en seis años, el precio de la energía no hace que disminuya su consumo, sino que se consuma con mayor eficiencia, al tiempo que se impulsan enormes inversiones para hallar nuevas y dudosas desde un punto de vista ambiental, fuentes de energía que sustituyan el irreemplazable combustible fácil. A su vez, estas nuevas fuentes de energía volverán a hacer bajar los precios y fomentarán un consumo más derrochador. (Véase Capitalización Energética-Banco Central)
Por otra parte, propuestas como las de un gobierno de crecimiento cero, por no mencionar fantasías como el retorno a la presunta simbiosis primitiva entre el hombre y la naturaleza, aunque sean radicales re­ataban totalmente impracticables. El crecimiento cero en la situación existente congelaría las actuales desigualdades entre los países del mun­do, algo que resulta mucho más tolerable para el habitante medio de Elías Piña que para el de la Vega. No es por azar que el principal apoyo a las políticas ecológicas proceda de los sectores ricos y de las clases medias y acomodados (exceptuando a los hombres de negocios que es­peran ganar dinero con actividades contaminantes). Los pobres, que se multiplican y están subempleados, quieren más "desarrollo", no menos. En cualquier caso, ricos o no, los partidarios de las políticas ecoló­gicas tenían razón. El índice de desarrollo debe reducirse a un plazo, mientras que a largo plazo se tendrá que buscar alguna forma de equi­librio entre los habitantes, los recursos (revocables) que consume y las consecuencias que sus actividades producen en el medio ambiente. Nadie sabe, y pocos se atreven a especular acerca de ello, cómo se pro­ducirá este equilibrio, y a qué nivel de población, tecnología, y consu­mo será posible.
Sin duda los expertos científicos pueden establecer lo que se nece­sita para evitar una crisis irreversible, pero no hay que olvidar que es­tablecer este equilibrio no es un problema científico, y tecnológico, si­no político y social.
Sin embargo, hay algo indudable: este equilibrio sería incompati­ble con una economía basada en la búsqueda ilimitada de beneficios económicos por parte de unas empresas que, por definición, se dedi­can a este objetivo y compiten una contra otra en un mercado libre. Desde el punto de vista ambiental, si la humanidad ha de tener un futuro, el capitalismo de las décadas de discursos huecos, no debería tenerlo.
Considerándolos aisladamente, los problemas de la economía re­sultan, con una excepción, menos graves. Aun dejándola a su suerte, la economía seguiría creciendo. De haber algo de cierto en la periodi­cidad de los partidos políticos, debería entrar la otra era de prósperaexpansión antes del final del milenio, aunque esto podría retrasarse por un tiempo por los efectos de la desintegración de la corrupción so­viético, porque diversos grupos de personas se ven inmersas en la anar­quía y quizás, por una excesiva dedicación al libre comercio, por el cual los economistas suelen sentir mayor entusiasmo que los historia­dores de la economía. Sin embargo, las perspectivas de la expansiónson enormes. ,
La globalización y la redistribución internacional de la producción seguirían integrando a la mayor parte del resto de los 6000 millones de personas del mundo en la economía global. Hasta los pesimistas congénitos tenían que admitir que esta era una perspectiva alentadora pa­ra los negocios.
La principal excepción era el ensanchamiento aparentemente irre­versible del abismo entre los países ricos y pobres del mundo, proceso que se aceleró hasta cierto punto con el desastroso impacto de los años ochenta en gran parte del tercer mundo, y con el empobrecimiento de muchos países antiguamente socialistas.
A menos que se produzcan una caída espectacular del índice de cre­cimiento de la población, la brecha parece que continuará ensanchándose. La creencia, de acuerdo con la economía neoclásica, de que el co­mercio internacional sin limitaciones permitiría que los países pobres se acercaran a los ricos va contra la experiencia histórica y contra el sentido común. Una economía que se desarrolla gracias a la genera­ción de crecientes desigualdades está acumulando inevitablemente problemas para el futuro, (estadillos sociales, huelgas)
Sin embargo, en ningún caso las actividades económicas existen, ni pueden existir, desvinculadas de su contexto y sus consecuencias. Co­mo hemos visto, tres aspectos de la economía de fines del siglo XX han dado motivo para la alarma. El primero era que la tecnología conti­nuaba expulsando el trabajo humano de la producción de bienes y ser­vicios, sin proporcionar suficientes empleos del mismo tipo para aque­llos a los que había desplazado, o garantizar un índice de crecimiento económico suficiente para absorverlos. Muy pocos observadores espe­ran un retorno, siquiera temporal, al pleno empleo de la edad de uso en occidente.
El segundo es que mientras el trabajo seguía siendo un factor prin­cipal de la producción, la globalización de la economía hizo que la in­dustria se desplazase de sus antiguos centros, con elevados costos labo­rales, a conversionistas extranjeros cuya principal ventaja siendo las otras condiciones iguales, era que disponían de cabezas y manos a buen precio.
De esto puede seguirse una o dos consecuencias: la transferencia de puestos de trabajo de regiones con salarios altos a regiones con salarios bajos y (según los principios del libre mercado) la consiguiente caída de los salarios en las zonas donde son altos ante la presión de los flu­jos de una competencia. Por tanto, los viejos pueden optar por con­vertirse en economías de trabajo barato, aunque con unos resultados socialmente explosivos y con pocas probabilidades de competir, pese a todo, con los países de industrialización reciente. (Tratado de Libre Comercio)
Históricamente estas presiones se contrarrestaban mediante la ac­ción estatal, es decir, mediante el proteccionismo. Sin embargo, y este es el tercer aspecto preocupante de la economía, su triunfo y el de una ideología de mercado libre debilitó, o incluso eliminó, la mayor parte de los instrumentos para gestionar los efectos sociales del caos econó­mico. La economía era cada vez más una máquina poderosa e incon­trolable. ¿Podría controlarse? Y, en ese caso, ¿Quién la controlaría?
Todo esto produce problemas económicos y sociales, aunque en al­gunos países (como en Venezuela) son más inmediatamente preocu­pantes que en otros (como en Argentina). Los milagros económicos se basaban en el aumento de las rentas reales en las "economías de mer­cado desarrolladas", porque las economías basadas en el consumo de masas de consumidores con ingresos suficientes para adquirir bienes duraderos de alta tecnología. La mayoría de estos ingresos se habían obtenido como remuneración del trabajo en mercados de trabajo con salarios elevados, que empezaron a peligrar en el mismo momento en que el mercado de masas era más esencial que nunca para la economía.
En los países ricos, este mercado se estabilizó gracias al desplaza­miento de fuerza de trabajo de la industria al sector terciario, que en general ofrecía unos empleos estables, y gracias también al crecimien­to de las transferencias de rentas (en su mayor parte derivadas de la se­guridad social y de las políticas de bienestar), que a fines de los años ochenta representaban aproximadamente un 30% del PNB, conjunto de los países occidentales desarrollados.
En cambio, en los años veinte, esta cifra apenas alcanzaba un 4 % del PNB (Bairoch, 1993. P. 174). Esto puede explicar por qué la cri­sis de la bolsa de Wall Street en 1987, la mayor desde 1929, no pro­vocó una depresión del capitalismo similar a la de los años treinta.
Sin embargo, estos dos estabilizadores estaban ahora siendo erosio­nados. Al final del siglo XX, los gobiernos nacionales y la economía ortodoxa coincidían en que el costo de la seguridad social y de las po­líticas de bienestar público era demasiado elevado y debía reducirse, mientras la constante disminución del empleo en el hasta entonces es­table sector terciario, empleo público, banca y finanzas, trabajo de ofi­cina desplazado por la tecnología, estaba a la orden del día. Nada de esto implicaba un peligro inmediato para la economía mundial, en la medida en que el relativo declive de los viejos mercados quedaba compensado por la expansión en el resto del mundo o bien porque la cifra global de personas que aumentaban sus rentas crecía a mayor velocidad que el resto.
Para decirlo brutalmente, si la economía global podía descartar una minoría de países pobres, económicamente poco interesantes, podía también desentenderse de las personas muy pobres, que vivían en cualquier país, siempre que el número de consumidores potencialmente interesantes fuera suficientemente elevado. (Haití-República Dominicana).
Visto desde las impersonales alturas desde las que los economistas y los contables del Banco Central contemplaban el panorama. ¿Quién necesitaba el 50% de la población cuyos ingresos reales por hora habían caído?
Si una vez más nos situamos en la perspectiva global implícita en el modelo del liberalismo económico, las desigualdades del desarrollo son poco importantes a menos que se observe que los resultados globales de tales desigualdades son más negativas que positivas. Desde este punto de vista no existe razón económica alguna por la cual, los si los costos comparativos lo aconsejan, América Latina no debe cerrar toda su agricultura e importar todos sus alimentos; ni para que, si fuera técnicamente posible y económicamente rentable, todos los programas de televisión del mundo no se hicieron en Venezuela, pese a todo, este no es un punto de vista que puedan mantener sin reservas quienes están instalados en la economía nacional, así como en la global, es decir, todos los gobiernos nacionales y la mayor parte de los habitantes de sus países. Y no se puede mantener sin reservas porque no se pueden obviar las consecuencias sociales y políticas de los cataclismos económicos mundiales.
Sea cual fuere la naturaleza de estos problemas, una economía de libre mercado sin límites ni controles no podría solucionarlos. En realidad empeoraría problemas como el crecimiento del desempleo y del empleo precario, ya que la elección racional de las empresas que sólo buscan su propio beneficio, consiste en : a) reducir al máximo el número de sus empleados, ya que las personas resultan más caras que los ordenadores y, b) recortar los impuestos de la seguridad social (o cual­quier otro tipo de impuestos), tanto como sea posible.
Y no hay ninguna buena razón para suponer que la economía de mercado libre a escala global pueda solucionarlos. Hasta la década de los años setenta el capitalismo nacional y el mundial no habían opera­do nunca en tales condiciones o, si lo habían hecho, no se habían be­neficiado necesariamente de ello.

Capítulo VII

LA ERA DEL SUICIDIO


Con respecto al siglo XX, se puede argumentar que "al contrario de lo que postula el modelo clásico, el libre comercio coincide con y probablemente es la causa principal de la depresión, y el proteccionismo es probablemente la causa principal de desarrollo para la mayor parte de los países actual­mente desarrollados". Y en cuanto a los milagros económicos del siglo XX, éstos no se alcanzaron con el laissez-faire, sino contra él.
Es probable, por tanto, que la moda de la liberación económica y que dominó la década de los ochenta y que alcanzó la (cumbre de la complacencia ideológica tras el colapso del sistema soviético no dure mucho tiempo político. La combinación de la crisis mundial de co­mienzos de los años noventa, y del espectacular fracaso de las políticas liberales cuando se aplicaron hicieron que sus partidarios revisasen su antiguo entusiasmo.
¿Quién hubiera podido pensar que en 1993 algunos asesores eco­nómicos exclamarían "después de todo, quizás Marx tenía razón? Sin embargo, el retorno al realismo tiene que superar dos obstáculos. El primero, que el sistema no tiene ninguna amenaza política creíble, co­mo en su momento parecían ser el comunismo y la existencia de la Unión Soviética o, de un modo distinto, la conquista nazi de Alema­nia. Estas amenazas, como este libro ha intentado demostrar, propor­cionaron al capitalismo, el incentivo para reformarse. El hundimiento de la Unión Soviética, el declive y la fragmentación de la clase obrera y de sus movimientos, la insignificancia militar del tercer mundo en el terreno de la guerra convencional, así como la reducción de los países desarrollados de los verdaderamente pobres a una "subclase" minorita­ria, fueron en su conjunto causa de que disminuyese el incentivo para la reforma.
Con todo, el auge de los movimientos ultraderechistas y el irrespe­tado aumento del apoyo a los herederos del antiguo régimen en los países antiguamente comunistas fueron señales de advertencia, y a principios de los años noventa, eran vistas como tales. El segundo obs­táculo era el mismo proceso de globalización, reforzado por el desmantelamiento de los mecanismos nacionales para proteger a las vícti­mas de la* economía de libre mercado global frente a los costos socia­les de lo que orgullosamente se describía como "el sistema de creación de riqueza que todo el mundo considera como el más efectivo que la humanidad ha imaginado".
Porque, como el mismo editorial del Financial Times (24-XII-1993) llegó a admitir: Sigue siendo, sin embargo, una fuerza imper­fecta casi dos tercios de la población mundial han obtenido muy po­co o ningún beneficio de este rápido crecimiento económico. En el mundo desarrollado, el cuartil más bajo de los asalariados ha experi­mentado más bien un aumento que un descenso. (Véase E.J. Hobsbawn)
A medida que se aproxima el milenio, se vio cada vez más claro que la tarea principal de la época no era la de recrearse contemplando el cadáver del comunismo soviético, sino más bien la de reconsiderar los efectos intrínsecos del capitalismo. ¿Qué cambios en el sistema mun­dial serían necesarios para eliminar estos defectos? ¿Seguiría siendo el mismo sistema después de haberlos eliminado?
La reacción inmediata de los comentaristas de televisión ante el hundimiento del sistema político fue que ratificaba el triunfo perma­nente del capitalismo y de la democracia liberal, dos conceptos que los observadores menos refinados acostumbran a confundir. Aunque a fi­nes del siglo XX, no podía decirse que el capitalismo estuviera en su mejor momento, el sistema político al estilo populista estaba definiti­vamente muerto y con muy pocas probabilidades de revivir.
Por otra parte, a principios de los noventa ningún observador serio podía sentirse tan optimista respecto de la democracia liberal como del capitalismo. Lo máximo que podía predecirse con alguna confianza (exceptuando tal vez los regímenes fundamentalistas más inspirados por la divinidad) era que prácticamente todos los gobiernos continua­rían declarando su profundo compromiso con la democracia, organi­zando algún tipo de elecciones, manifestando cierta tolerancia hacia la oposición nacional, y dando un matiz de significado propio a este tér­mino.
La característica más destacada de la situación política era la ines­tabilidad. En la mayoría de ellos, las posibilidades de supervivencia del régimen existente en los próximos diez o quince años no eran, según los cálculos más optimistas, demasiado buenas. E incluso, en provin­cias con sistema de gobierno relativamente estables como La Romana o Moca, su existencia como regiones unificadas podía ser insegura en el futuro, como lo era la naturaleza de los regímenes que pudieran su­ceder a las actuales. En definitiva, la política no es un buen campo pa­ra la futurología.
Sin embargo, algunas características del panorama político global permanecieron inalterables. Como ya hemos señalado, la primera de estas características era el debilitamiento del Estado-nación, la institu­ción política central desde la era de las revoluciones, tanto en virtud de su monopolio del poder público y de la ley, como porque consti­tuía el campo de acción política más adecuado para muchos fines. El Estado-nación fue erosionado en dos sentidos, desde arriba y desde abajo.
Por una parte, perdió poder y atributos al transferirlos a diversas entidades supranacionales, y también los perdió, absolutamente, en la medida en que la desintegración de grandes estados e imperios produ­jo una multiplicidad de pequeños estados, demasiados débiles para de­fenderse en una era de anarquía internacional. También, como hemos visto, estaba perdiendo el monopolio de la fuerza y de sus privilegios históricos dentro del marco de sus fronteras, como lo demuestran el auge de los servicios de seguridad y protección privados y el de las em­presas privadas de mensajería que compiten con los servicios postales del país, que hasta el momento eran controlados en todas partes por un ministerio.
Estos cambios no hicieron al estado innecesario ni ineficaz. En al­gunos aspectos, su capacidad de supervisar y controlar los asuntos de sus ciudadanos se vio reforzada por la tecnología, ya que prácticamen­te todas las transacciones financieras y administrativas (exceptuando los pequeños pagos al contado) quedaban registrados en la memoria de algún ordenador; y todas las comunicaciones (excepto las conversa­ciones cara a cara en un espacio abierto) podían ser intervenidas y gra­badas. (DNI-Seguridad del Estado)
Sin embargo, su situación había cambiado. Desde el siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX, el estado-nación había extendido su alcance, sus poderes y funciones casi ininterrumpidamente. Este era un aspecto esencial de la "modernización". Tanto si los gobiernos eran liberales, como conservadores o socialdemócratas, en el momento de su apogeo, los parámetros de las vidas de los ciudadanos en las ciuda­des "modernas" estaban casi exclusivamente determinados (excepto en las épocas de conflictos) por las acciones o inacciones de este estado. Incluso, el impacto de fuerzas globales, como las depresiones de la eco­nomía, llegaban al ciudadano filtradas por la política y las institucio­nes de su estado.
A finales de siglo, el estado-nación estaba a la defensiva contra una economía mundial que no podía controlar; contra las instituciones que construyó para remediar su propia debilidad, como la Policía Na­cional creada contra su aparente incapacidad financiera para mantener los servicios a sus ciudadanos que había puesto en marcha confiada­mente algunas décadas atrás; contra su incapacidad real para mantener la que, según su propio criterio, era su función principal: la conserva­ción de la ley y el orden público. El propio hecho de que, durante la época de su apogeo, el estado asumiese y centralizase tantas funciones, y se fijase unas metas tan ambiciosas en materia de control y orden público, hacía su incapacidad para sostenerla doblemente dolorosa. Y sin embargo, el Estado, o cualquier otra forma de autoridad pública que representase el interés público, resultaba ahora más indispensable que nunca, si habían de remediarse las injusticias sociales y ambientales causadas por la economía de mercado, o incluso como mostró la re­forma del capitalismo en los años cuarenta, si el sistema económico te­nía que operar a plena satisfacción.
Si el estado no realiza cierta asignación y redistribución de la renta nacional ¿Qué sucederá, por ejemplo, con las poblaciones cuya econo­mía se fundamenta en una base relativamente menguante de asalaria­dos, atrapada entre el creciente número de personas marginadas por la economía de alta tecnología, y el creciente porcentaje de viejos sin nin­gún ingreso?
Pero éstos no podían existir sin el estado. Supongamos sin que es­te sea un ejemplo fantástico que persisten las actuales tendencias, y que se llega a unas economías en que un cuarto de la población tiene un trabajo remunerado y los tres cuartos restantes no, pero que al ca­bo de veinte años esta economía produce una renta nacional per cápita dos veces mayor que antes. ¿Quién de no ser la autoridad pública, podría y querría asegurar un mínimo de renta y de bienestar para to­do el mundo, contrarrestando la tendencia hacia la desigualdad tan vi­sible en las décadas de crisis?
A juzgar por la experiencia de los años setenta y ochenta, ese al­guien no sería el mercado. Si estas décadas demostraron algo, fue que el principal problema del sistema, y por supuesto de los ricos, no era como multiplicar la riqueza, sino cómo distribuirla en beneficio de sus habitantes. Esto fue así, incluso en los países pobres "en desarrollo", que necesitaban un mayor crecimiento económico.
La distribución social y no el crecimiento es lo que denominará las políticas de los gobiernos. Para detener la inminente crisis ecológica es imprescindible que el mercado no se ocupe de asignar los recursos o, al menos, que se limiten tajantemente las asignaciones del mercado. De una manera o de otra, el destino de la sociedad dominicana en el nuevo milenio dependerá de la restauración de las autoridades públicas. Esto nos plantea un doble problema. ¿Cuáles serían la naturaleza y las competencias de las autoridades que tomen las decisiones supranacionales, nacionales, subnacionales, y globales, solas o conjunta­mente? ¿Cuál sería su relación con la gente a que estas decisiones se re­fieren?
El primero es, en cierto sentido, una cuestión técnica, puesto que las autoridades ya existen y, en principio aunque no en la práctica, existen también modelos de la relación entre ellas. La Unión Europea ofrece mucho material digno de tenerse en cuenta, más cuando cada propuesta específica para dividir el trabajo entre las autoridades globa­les, supranacionales, nacionales y subnacionales, puede provocar amargos resentimientos en alguna de ellas.
Sin duda las autoridades locales existentes estaban muy especializa­das en sus funciones, aunque intentaban extender su ámbito median­te la imposición de directrices políticas y económicas a los ciudadanos que necesitaban pedir créditos.
La Unión Europea era un caso único, y dado que era el resultado de una coyuntura histórica específica y probablemente irrepetible, es probable que siga sola en su género, a menos que se construya algo si­milar a partir de los fragmentos de la antigua Unión Soviética. No se puede predecir la velocidad a que avanzará la toma de decisiones de ámbito internacional; sin embargo, es seguro que avanzará y se puede ver cómo operará.
De hecho, ya funciona a través de los gestores bancarios locales a través de las grandes agencias internacionales de crédito; las cuales representan el conjunto de los recursos de la oligarquía del país, que también incluyen a los más poderosos. A medida que aumentaba el abismo entre los ricos y los pobres, parecía aumentar a su vez el cam­po sobre el que ejercer este poder. El problema era que, desde prin­cipio de los setenta, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Inter­nacional, se han establecido con el respaldo político de los Estados Unidos.
Siguieron una política que favorecía sistemáticamente la ortodoxia del libre mercado, de la empresa privada y del comercio libre mundial, lo cual convenía a la economía estadounidense de fines del siglo XX como había convenido a la británica de mediados del XIX, pero no ne­cesariamente al mundo en general. Si la toma de decisiones debe rea­lizar todo su potencial, estas políticas deberían modificarse, pero no parece que esta sea una perspectiva inmediata.
El segundo problema no era técnico en absoluto. Surgió del dilema de una clase dirigente comprometida, al final del siglo, con un tipo concreto de democracia política, pero que también tenía que hacer frente a problemas de gestión pública, para cuya solución no tenía im­portancia alguna la elección de presidentes y de asambleas pluripartidistas, aún cuando tampoco complicase las soluciones.
Era el dilema de una época en que el gobierno podía, debía, diñan algunos ser gobierno "del pueblo" y "para el pueblo", pero que en nin­gún sentido operativo podía ser un gobierno "por el pueblo", ni siquie­ra por asambleas representativas elegidas entre quienes competían por el voto. (Demagogia política)
El dilema no era nuevo. Las dificultades de las políticas democráti­cas eran familiares a los científicos sociales y a los escritores satíricos desde que el sufragio universal dejó de ser una peculiaridad. (Narciso González)
Ahora los apuros por los que pasaba la democracia eran más acusa­das porque, por una parte, ya no era posible prescindir de la opinión pú­blica, pulsada mediante encuestas y magnificada por los medios de co­municación; mientras que, por otra, las autoridades tenían que tomar muchas decisiones para las que la opinión pública no servía de guía.
Muchas veces podía tratarse de decisiones que la mayoría del elec­torado habría rechazado, puesto que a cada votante le desagradaban los efectos que podían tener para sus asuntos personales, aún cuando creyese que eran deseables en términos al interés general. Así, a fines de siglo, los políticos llegaron a la conclusión de que cualquier pro­puesta para aumentar los impuestos equivalía a un suicidio electoral. Las elecciones se convirtieron entonces en concursos de perjurio fiscal.
Al mismo tiempo, los votantes y los parlamentos se encontraban constantemente ante la disyuntiva de tomar decisiones, como el futuro de la energía, sobre las cuales los no expertos (es decir, la amplia ma­yoría de los electores y elegidos) no tenían una opinión clara porque carecían de la formación suficiente para ello.
Hubo momentos, en que la ciudadanía estaba tan identificada con los objetivos de un gobierno que gozaba de legitimidad y de confian­za pública, que el interés común prevaleció. Hubo también otras situa­ciones que hicieron posible un consenso básico entre los principales ri­vales políticos, dejando a los gobiernos las manos libres para seguir ob­jetivos políticos sobre los cuales no había ningún desacuerdo impor­tante.
En muchas ocasiones, los gobiernos fueron capaces de confiar en el buen juicio consensuado de sus asesores técnicos y científicos, indis­pensable para unos administradores que no eran expertos.
Cuando hablaban al unísono, o cuando el consenso sobrepasaba la disidencia, la controversia política disminuía. Cuando esto no sucedía, quienes debían tomar decisiones navegaban en la oscuridad, como ju­rados ante dos psicólogos rivales, que apoyan respectivamente a la acu­sación y a la defensa, y ninguno de los cuales se merece confianza.
Pero, como hemos visto, las décadas de crisis erosionaron el con­senso político y las verdades generalmente aceptadas en cuestiones in­telectuales, especialmente en aquellos campos que tenían que ver con la política. En los años noventa era raro que los políticos y empresa­rios no estaban divididos y que se sentían firmemente identificados con sus gobiernos (o al revés). Había aún, ciertamente, ciudadanos que aceptaban la idea de un estado fuerte, activo y socialmente respon­sable que merecía cierta libertad de acción, porque ésta se utilizaba pa­ra el bienestar común. Pero, lamentablemente, los gobiernos respon­dían pocas veces a este ideal.
Entre los choferes de transporte público el gobierno como tal, esta­ba bajo sospecha; se encuentran aquellos modelados a imagen y seme­janza del anarquismo individualista, mitigado por los pleitos y la po­lítica de subsidios locales y los mucho más numerosos en que el esta­do era tan débil o tan corrompido que sus ciudadanos no esperaban que produjese ningún bien público.
Este era el caso de muchos sindicalistas, pero, como se pudo ver a finales de los ochenta no era un fenómeno desconocido en el primero. Así, quienes menos problemas tenían a la hora de tomar decisiones eran los que podían eludir la política democrática: las corporaciones privadas, las autoridades supranacionales y, naturalmente, los regíme­nes antidemocráticos.
En el sistema democrático, la toma de decisiones difícilmente po­día sustraerse a los políticos, aunque en el Banco Central estaba fuera del alcance de éstos, y la opinión convencional deseaba que este ejem­plo se siguiese en todas partes. Sin embargo, cada vez más, los gobier­nos hacían lo posible por eludir al electorado y a sus asambleas de re­presentantes, o cuando menos, tomaban primero las decisiones y po­nían después a aquellos ante la perspectiva de revocar un 'mal menor', confiando en la volatilidad, las divisiones y la incapacidad de reacción de la opinión pública.
La política se convirtió cada vez más en un ejercicio de evasión, ya que los políticos se cuidaban mucho de decir aquello que los votantes no querían oír. Después de la Guerra Fría, no resultó tan fácil ocultar las acciones inconfesables tras el telón de acero de la "seguridad nacio­nal". Pero es casi seguro que esta estrategia de evasión seguirá ganan­do terreno. Incluso, en las instituciones democráticas cada vez más, y más organismos de toma de decisiones se van sustrayendo del control electoral, excepto en el sentido indirecto de que los gobiernos que nombran esos organismos fueron elegidos en algún momento.
Los gobiernos centralistas, en los años ochenta y principios de los noventa, se sentían particularmente inclinados a multiplicar estas au­toridades Adhoc a las que se conocía con el sobrenombre de 'botellas' que no tenían que responder ante ningún electorado. Incluso, los go­biernos que no tenían una división de poderes efectiva, consideraban que esta degradación tácita de la democracia era conveniente.
En países como los Estados Unidos resultaba indispensable, ya que el conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo hacía a veces po­co menos que imposible tomar decisiones en circunstancias normales, por lo menos en público.
Al final del siglo, un gran número de ciudadanos abandonó la preo­cupación por la política, dejando los asuntos de estado en manos de los miembros de la "clase política", que se leían los discursos y los edi­toriales los unos a los otros: un grupo de interés particular compuesto por políticos profesionales, periodistas, miembros de grupos de pre­sión y otros, cuyas actividades ocupaban el último lugar de Habilidad en las encuestas sociológicas.
Para mucha gente, el proceso político era algo irrelevante, o que, sencillamente, podía afectar favorable o desfavorablemente a sus vidas personales. Por una parte, la riqueza, la privatización de la vida y de los espectáculos y el egoísmo consumista, hizo que la política fuese menos importante y atractiva. Por otra parte, muchos que pensaban que iban a sacar poco de las elecciones les volvieron la espalda. Entre 1960 y 1988, la proporción de trabajadores industriales que votaba en las elecciones presidenciales disminuyó en una tercera parte (Demos, 2001). La decadencia de los partidos de masas organizados, de clase o ideológicos o ambas cosas, eliminó el principal mecanismo social para convertir a hombres y mujeres en ciudadanos políticamente activos. Para la mayoría de la gente resultaba más fácil experimentar un senti­do de identificación colectiva con su país a través de los deportes, sus equipos nacionales y otros símbolos no políticos, que a través de las instituciones del estado.
Aquí se podría suponer que la despolitización dejaría a las autori­dades más libres para tomar decisiones. Sin embargo, tuvo el efecto contrario. Las minorías que hacían campaña, en ocasiones, por cues­tiones específicas de interés público, pero con más frecuencia por in­tereses sectoriales, podían interferir en la plácida acción del gobierno con la misma eficacia o incluso más que los partidos políticos, ya que, a diferencia de ellos, cada grupo podía concentrar su energía en la con­secución de un único objetivo. Además, la tendencia sistemática de los gobiernos a esquivar el proceso electoral exageró la función política de los medios de comunicación de masas, que cada día llegaban a todos los hogares y que demostraban ser, con mucho, el principal vehículo de comunicación de la esfera pública a la privada.
Su capacidad de descubrir y publicar lo que las autoridades hubie­sen preferido ocultar, y de expresar sentimientos públicos que ya no se articulaban o no se podían articular a través de los mecanismos forma­les de la democracia, hizo que los medios de comunicación se convir­tieran en actores principales de la escena pública.
Los políticos los usaban y los tenían a la vez. El progreso técnico hi­zo que cada vez fueron más difícil controlarlos, y la decadencia del po­der del estado hizo difícil monopolizarlos en los no autoritarios. A me­dida que acababa el siglo resultó cada vez más evidente que la impor­tancia de los medios de comunicación en el proceso electoral, era su­perior incluso a la de los partidos y a la del sistema electoral, y es pro­bable que lo siga siendo, a menos que la política deje de ser democrá­tica. Sin embargo, aunque los medios de comunicación tengan un enorme poder para contrarrestar el secretismo del gobierno, ello no implica que sean, en modo alguno, un medio de gobierno democráti­co. (Véase Concentración de Medios)
Ni los medios de comunicación, ni las asambleas elegidas por su­fragio universal, ni "el pueblo" mismo pueden actuar como un gobier­no en ningún sentido realista del término. Por otra parte, el gobierno, o cualquier forma análoga de toma de decisiones públicas, no podría seguir gobernando contra el pueblo o sin el pueblo, de la misma ma­nera que "el pueblo" no podría vivir contra el gobierno o sin él. Para bien o para mal, en el siglo XX, la gente corriente entró en la historia por su propio derecho colectivo. (Hipólito Mejía, 2000-2004)
Todos los regímenes, excepto las teocracias, derivan ahora su auto­ridad del pueblo, incluso aquellos que aterrorizan y matan a sus ciu­dadanos. El mismo concepto de lo que una vez se dio a llamar "tota­litarismo" populista, pues aunque no importaba lo que "el pueblo" pensase de quienes gobernaban en su nombre, ¿por qué se preocupa­ban para hacerle pensar lo que sus gobernantes creían conveniente?
Los gobiernos que derivaban su autoridad de la incuestionable obe­diencia a alguna divinidad, a la tradición, o a la deferencia de los que estaban en el segmento alto, estaban en vías de desaparecer, incluso, el "fundamentalismo islámico”, el retoño más floreciente de la teocracia, avanzó no por la voluntad de Alá, sino porque la gente corriente se movilizó contra unos gobiernos impopulares. Tanto si "el pueblo" te­nía derecho a elegir su gobierno como si no, sus intervenciones, acti­vas o pasivas, en los asuntos públicos fueron decisivos.
Por el hecho mismo de haber presentado multitud de ejemplos de regímenes despiadados y de otros que intentaron imponer por la fuer­za el poder de las minorías sobre la mayoría. El siglo XX demostró los límites del poder meramente coercitivo, incluso los gobernantes más inmisericordes y brutales eran conscientes de que el poder ilimitado no podía suplantar por sí solo los activos y los requisitos de la autori­dad: un sentimiento público de la legitimidad del régimen, un cierto grado de apoyo popular activo, la capacidad de dividir y gobernar y, especialmente en épocas de crisis, la obediencia voluntaria de los ciu­dadanos.
Cuando, esta obediencia les fue retirada a los regímenes, éstos tu­vieron que abdicar, aunque contasen con el pleno apoyo de sus fun­cionarios civiles, de sus fuerzas armadas y de sus servicios de seguridad.
En resumen, y contra lo que pudiera parecer, el siglo XX mostró que se puede gobernar contra el pueblo por algún tiempo, y contra una parte del pueblo todo el tiempo, pero no contra todo el pueblo todo el tiempo. Es verdad que esto no puede servir de consuelo para las minorías permanentemente oprimidas o para los pueblos que han sufrido, durante una generación o más, una opresión prácticamente universal.
Sin embargo, todo esto no responde a la pregunta de cómo debe­ría ser la relación entre quienes toman las decisiones y sus pueblos. Po­ne simplemente de manifiesto la dificultad de la respuesta. Las políti­cas de las autoridades deberían tomar en cuenta que el pueblo, o al menos la mayoría de los ciudadanos, quiere o rechaza, aún en el caso de que su propósito no sea el de reflejar los deseos del pueblo. Al mis­mo tiempo, no pueden gobernar basándose simplemente en las con­sultas populares.
Por otra parte, las decisiones impopulares se pueden imponer con mayor facilidad a los grupos de poder que a las masas. Es bastante más fácil imponer normas obligatorias sobre las emisiones de gases a unos cuantos fabricantes de automóviles que persuadir a millones de moto­ristas para que reduzcan a la mitad su consumo de carburante. Todos los gobiernos descubrieron que el resultado de dejar el futuro al arbi­trio del voto popular era desfavorable o, en el mejor de los casos, impredecible.
Todo observador serio sabe que muchas de las decisiones políticas que deberán tomarse a principios del siglo XXI serán probablemen­te impopulares. Quizás otra época relajante de prosperidad y mejo­ra, suavizaría la actitud de los ciudadanos, pero no es previsible que se produzcan un retorno a los años sesenta ni la relajación de las in­seguridades y tensiones sociales y culturales propias de las décadas de crisis.
Si, como es probable, el sufragio universal sigue siendo la regla ge­neral, parecen existir dos opciones principales. En los casos donde la toma de decisiones sigue siendo competencia política, se soslayará ca­da vez más el proceso electoral o, mejor dicho, el control constante del gobierno inseparable de él. Las autoridades que habrán de ser elegidas tenderán cada vez más, como los pulpos, a ocultarse tras nubes de ofuscación para confundir a sus electores. (Junta Central Electoral)
La otra opción sería recrear el tipo de consenso que permite a las autoridades mantener una sustancial libertad de acción, al menos mientras el grueso de los ciudadanos no tenga demasiados motivos de descontento.
Este modelo político, la "democracia plebiscitoria" mediante la cual se elige a un salvador del pueblo o a su régimen que salve la nación, se implantó ya a mediados del siglo XIX con Napoleón III.
Un régimen semejante puede llegar al poder constitucional o in-constitucionalmente pero, si es ratificado por una elección razonable­mente honesta, con la posibilidad de elegir candidatos rivales y algún margen para la oposición, satisface los criterios de legitimidad demo­crática del fin de siglo. Pero, sin embargo, no ofrece ninguna perspec­tiva alentadora para el futuro de la democracia parlamentaria de tipo liberal.
Cuanto he escrito hasta aquí, no puede decirnos sí la humanidad puede resolver los problemas a los que se enfrentan al final del ni tampoco cómo puede hacerlo. Pero quizás nos ayude a cómo en qué consisten estos problemas y qué condiciones deben de solucionarlos, aunque no en qué medida estas condiciones se dan ya o están en vías de darse. Puede decirnos también cuan poco sabemos, y qué pobre ha sido la capacidad de comprensión de los hombres y mujeres que tomaron las principales decisiones públicas de cuan escasa ha sido su capacidad de anticipar y aún menos de prever lo que iba a suceder, especialmente en la segunda mitad del siglo.
Por último, quizás este texto confirme lo que muchas personas han sospechado siempre: que la historia entre otras muchas y más importantes cosas, es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad. Pero no ayuda a hacer profecías.
Sería, por tanto, un despropósito terminar este libro con predicciones sobre qué aspecto tendrá un paisaje que ahora ha quedado irreconocible con los movimientos tectónicos que se han producido en el siglo XX, y que quedará más irreconocible aún con los que se están produciendo actualmente. Tenemos ahora menos razones para sentirnos esperanzados por el futuro que a mediados de los noventa, cuando este autor terminaba su análisis sobre la historia del siglo XX (1962-2000) con estas palabras: "Los indicios de que el del siglo XXI será mejor no son desdeñables. Si República Dominicana consigue no destruirse con, por ejemplo, una crisis económica, las probabilidades de ello son certeras".
Sin embargo, ni siquiera un historiador cuya edad le impide esperar que en lo que queda de vida se produzcan grandes cambios a mejor puede, razonablemente, negar la posibilidad de que dentro cuarto de siglo, o de medio siglo, la situación sea más promete cualquier caso, es muy probable que la fase actual de interrupción de la guerra fría sea temporal, aún cuando parezca ser más largo; épocas de crisis y desorganización que siguieron a las dos gran guerras. Pero debemos tener en cuenta que esperanzas o temores predicciones. Sabemos que, más allá de la opaca nube de nuestra ignorancia y de la incertidumbre de los resultados, las fuerzas históricas que han configurado el siglo siguen actuando.
Vivimos en un país cautivo, desarraigado y transformado por el co­losal proceso económico y técnico-científico del desarrollo del capita­lismo, que ha dominado los dos o tres siglos precedentes.
Sabemos, o cuando menos resulta razonable suponer, que este pro­ceso no se prolongará hasta el infinito. El futuro no sólo no puede ser una prolongación del pasado, sino que hay síntomas externos e inter­nos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórico.
Las fuerzas generadas por la economía técnico-científica son lo bas­tante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto es, el fun­damento material de la vida humana. Las propias estructuras de las so­ciedades humanas, incluyendo algunos de los fundamentos sociales de la economía capitalista, están en situación de ser destruidas por la ero­sión de nuestra herencia del pasado. Nuestra república corre riesgo a la vez de explosión y de implosión, y debe cambiar.
No sabemos a dónde vamos, sino tan sólo que la historia nos ha lle­vado hasta este punto y si los lectores comparten el planteamiento de este libro, por qué. Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongado el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa de una sociedad transfor­mada, es la oscuridad.




3 comentarios:

Edward L.P. Ventura dijo...

En toda mi inquietante búsqueda de ese autor al tratar el tema de la historia dominicana,en su totalidad,nunca pensé que una noche lo encontraría...EN SERIO y EN SERIO yo lo tomé porque estaba víendo un programa llamado EN SERIO...despertó en mí un interés por entender los conceptos políticos,por cierto nunca la tuve,que acabó con mi inquietud.Me dió a entender la importancia de éste en mi vida diaria.Al comprarme,mi hermana mayor Anny,el primer libro de LOS HIJOS DE LA POSGUERRA de Juan Carlos Espinal me motive tanto que me dí cuenta del largo camino que me queda para aprender.Gracias por despertarme de esta ignorancia...Juan Carlos

alma masiel ventura dijo...

Mucho para pensar en una frase, atrayente e inevitable título para una obra. Despues de haber desmenuzado libros de toda índole llega a mis manos la oportunidad de ensanchar los horizontes de mi conocimiento, y todo por medio de la obra ¨Los hijos de la posguerra¨(que por cierto lo leemos en este momento). Aún en plena juventud cuando otros son los deleites de la edad resulta placentera e intrigante esta lectura. Esto abre camino a lectura de otras obras del mismo autor, y con las mismas o mayores espectativas.

Edward L.P. Ventura dijo...

Juan Carlos,dentro de la bibiografía de LOS HIJOS DE LA POSGUERRA está MEMORIAS DE UN CORTEZANO EN LA ERA DE TRUJILLO,donde se destacan los poetas creadores del pais.Aquí se encuentra un artículo llamado OBITUARIO de Noé A. Abreu,quien es mi amigo y compañero de investigación en LA HISTORIA DE TAMBORIL...